Invierno bajo la estrella del norte. Santiago Osácar
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–Bueno, por esta vez no pondremos ninguna denuncia… pero esto es un espacio natural protegido y deberías tener permiso de Jaca, o al menos informar de que estás realizando esta actividad.
Me había apeado el tratamiento pasándose al tuteo, lo que pareció relajar la situación.
–Ahora os estoy informando, antes me ha sido imposible…
Me di cuenta de mi imprudencia y me callé. No podía decir que llevaba allí varios días; era mejor dejar que pensaran que acababa de subir, poco antes que ellos, por la carretera recién despejada.
Caía una fina aguanieve, más agua que nieve.
–O sea, que tengo que avisar a alguien en Jaca, ¿No es eso?– seguí diciendo para desviar la atención.
–Sí, a la directora de la reserva –sentenció el aprendiz, que ya parecía más metido en faena.
–¿A la directora o al gerente? –pregunté con malévola candidez– Además esto no es “Reserva”, es un “Paisaje protegido” –El aprendiz miró confundido a su compañero, como si acabaran de hacerle una pregunta de examen. Pero el veterano endureció el gesto y volvió a tratarme de usted.
–Da lo mismo; de todas maneras va a retirar esa red ahora. Este sitio no es bueno porque vendrán turistas este fin de semana y no es oportuno tener esto montado tan a la vista. Han limpiado la carretera y hoy ya puede subir alguno. Además si está trabajando en la casa, haga su trabajo. Y cuando anille pájaros hágalo con responsabilidad.
–Vale, además se está poniendo de llover, la quito –Y comencé a desatar los tirantes– pensaba que a primera hora podía coger algo interesante, casi nadie anilla en montaña y quería aprovechar que estaba por aquí.
Me fui enrollando la red entre la mano y el codo manteniéndola tensa para que no se volcara.
–Sí, había un par de pajaretes; pensábamos que eras un furtivo y los hemos soltado –dijo el guarda bisoño mientras me sostenía el palo para que no tuviera que usar la boca.
–Gracias. ¿Dos pájaros? ¿Y qué eran? –pregunté ansioso mientras recogía los vientos.
–De esos carboneros marrones con un moñete que van por los pinos. Toma la otra cuerda –el veterano volvía a tutearme.
–Gracias…
–Sí el parus cristatus. De eso sí que me acuerdo, nos hacían estudiar más de cien nombres científicos para la oposición –comentó el joven, orgulloso de su buena memoria.
–¡El parus cristatus! ¡El herrerillo capuchino! –Dije con voz crispada.
–Exacto, el herrerillo capuchino, uno que hace “Tit-tit-tit”–remedó con mucha gracia; y los dos guardabosques sonrieron.
IV
EL PISO DE ARRIBA
El aguanieve se convirtió en una lluvia fina y persistente; la nieve se iba deshaciendo en círculos alineados bajo los aleros de la casa, en los tejados del monasterio y en la pradera, que se convirtió en un barrizal. Toda la sierra estaba envuelta en brumas y desde mi casa apenas podían adivinarse los perfiles del monasterio nuevo. Los dos robles monumentales que se alzan solitarios en la gran explanada de San Indalecio, árboles que ya eran centenarios al concluirse la iglesia barroca, desdibujaban sus ramas desnudas en un velo de niebla, como si un pintor impaciente las hubiera trazado sobre el papel todavía húmedo de una aguada.
Después de comer en compañía del camping-gas, la llovizna se convirtió en furioso aguacero, así que no pude salir ni siquiera para saludar a mis amigos los viejos robles. Recordé que Melisa vendría al día siguiente; comeríamos juntos, le enseñaría mi pintura y hablaríamos de los herrerillos capuchinos… estaría bien afeitarse y lavarse un poco, aunque fuese con agua fría…Pero sobre todo habría que levantar el campamento ilegal que tenía allí montado.
Me preparé una taza de té mientras pensaba en todas estas cosas, sentado en el arranque de las escaleras, con la espalda apoyada en la puerta cerrada que subía a la segunda planta. “Si pudiera abrirla –me dije– pasaría todos mis cachivaches al otro lado, al rellano, y no tendría que hacer y deshacer la mochila cada vez que Melisa viene o se va... Y de paso echaría un vistazo al piso de arriba y al desván.” En efecto mi espíritu explorador, en aquella tarde de encierro, sentía la llamada de las regiones incógnitas bajo las que transcurría mi vida cotidiana.
Parecía lógico que en la casa se guardara copia de todas las llaves: también la del cuarto de calderas, de la capilla, de la verja…y en fin de todas las puertas. Y el sitio más apropiado era sin duda la mesa de recepción. En efecto, no tardé en dar con una cajita de hojalata que contenía un juego completo con sus correspondientes etiquetas escritas a mano: “Puerta lateral”, “Capilla”, “Puerta cristales” (ésa era la que yo tenía) “Reja”, “Escalera” y “Caldera”. Probé la penúltima llave, “Escalera”, que giró sin dificultad; traspuse aquel umbral cuya fría oscuridad olía a cerrado y ayudado por el tacto del pasamanos accedí a la planta superior: Un largo pasillo interior, sin luz eléctrica al que se abrían numerosas puertas. Pude ver en la penumbra que la primera correspondía a una sala muy amplia, con una gran chimenea de piedra y una mesa grande rodeada de seis u ocho sillas. En las paredes fotografías de fauna y flora pirenaicas y, enmarcado, un antiguo documento que examiné a la luz del mechero. Se trataba de un informe del distrito forestal de Huesca, fechado el 9 de julio de 1869… me quemaba el dedo y cambié de mano… desaconsejando sacar a pública subasta el monte (es decir los bosques) de San Juan de la Peña. Desde luego no estaba redactado con el frío lenguaje oficial de un informe técnico, y su conclusión, después de una sólida argumentación, tenía la pasión lírica de un enamorado:
“No se concibe el Santuario sin el monte –decía el ingeniero– ¡De tal modo se armonizan y se complementan las bellezas de la naturaleza y las producidas por el genio del artista! Quitad el monte al Santuario y habréis mutilado el monumento.”
Entendí que tras la desamortización, los dos monasterios y todo su patrimonio montañés habían pasado a ser propiedad del Estado, quien los vendería al mejor postor para su explotación maderera. Los días de aquel bosque de leyenda estaban contados.
Pero he aquí que un ingeniero de montes, cien años antes de que nacieran “verdes” y ecologistas, alegaba que por encima de los criterios económicos, la belleza de hayedos y abetales debía ser salvaguardada. Y fue escuchado…
La segunda puerta era un cuarto de baño… ¡con ducha! El plato estaba lleno polvo y bichos muertos, pero había agua; trataría de adecentarlo un poco para lavarme.
La siguiente se abría a una habitación espaciosa y muy oscura. A tientas y tropezando con los innumerables bultos que había por el suelo llegué hasta las ranuras de luz que delataban una ventana cuyas maderas hinchadas crujieron al abrirse. Soplaba una suave brisa y seguía lloviendo; la luz triste, fría y tamizada por nubes plomizas parecía la de un amanecer sin sol que ya se estaba convirtiendo en ocaso. Pero fue suficiente para ver sorprendido los tesoros que allí se guardaban. Ahí estaban, a mis pies, los mismísimos capiteles del monasterio viejo esparcidos por el suelo y las dovelas de sus arcos decoradas con impostas de ajedrezado jaqués… Todo ello esculpido con maestría de cantero en porespán o cartón piedra, pintado con una pátina de arenisca muy lograda. Recordé