La inspiración cristiana en el quehacer educativo. Luis Romera Oñate

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La inspiración cristiana en el quehacer educativo - Luis Romera Oñate Claves

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de cuatro siglos, en los cuales se va formando lo que hoy en día constituye el humus cultural en el cual nacemos, crecemos, nos desarrollamos y nos educamos.

      En el seno de este proceso histórico memorable, una de las grandes ideas que trasversalmente va recorriendo todo el arco de la modernidad es la idea de la dignidad de la persona humana. Ciertamente es un concepto que posee raíces cristianas, si bien sus primeras formulaciones, todavía de carácter unilateral, se encuentren en el pensamiento clásico. Grandes prohombres grecolatinos atisban y se adentran en lo que cabe denominar humanismo clásico: una afirmación del carácter irreducible del ser humano, de su razón y libertad, de sus derechos, del papel activo que le corresponde en la sociedad. Sin embargo, la idea de dignidad que subyace en sus logros filosóficos, jurídicos, políticos, etc., se aplica de un modo limitado a los “ciudadanos” de la polis correspondiente, pero no a todo ser humano.

      Con el cristianismo, irrumpe una concepción de la dignidad de la persona humana que corresponde a toda mujer y hombre, con independencia de su nacimiento, de su origen, de su sexo, de que incluso haga las cosas bien o las haga mal. Nadie puede arrebatar a persona alguna esa dignidad.

      Volvamos al contexto actual. La dignidad de la persona humana que se forja en la cultura moderna se expresa, de un modo progresivo, en la convicción de que dicha dignidad conlleva que cada uno de nosotros posea el derecho y el deber de ser protagonista de su existencia. Ese “protagonismo” deriva de la identidad constitutiva del ser humano, en cuanto ser racional y libre; por eso, es algo irrenunciable. De ahí que se nos presente como un derecho que cada uno reivindica, frente a las instancias sociales que puedan mermarlo. Como consecuencia, en el seno de la modernidad comienza un proceso de emancipación, encaminado a superar las estructuras de carácter cultural, social o político que pueda impedir de hecho el ejercicio de dicho protagonismo.

      Pero el protagonismo se presenta además como un deber. Yo me sentiría moralmente malo si no fuese protagonista en mi existencia; si delegara mi pensamiento y mi libertad a otra instancia. En otras palabras, si me inhibiese de lo que significa para la persona tener que llevarse a cabo.

      Por eso, en el mundo moderno surge y se asienta —con claridad creciente y de un modo progresivo— la idea del protagonismo que nos compete a todos, tanto en el ámbito personal como en la construcción de la sociedad, con sus aplicaciones sociales y políticas. El proceso moderno de emancipación aspira a alcanzar un orden social en el que las instituciones públicas garanticen y promuevan la actuación y el desarrollo del protagonismo de cada ciudadano. Nos encontramos ante una alta concepción del ser humano y de su dignidad.

      El protagonismo traído a colación genera, a su vez, el reconocimiento de la autenticidad como un gran valor. Todos reivindicamos autenticidad para nosotros y exigimos autenticidad a los demás. Cada uno de nosotros desea relacionarse con personas que sean auténticas. A alguien que no es auténtico, intentamos evitarlo. Por un lado, esperamos autenticidad de los demás, pero, por otra parte, también la autenticidad se nos presenta como una exigencia personal que nos interpela. En otros términos, la autenticidad se vive como un imperativo ético: no corresponde a la dignidad del ser humano desatender su responsabilidad de ser sí mismo, de pensar por sí y actuar desde sí, de decidir la persona que se es. En el fondo, la autenticidad es expresión de que el “yo” no ha rechazado su dignidad y actúa con conciencia moral, sin dejarse llevar por lo que establecen, en cada caso, las instancias sociales detentoras de poder fáctico, sea político, de opinión pública, laboral, etc.

      Sin embargo, la autenticidad, con cierta frecuencia hoy en día, se entiende en unos términos que reducen su alcance antropológico. De un modo más o menos intuitivo, es considerada como equivalente a la expresión “espontáneo”. Parece como si la autenticidad coincidiese sin más con la espontaneidad. Es claro que, en no pocas ocasiones, la actitud o acción auténtica se manifiesta con la caracterización de lo espontaneo. Es más, suele ser uno de los criterios habituales para reconocer un comportamiento auténtico. Sin embargo, autenticidad y espontaneidad no coinciden en el ser humano. La espontaneidad es lo propio de los animales. El animal actúa desde unos impulsos que calificamos de naturales y que se generan de la interacción entre los estímulos que recibe del medio y su dotación biológica: es espontáneo. Es claro que el animal recibe una cierta “educación” a lo largo de su vida, que proviene de su entorno (progenitores, agrupación, ecosistema) y de su experiencia, según la cual modula sus reacciones. En el caso de los animales domésticos, también interviene el ser humano. Cuando uno posee un perro, lo instruye: induce, por ejemplo, que el perrito de algún modo inhiba su espontaneidad para que no haga dentro de casa lo que tiene que hacer en el jardín o para que no haga en la calle lo que tiene que hacer en el parque. De forma natural o cultural, los animales adaptan su impulsividad y adquieren una espontaneidad segunda, mediada por lo “aprendido”. Cuando lo que se induce artificialmente contradice su naturaleza, se dice que el animal ha dejado de ser espontáneo que le han sustraído la autenticidad.

      El ser humano se encuentra dotado de una constitución natural genética que se modula con la mediación del contexto, de la experiencia y de lo que recibe de los otros. Sin embargo, también le caracteriza su capacidad racional y su libertad. Es protagonista en su existencia y configura, con sus elecciones, el “quién” que es. De ahí que en el ser humano la autenticidad sea mucho más. Autenticidad significa que el comportamiento y la personalidad que cada uno va forjando sean plenamente humanos.

      La experiencia demuestra que, por desgracia, no toda acción espontánea es auténticamente humana. Hay ocasiones en las que las reacciones desdicen de la dignidad humana, por muy espontáneas que sean. Un arrebato de furia o la insensibilidad y ausencia de compasión ante el dolor o la penuria de un indigente no son humanos, aunque respondan al temperamento de la persona en cuestión. Escudarse en el temperamento no excusa la falta de humanidad que puede corresponder a un modo de comportarse. Lo auténtico no es lo que brota espontáneamente, sino lo que cada uno va haciendo consigo mismo, según una serie de actos libres en los que se expresa verdaderamente “lo humano”. Una persona es tanto más auténtica cuanto más libre y humana sea. Repárese que, desde estas consideraciones, se empieza a intuir que existe una correspondencia insoslayable entre libertad y humanidad: entre ser libre y ser auténticamente humano, entre ser sí mismo de modo cabal y comportarse con humanidad. En consecuencia, la educación debe promover una ganancia en humanidad y, por ello, en libertad.

      En la modernidad, como veíamos, se afirma un alto concepto de la dignidad de la persona, que se expresa en el protagonismo y en la autenticidad, como exigencia irrenunciable, como derecho y deber. Precisamente por eso, consideramos la falta de autenticidad como alienación, es decir, como enajenación: el yo se va haciendo ajeno a sí mismo. Como acabamos de constatar, la autenticidad consiste en ser humanos; sin embargo, eso no se puede dar por descontado. En la historia, también reciente, y en la experiencia de cada uno, hay demasiados testimonios —desgarradores en no pocas ocasiones, por desgracia—, para olvidar con ingenuidad que garantizar y promover lo humano no es algo meramente espontáneo.

      Preservar y promover lo humano es lo propio de la ética. Por eso, libertad y autenticidad se entrelazan con el discurso ético. Cuando se desligan, se cae en la alienación, ya sea porque se renuncia a la libertad —se rechazan el protagonismo y la autenticidad— o porque se actúa de un modo inhumano. En ambos casos, la persona se enajena, en el sentido estricto del término: pierde su yo, su humanidad. El proyecto de la modernidad, asumido en su alcance antropológico, está llamado a subrayar la importancia de la instancia ética en la existencia y, por ello, debería instar a retomar las cuestiones ontológicas de la identidad y teleología del ser humano: en qué consiste lo humano (identidad) y cómo se lleva a cabo lo humano (en dónde radica su fin: teleología).

      Sin embargo, en el contexto contemporáneo, no siempre se constata una conciencia ética a la altura de un concepto completo, no sesgado, de dignidad humana. Tampoco se percibe el desarrollo de un discurso acerca de la identidad y sentido (telos) de lo humano con entraña ontológica. ¿Por qué?

      La

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