Dios en Sarajevo. Gerardo López Laguna
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Al finalizar la jornada parece que las gestiones habían dado algún fruto: al día siguiente emprenderíamos la marcha a Sarajevo. Se convocó otra asamblea general para dar instrucciones. Primero respecto a las actitudes: si se lograba entrar, no preocuparse mucho de las bombas, pues las que se oyen no te han dado, y si te dan no podrás escucharla...; las calles perpendiculares al monte Trebevic es mejor cruzarlas corriendo; no asomarse a ventanas; por la noche no utilizar linternas, ni velas, ni mecheros; si alguno es herido, los otros deben saber que los francotiradores esperan la presencia de gentes que acudan en su ayuda para volver a disparar...
Después de estas instrucciones, se comunicó el resultado de las gestiones: la marcha iría detrás de un convoy de la ONU, pero sin la protección de tanquetas. Una vez pasado el último puesto croata y llegados a la zona serbia, dos coches de su policía acompañarían a los autobuses hasta la zona del aeropuerto, y, allí, en terreno de nadie, nos dejarían solos para atravesar los tres kilómetros de frente que nos separarían de la ciudad. En esa zona, decían, hay francotiradores que actúan por su cuenta.
El día 11 de Diciembre, muy de mañana, limpiamos la escuela, organizamos las mochilas y el material de ayuda humanitaria, y, otra vez, nos reunimos en asamblea para recordar los detalles. Después, subimos a los autobuses e iniciamos el acercamiento a la ciudad. En la carretera aparecían de cuando en cuando algunos check-point (puestos de control), todavía de las fuerzas croatas coaligadas con los musulmanes bosnios. A los lados, insistentes carteles con dibujos, advirtiendo de que toda la zona estaba minada. Tras dejar atrás el último de estos controles llegamos por fin al primero de las fuerzas serbias. Los autobuses fueron interceptados y obligados a volver por donde habían venido. Más tarde, al año siguiente, supe por los responsables de la organización que en esa parada las cosas se habían puesto feas de verdad: los militares serbios amenazaron con disparar de inmediato si la comitiva no retrocedía. Vueltos a territorio de nadie, paramos para esperar al convoy de la ONU. Cuando este convoy llegó, los responsables de la marcha que se habían adelantado para hablar con los serbios no habían vuelto todavía, y los de la ONU no quisieron esperar. Se marcharon y tuvimos que esperar varias horas allí parados, en medio de dos ejércitos en guerra. Uno de los lados de la carretera estaba minado, pero en el otro había una explanada con una casa. La familia que vivía allí invitó a comer a los conductores de los autobuses. Entre los miembros de esa familia los había de las tres etnias en conflicto... Hermanos atrapados en un drama gestado en el corazón de los hombres.
Por fin volvieron los responsables que negociaban con las autoridades militares serbias. Parece que accedían a nuestra pretensión pero con algunas condiciones: cada uno de los integrantes de la marcha debía firmar, con su nombre y el número de su pasaporte, un documento en el que se comprometía a salir de Sarajevo el día siguiente antes de las 14 horas; de lo contrario se le consideraría ciudadano de la capital y se le prohibiría la salida. Además debíamos firmar que en caso de algún incidente con consecuencias (heridas o muerte) eximíamos de responsabilidad a las autoridades serbias. La respuesta fue unánime: todos firmamos sin dilación. Realmente hubo tiempo para sopesar de algún modo esta resolución. Como decía antes, cada cual debe dar razón de su esperanza: para aquella respuesta pesó la fe de muchos, de modo determinante.
Mientras estábamos allí, parados y esperando, apareció en un coche el corresponsal del periódico español El Mundo. Amigablemente el responsable del grupo español le preguntó que por qué su periódico no había informado de la marcha de paz (en algún momento pudo llamar por teléfono a España y le comentaron que no había nada publicado) ya que al parecer había un cierto compromiso verbal al respecto. La respuesta fue más que clara, algo así: «con sinceridad, si lográis entrar u os pasa algo, sois noticia, y si no, no lo sois»... Se mostró simpático con nosotros, aunque no pudo evitar el hacer algún comentario cáustico. Por ejemplo, cuando vio cómo firmábamos las condiciones impuestas por los militares serbios, nos dijo llanamente: «habéis firmado vuestra sentencia de muerte». Escéptico respecto a la posibilidad de entrar en la ciudad, sin embargo se quedó con nosotros por si se conseguía, y efectivamente, después entró con su automóvil entre la columna de autobuses. Su periódico publicó posteriormente, el día 13 de Diciembre, un artículo de su corresponsal dando cuenta de la entrada en Sarajevo con unos titulares, diríamos, algo folklóricos: «500 pacifistas logran romper el cerco y entrar en Sarajevo», «500 pacifistas desafían las leyes de la realidad», etc, etc.
Los responsables de la marcha se dirigieron con los pliegos firmados hasta el puesto de control serbio. Transcurrieron más horas y no volvían. Un cierto desánimo empezó a cundir, y se organizó una nueva reunión: qué hacer si por fin se negaban a dejarnos pasar. Alguno propuso una simbólica cadena de paz que avanzara hasta ese puesto de control. Otros replicaron que la luz comenzaría pronto a declinar y que los soldados podían reaccionar violentamente ante la presencia de centenares de personas que se les acercaran por la carretera. En medio de las discusiones, llegó la noticia de que nos autorizaban a traspasar el control. Inmediatamente se pusieron en movimiento los autobuses y poco después estábamos parados en el check-point de las milicias serbias donde los vehículos fueron invadidos por soldados con kalashnikov que nos pedían el pasaporte. No era aquel un momento para reflexiones, pues había tensión, malos modos por parte de algunos militares, los autobuses rodeados de gente armada, alguno apuntando con su fusil, y, en nuestro autobús, un casi-incidente porque un muchacho navarro que se había unido a la marcha en Makarska (un marinero que se dedicaba a transportar ayuda humanitaria en su propio barco a zonas de conflicto) no tenía pasaporte, sólo un carné de identidad, lo que provocó el enfado de un soldado que hacía gestos con el documento, como si lo rompiera, indicando así que no valía nada. Al final se lo devolvió de mala manera y se dio la vuelta. Decía que en ese momento no daba tiempo para reflexionar sobre lo que veíamos allí. Más tarde, rememorando la escena, me daba cuenta de la complejidad humana manifestada en estas situaciones que parecen no tener salida: fuera del autobús veía a milicianos serbios de muchas edades, desde extremadamente jóvenes hasta verdaderos ancianos; uno de los que subió a nuestro autobús era un hombre vestido de civil con un sombrero y con un fusil colgado (¿una especie de responsable político?); los milicianos llevaban cintas en el pelo, grandes cruces bizantinas en el pecho, calaveras... una uniformidad irregular. Veía, no a soldados profesionales, sino a pueblos, como tales, en guerra cruel entre sí. Donde el otro se convierte en absolutamente otro, aunque sea un niño o una anciana. Algo que se repite en la historia y en toda la geografía del planeta. Y entonces, otra vez, la convicción de que las clasificaciones maniqueas habituales son deficientes y estrechas, que el mal es más profundo, y que. por tanto, la respuesta es algo inalcanzable a las solas fuerzas del hombre: allí veía la necesidad de la gracia, enamorante, provocativa, fuerte en la debilidad, como única respuesta no sólo para no dejarse llevar por esos dinamismos lógicos que arrastran a la muerte a pueblos enteros, sino como alternativa para luchar... Algo en lo que no parece creer casi nadie, comenzando por muchos cristianos, aquellos a quienes se les ha mostrado (incluso ontológicamente por el bautismo) cual es el camino para defender la verdad en la historia.
El autobús en el que íbamos los españoles fue el primero en que se revisaron los documentos. A partir de ese momento encabezamos la comitiva. Comenzó a anochecer y ya no había apenas luz cuando llegamos al límite que controlaba militarmente la milicia serbia. Los autobuses pararon y, conforme a las indicaciones que habíamos recibido en las reuniones, procedimos a tapar las ventanillas del vehículo con mochilas y sacos de dormir; luego nos tumbamos en el suelo y el conductor abrió las puertas para facilitar la salida en caso de ataque; los faros de los autobuses se apagaron y así, con cierta lentitud y con el sonido de algunas ráfagas y disparos aislados