Invierno bajo la estrella del norte. Santiago Osácar

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Invierno bajo la estrella del norte - Santiago Osácar Novela

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volvió a la casa y la fuente, reventada, chorreaba alrededor del grifo. Pude seguir pintando con toda normalidad, con los grandes botes de pintura acrílica alineados junto a la pared. En algún momento llegué a plantearme la posibilidad de representar el paisaje nevado pero no quise arriesgarme: Los tubos multicolores alineados al fondo de mi retina contienen la memoria de bosques frondosos, aliagas en flor, guijarros húmedos, carrizales a contraluz, álamos del río… pero pocos paisajes nevados. No los suficientes como para mojar en su recuerdo mis pinceles. Podría haber trabajado con fotografías, pero no las tenía: ni tampoco tiempo para nuevas investigaciones pictóricas. La pradera tendría ese color pajizo de los últimos días de septiembre cuando las tardes acortan y su luz pierde la dureza del verano para volverse dorada y polvorienta.

      Pintaba y me sentía dichoso. La pared, al fondo de un pasillo sin ventanas iba llenándose de vida, de luz y de color. De dónde los sacaba yo, no lo sé… ¿me habían llegado al alma?... ¿o acaso estaban en el fondo de ella?

      Cada noche me acostaba contento sobre mi austero lecho y al envolverme en el saco de dormir me sorprendía sentirme tan feliz. Cuando planeaba mi estancia desde la ciudad había tenido miedo a la soledad, al aislamiento; pero ahora que estaba allí ni siquiera me pesaban. Antes de dormirme trataba de recordar aquel poema de T.S. Elliot inspirado en la gran aventura antártica del explorador Shakelton pero sólo un par de versos me venían a la memoria:

      “si miro adelante por el blanco camino

      siempre hay Otro que camina junto a mí”.

      Ni siquiera estaba seguro de que fuesen así, pero me gustaba recitarlos en voz baja en la oscuridad del almacén, cuando vagaba por los bosques o contemplando las estrellas después de la cena.

      Por las mañanas salía a dar un paseo antes del trabajo y siempre pasaba con unos mendrugos en el bolsillo por la mesa de los herrerillos capuchinos. El primer día vi con satisfacción que el pan había desaparecido… pero las huellas delataban a maese raposo. Había saltado al banco y de ahí a la mesa; se trataba del mismo individuo que había estado comiendo escaramujos dos días antes pues el muy sinvergüenza había dejado sobre la tabla sus excrementos, anaranjados y llenos de pepitas. Aquello era más de lo que podía consentir: de una patada aparté la deyección y bajándome la cremallera rocié las patas de la mesa dejando un reguero amarillento sobre la nieve. Ahora el muy bribón se lo pensaría dos veces antes de merodear por aquella zona del bosque; para un zorro aquello no era una broma, sino una amenaza explícita en su mismo idioma. Desde luego no podría montar las redes antes de haberlo expulsado. Si en sus correrías matutinas encontraba el raposo un pajarillo enredado a media altura no tardaría ni un par de segundos en engullirlo de un bocado con patas, cresta y un buen trozo de malla de nylon.

      Pero además había cometido un error al desmigajar el pan a pellizcos. Debería haberlo deshecho en migas tan finas y dispersas que al raposo, que las tomaría a lengüetazos, no le mereciera la pena tragar tanta nieve por cada minúscula partícula. Sin embargo los herrerillos podrían cogerlas una a una con las pinzas de sus picos diminutos.

      Tan drásticas medidas dieron resultado y a la mañana siguiente los capuchinos revoloteaban alegremente por mi recién conquistado territorio de caza, donde ya no aparecieron nuevos rastros de zorro. Bajaban a la mesa y como Pulgarcito, buscaban las migajas yendo y viniendo y llamándose con alegres voces.

      –¡Tit-tit-tit!

      Sin radio ni televisión, sin internet o prensa de ningún tipo, en soledad vivía y en soledad había puesto allí mi nido y las novedades cada mañana eran la helada y el merodear de las raposas y las visitas de los pájaros; mis pensamientos se hacían ingenuos y mi vida se simplificaba.

      Esa noche monté la red.

      El cárabo ululaba con voz lúgubre en lo profundo del bosque. No tenía linterna y en el cielo, cubierto totalmente desde primera hora, no brillaban la luna ni las estrellas. Sin embargo tenía tanta costumbre de hacer nudos con una mano, tensar vientos con la boca, poner mosquetones y calcular distancias, que la relativa claridad del suelo nevado fue suficiente para colocarla de forma satisfactoria.

      Se trataba de una malla de fino hilo negro, de doce metros de largo por tres de alto tensada en sus extremos mediante los tubos telescópicos de dos cañas de pescar. Durante la noche la red permaneció plegada y cuando apenas apuntaba la primera claridad del nuevo día me levanté para dejarla extendida, prácticamente invisible, en la penumbra del pinar.

      En estos días grises del invierno los pájaros no son muy madrugadores, así que me dispuse a desayunar tranquilamente para darles tiempo a caer en mi trampa. Desde luego verían en seguida las cuerdas y los palos que la tensaban, pero las aves no suelen desconfiar de los objetos inertes que se encuentran al amanecer en el lugar donde han dormido. La brisa, del sur, era muy floja y apenas movía la red; tenía muchas probabilidades de éxito y como trampero experimentado lo sabía.

      Aún me entretuve fregando los cacharros del desayuno antes de salir hacia el bosque. No había mucha más luz que al alba pues el cielo estaba densamente nublado; me pareció que caían algunos copos…

      Y entonces los vi: un par de siluetas humanas entre los árboles; apreté el paso en dirección a la red y al entrar en el bosque salieron a mi encuentro:

      Los APNs.

      –¿Es suya esa red? –Era casi más una afirmación que una pregunta. Ambos iban de uniforme, con las insignias de los correspondientes organismos autonómicos; el que había hablado podría tener mi edad y el otro, que permanecía un paso atrás, parecía muy joven.

      –Sí, soy anillador, tengo los permisos ahí, en la casa. Si quieren voy a buscarlos, estoy trabajando en el centro de interpretación y había querido aprovechar…

      –Vaya a buscarlos por favor –me interrumpió secamente el veterano.

      Los APNs no son otra cosa que lo que antiguamente llamábamos “guardabosques”, pero como el término sonaba poco moderno, como con resonancias de cuento infantil, se lo habían cambiado por el mucho más digno de “Agentes de Protección de la Naturaleza”.

      Mientras volvía a la casa vi su coche de color granate a la entrada del monasterio nuevo. La carretera estaba limpia ¿cómo no me había enterado del paso de la quitanieves?

      La situación era delicada: si los guardas averiguaban que me alojaba en la casa de forestales aquello les parecería muy irregular e informarían a sus jefes. Estos, ignorantes de la situación consultarían a la oficina correspondiente en Zaragoza, que a su vez se pondría en contacto con la de Olga… que por supuesto me imaginaba durmiendo en cualquier parte menos en el museo… y estallaría toda la tensión acumulada que se deriva de tener una administración con más jefes que indios…

      –Aquí están: éste es el de España, el del ministerio de agricultura o como se llame ahora –El agente asintió con la cabeza y se lo pasó a su compañero. Tampoco él debía saber el nombre del tal ministerio ni parecía importarle demasiado.

      –Éste es el carnet de la Sociedad Española de Ornitología… y éste otro el permiso de la DGA, que supongo que es el que más os interesa.

      Lo leyó entero, los dos folios por ambas caras, con mucha atención, como queriendo encontrar algo que objetar, pero su compañero intervino señalando uno de los sellos del documento.

      –¿Qué organismo es ése?

      –No es un organismo, son unas oficinas… no sé, debe ser una empresa que les hace el papeleo. Es un poco complicado.

      Verdaderamente

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