La inspiración cristiana en el quehacer educativo. Luis Romera Oñate

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La inspiración cristiana en el quehacer educativo - Luis Romera Oñate Claves

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o del pragmatismo.

      El fenómeno de la crisis del concepto de verdad no acontece aislado. Su ocaso se encuentra acompañado por el proceso, de raíz moderna, de la secularización. Secularización, como proceso, significa que la religión se relega progresivamente al ámbito de lo privado. El ciudadano no puede apelar a motivos de inspiración religiosa en la esfera pública. Pero, además, secularización indica que la religión va perdiendo relevancia existencial en la vida de la gente.

      El proceso de secularización se entrelaza con el que hemos esbozado precedentemente de una manera que no es casual. No podemos detenernos ahora a considerarlo por problemas de tiempo. Pero es menester hacer notar que, de ambos fenómenos, surge una sociedad que ha sido descrita con una imagen gráfica: la sociedad líquida. La expresión ha hecho fortuna porque el contexto cultural que se ha generado en la posmodernidad, con su actitud dialéctica con respecto a la modernidad, es tal que produce la impresión de encontrarnos situados en un espacio vital en el que todo fluye, en el que se carece de tierra firme, donde no hay ningún lugar en el que el yo pueda asentarse y sentirse seguro. En la sociedad líquida, se resquebraja la idea de que las cosas, los eventos, las instituciones, las personas y sus acciones, las diferentes relaciones, tengan una identidad de suyo. Los discursos de la razón no dejan de ser narraciones coyunturales en un mundo en donde no hay una verdad en sí. La libertad alcanza, entonces, la última meta de su aspiración a emanciparse; supera lo que parecía el último obstáculo en su afán de autonomía absoluta: la instancia de una ética con valor en sí. Si las acciones, las relaciones, las instituciones carecen de una identidad de suyo, entonces el sentido de un acto proviene de la voluntad del sujeto que lo realiza, no de la acción en sí. En esta tesitura, la moral se relativiza; el sentido y la valoración ética de cada acción dependen de la voluntad del sujeto. La libertad se emancipa de una referencia moral objetiva, se considera completamente autónoma en una existencia donde se impone lo líquido. Lo humano se ha tornado líquido.

      ¿Por qué líquido? Porque ninguna configuración se consolida, porque carecemos de identidades. Ahora bien, si no hay identidades, las diferencias pierden relevancia.

      Es curioso, pero una sociedad como la nuestra, que aspira a valorar la diferencia, acaba en una situación cultural en la que la diferencia pierde categoría. Frente a la impresión de uniformidad que despierta el fantasma de la “verdad en sí”, la posmodernidad defiende el derecho de las diferencias; y, ante las actitudes dictatoriales de las ideologías, lo hace con razón. Sin embargo, sin una referencia a identidades, las diferencias se tornan triviales. Ahí se asoma una paradoja: precisamente porque carecemos de identidad —o del concepto de identidad—, las diferencias se hacen indiferentes. Una cultura vale la otra, un acto vale el otro, una actitud vale la otra, una elección vale la otra. Todo es in-diferente. Las diferencias caen de nivel, se empequeñecen, se vuelven indiferentes.

      El resultado se intuye con facilidad. En la tesitura aludida, se esfuma del horizonte de lo humano un discurso acerca de la autenticidad con pretensiones éticas. Lo humano queda a merced de la voluntad desasistida de una razón con alcance ontológico. De ahí la precariedad de la situación en la que se encuentra lo humano porque esa voluntad, con facilidad, o se acomoda sin más a lo espontáneo, a las meras emociones superficiales, pasajeras, y a los intereses y beneficios personales, o acaba sucumbiendo, quizás sin ser del todo consciente, a los dictámenes de los que se hacen con poder social. Es el imperio del denominado “pensamiento único” o de lo “políticamente correcto”.

      A lo visto, habría que añadir un fenómeno que hoy nadie desatiende. Me refiero al hecho de que las tecnologías han invadido lo humano. La tecnología no es ya algo con lo cual me relaciono, sino algo que incorporo. No aludo a la inserción de elementos artificiales en el organismo humano como las prótesis, trasplantes, etc., que tanto bien hacen a muchas personas; sino, sobre todo, a la incidencia que tiene en la mente humana el uso de tecnologías que configuran nuestros hábitos mentales, nuestros circuitos neuronales, nuestras praxis y capacidades cognitivas, nuestras relaciones, nuestras decisiones. La tecnología se introduce en lo humano, con muchísimos efectos positivos que mejoran la calidad de vida, pero también encierra riesgos. La tecnología influye en la configuración de uno mismo porque los hábitos mentales que induce repercuten en la capacidad de elaborar conceptos, y en su calidad. Junto a las habilidades cognitivas, la tecnología repercute en los hábitos operativos y relacionales. A lo que hay que añadir el preocupante capítulo de las manipulaciones en el campo de la generación humana y la genética.

      Por todo lo dicho, es claro que la tarea del educador adquiere una categoría especial. La modernidad nos ha legado grandes logros. La posmodernidad corrige descaminos importantes de alguno de sus epígonos. Pero al mismo tiempo, el ser humano se encuentra en una situación inédita en la que lo que se encuentra en juego, ante el desafío que la existencia lleva consigo, es lo humano, y no simplemente lo profesional. En otras palabras, el quehacer educativo no se limita a instruir en la adquisición de conocimientos y habilidades de cara a la inserción laboral y a saber manejarse con soltura en los diferentes ámbitos sociales por los que discurre la vida. Eso es imprescindible, pero no suficiente. Hoy en día la educación concierne también a lo humano.

      Se dirá que siempre ha sido así, que ya lo hemos visto por ejemplo en Sócrates. Y es verdad. Pero ahí radica la cuestión. La acción educativa, hoy, como siempre, no puede marginar la dimensión de lo humano ante los peculiares desafíos del contexto contemporáneo que hemos intentado esbozar. Es también ahí donde se puede reconocer la relevancia de la inspiración cristiana en el quehacer educativo.

      Procuremos dar un paso más.

      En el sucinto análisis del contexto contemporáneo que hemos llevado a cabo, se han puesto de manifiesto algunos desafíos. Estos sugieren la idea de que nos encontramos ante un cambio de época, como propone el papa Francisco, y no simplemente ante una época de cambios. El problema estriba en que en los cambios de época es difícil vislumbrar hacia dónde nos dirigimos. En el momento del cambio no es sencillo saber hacia dónde se va, sobre todo cuando el cambio no lo pilota uno mismo. Estamos en el cambio y, en este cambio, los protagonistas son múltiples. Como confesaba Hegel, en los momentos de cambio de paradigma histórico, cultural, no es fácil adivinar el resultado.

      La excitación que despierta lo aventurado de la novedad, mezclada con la sensación de un cierto desasosiego ante la incertidumbre del destino, se acrecienta cuando se considera que lo que está en juego no son estructuras que atañen a la sociedad, con más o menos importancia, pero en definitiva externas a la intimidad del ser humano. Lo que hoy en día está en juego, es lo humano, estrictamente hablando. Esto implica que lo afectado por el cambio son las modalidades de la configuración de sí mismo y de las relaciones humanas. En una palabra, la persona en su dimensión más radical.

      A este respecto es claro que la tarea educativa requiere idoneidad profesional por parte del profesorado. A las alumnas y alumnos hay que prepararlos para la vida. Necesitarán ser gente profesionalmente muy competente. El mercado del trabajo es exigente y sin una seria competencia profesional, es enormemente azaroso abrirse camino en la vida. El alumnado requiere una muy buena preparación en capacidades de naturaleza científica, técnica, lingüística, etc., pero no menos importantes son las habilidades de índole relacional, las cualidades emocionales, la formación del carácter, la forja de la propia personalidad. La formación en estos aspectos —en lo humano— repercute tanto en su existencia personal como en los diferentes ámbitos por los que discurre, también en el profesional. La mayor parte de conflictos que se presentan en las organizaciones laborales, por mentar un ejemplo, son en gran medida problemas de relación: dos colegas que no se pueden hablar, incomprensiones entre dirigentes y colaboradores, etc., y estos dan lugar a conflictos complejos, precisamente porque la solución no estriba en medidas técnicas o estructurales. La experiencia pone de manifiesto que los problemas más serios con los que nos enfrentamos los seres humanos no son de competencia profesional, sino de relación.

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