Invierno bajo la estrella del norte. Santiago Osácar
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–¡Tit-tit-tit! –muy parecidas a los reclamos del carbonero o el herrerillo, tan frecuentes en los sotos de la tierra llana.
Los ingleses llaman onomatopéyicamente “Tit” a todos los páridos, anteponiendo al nombre de familia el propio de cada especie. Así el “blue tit” es el herrerillo, el “great tit” el carbonero, el más grande; al carbonero palustre le llaman “marsh tit” y “coal tit” al garrapinos.
–¡Tit-tit-tit! –se llamaban unos a otros, y revoloteaban entre el follaje, posándose en las piñas o colgándose de las ramitas más finas. ¿Serían pues carboneros garrapinos? En las arboledas del Ebro no se da esta especie así que no estaba familiarizado con su reclamo…pero no, sin duda se trataba de… ¡Herrerillos capuchinos!... Un pajarito montañés, muy aficionado a los bosques de coníferas al que había tenido la fortuna de ver sólo en contadas ocasiones.
Estuve un rato contemplando sus idas y venidas; no parecían temer mi presencia así que pude admirar la elegante cresta de plumas que les da nombre y su sofisticado diseño facial blanquinegro. No se alejaban de las mesas y a menudo se posaban sobre las tablas cubiertas de nieve, como si esperasen encontrar allí algo interesante. Mientras regresaba hacia la casa de los forestales comencé a sospechar que quizá estuviesen acostumbrados a encontrar migas o restos de comida que asociaban con la presencia de personas en aquella zona del bosque. Es decir, no sólo no los había espantado al pasearme por allí, sino que quizá incluso los había atraído.
Aquello resultaba muy interesante… cogí la cacerola para prepararme la infusión pero me encontré con que no había agua en ninguno de los grifos de la vivienda. ¡Vaya contrariedad! Salí otra vez recordando haber visto una fuente no muy lejos de la verja. En efecto, era una de fundición como las que hay en los parques, con un mando que se presiona y mana durante unos segundos. Pero no había manera de accionarlo; estaba totalmente congelada como también debían estarlo las cañerías del edificio. ¡Verdaderamente hacía mucho frío!
Llené la cacerola de nieve y volví a entrar para colocarla sobre el fogón de mi hornillo sin dejar de pensar en los herrerillos capuchinos. Ya hacía muchos años que había conseguido el permiso para capturar y marcar mediante anillas metálicas aves silvestres, pero jamás había atrapado en mis redes un “crested tit”.
El anillamiento científico es en España una actividad realizada de forma amateur por un buen número de voluntarios. Nuestros pájaros, una vez liberados con su anilla numerada han sido recuperados en latitudes sorprendentemente lejanas, aportando a los biólogos valiosos datos de campo.
Pero posiblemente haya que reconocer bajo este barniz de justificación científica un instinto atávico de cazador en todos nosotros.
“Quizá dejando migas en una de las mesas podría llegar a cogerlos” pensaba mientras el agua comenzaba a hervir. Machaqué los escaramujos y los eché al cacillo dejándolo todavía un rato al fuego hasta que el agua tomó un bello color anaranjado. Entre tanto me había hecho un colador agujereando medio brick de leche para filtrar aquel aromático brebaje. Había oído decir que también se prepara mermelada con el fruto del rosal silvestre… hay tantas cosas que se pueden hacer en el bosque… pero yo tenía que pintar y estaba allí pensando en pájaros y en confituras…
***
Toda la mañana estuve trabajando en el dibujo de los corzos; hubiese sido mejor continuar pintando el fondo, pero el agua del día anterior estaba muy sucia y los cubos que había llenado de nieve no acababan de fundirse.
A medida que definía líneas y contornos los iba repasando con el rotulador y borrando los trazos de carbón. Conocía bien a estos pequeños venados de grácil silueta y movimientos elegantes; mis primeros encuentros, en los umbríos hayedos pirenaicos, habían sido poco más que la visión fugaz de un cuerpo pardo rojizo desapareciendo entre la fronda. Pero con los años había aprendido a acecharlos y entre tanto su población se había extendido de tal manera que ahora no es difícil verlos incluso en las estepas que rodean Zaragoza. Durante el día se ocultan en la maleza de coscojas y lentiscos que les ofrecen barranqueras o vales sin cultivar y al anochecer se aventuran a pastar en los campos de secano. Colocando el telescopio en un ribazo con el sol de la tarde a la espalda había podido observarlos a placer y tomar en mi cuaderno de campo muchos apuntes a lápiz que tenía extendidos por el suelo. Cada uno de aquellos dibujos era una historia, una pequeña aventura.
Habitualmente son muy prudentes y desconfiados pero en cierta ocasión que bajaba en bicicleta rodando suavemente, la pendiente de un cabezo, me encontré con un corzo profundamente dormido entre amapolas y margaritas. Tuve la prudencia de frenar sin chirridos ni estridencias; desmonté y me acerqué con mucho cuidado hasta él. Ahí estaba, en un lecho de yerbas fragantes, con las patas replegadas y la cabeza apoyada sobre un costado. Cuánto tiempo estuve a su lado no lo sé, quizá unos minutos. Alzó la cabeza, me sostuvo la mirada y salió brincando ladera arriba.
Cuando así me miraba, su imagen en mis ojos imprimía y ahora podía dibujarlo de memoria: sus ojos, oscuros y expresivos, la bigotera que prolongando el negro del hocico les da esa expresión tan particular y las grande orejas, a menudo orientadas en distintas direcciones.
El trabajo avanzaba a buen ritmo sobre los bosquejos trazados en la pared el día anterior y hacia mediodía, con las manos manchadas de carbón y el cuerpo dolorido por la mala postura, decidí hacer una pausa.
Por supuesto cogí un pedazo de pan para mis amigos los capuchinos. Nada más salir noté que hacía menos frío: soplaba una ligera brisa húmeda y templada y en el tejado goteaban los carámbanos. En el bosque no había rastro de los herrerillos, pero deshice sobre una mesa el mendrugo que les había traído y continué mi paseo despreocupadamente, cruzando la pradera, sin intención de ir ninguna parte. Así llegué hasta una ermita ruinosa en cuya fachada se abría cargada de nieve, una hornacina de airosa traza renacentista. Un letrero, anunciando el “mirador de san Voto”, me animaba a caminar un poco más y me abrí paso entre bojes y enebros mojándome con la nieve que habían acumulado; mereció la pena. Se trataba un balcón de maderos encaramado sobre las rocas rojizas del escarpe que guarece el monasterio románico. Allá abajo serpenteaba, todavía cortada por la nevada, la carretera que tanto temía Melisa y bajo el blanco manto se adivinaban los tejados y arcadas del milenario cenobio asomado como un eremita al umbral de su cueva. La vista era impresionante, dominando los bosques pinatenses y más allá del puerto de Santa Bárbara, la sierra de Santo Domingo y los campos de las Cinco Villas. Ya me imaginaba a San Voto, morador del ruinoso santuario, apenas cubierta su enjuta y morena desnudez por largas barbas blancas y un faldellín de hiedras; ya lo veía paseando por aquellos parajes y asomándose cada tarde al mirador para abismarse en sus místicas reflexiones… pero ¿quién fue realmente San Voto? Su nombre, que recordaba vagamente asociado al de San Félix, hace honor a un callejón del casco histórico de Zaragoza cuya placa dice por toda explicación : “Asceta aragonés, siglo IX”.
“¿Por qué este monte es diferente de todos los otros montes? ¿Por qué vino aquí San Voto? ¿Cómo era antes de convertirse en asceta aragonés? ¿Seguía de algún modo su presencia benévola habitando entre las peñas? ¿Era por eso por lo que no me sentía yo solo en aquellas soledades?”
Ya de regreso, la llamada de mis amigos me sacó de estos pensamientos.
–¡Tit-tit-tit! –¡También los herrerillos estaban por allí!… pero no iba a dejarles migajas en la ermita; sabía por experiencia que debía mantener el comedero que había decidido; antes o después si seguía cebándolo, se aficionarían a ese lugar y entonces colocaría mis redes. Además era un sitio idóneo, cerca de la casa y con el suelo limpio de malezas.
Durante los días siguientes el tiempo fue cambiando; ya no hacía tanto frío