¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?. Lorrie Moore
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Storyland, Storyland,
donde ni terror ni tristeza hallarás
donde tus sueños cumplirás.
Los libros y las canciones de cuna cobran vida, ya verás.
Storyland, Storyland:
trae a toda tu familia-a-a
(y no te olvides de la abuela-a-a).
Siempre hacíamos muecas en la coda de la abuela –waaa-waaa-waaa– que flotaba en el aire en una especie de séptimo acorde disminuido, como la banda sonora cómica de un dibujo animado. Cantábamos con las bocas llenas de sándwich, después las abríamos bien grandes para mostrar la comida y expresar nuestro horror ante la sola idea de que nuestras abuelas estuvieran ahí, en el parque, paradas inexplicablemente en la fila de alguno de los juegos. ¡Y la abuela!
¡Puaj!
Sils era hermosa; los ojos aguamarina con pintitas negras, la piel suave como un jabón, el pelo largo y castaño pero con vetas de amarillo oro aquí y allá que captaban el sol como el agua del río. Estaba contratada por el director creativo para hacer de Cenicienta. Tenía que usar un vestido de satén sin breteles y dar vueltas en una gran carroza calabaza de papel maché. Las niñitas hacían fila para subirse y hacer un tour por el parque con ella, era uno de los juegos, y después las dejaba en el siguiente, un hongo gigante con lunares. En el recreo, Sils me venía a buscar para fumar un cigarrillo.
Yo era una de las cajeras de la entrada. Entraban seis mil dólares por día en una sola caja registradora. Los clientes se quejaban de los precios, mentían sobre la edad de sus hijos, contaban el cambio para cerciorarse. “Gardez les billets pour les manèges, s’il vous plaît”, les decía a los canadienses. Mi uniforme era un sombrero de paja, un vestido de rayas rojas y blancas con un delantal rojo de volados, y una credencial con mi nombre en el canesú: Hola Mi Nombre Es Benoîte-Marie. Le había cosido monedas al ruedo del delantal para que no se levantara con el viento, pero aparte de eso no había mucho que se pudiera hacer para que el vestido tuviera un aspecto normal. Una vez vi una chica a la que habían despedido el año anterior manejando por la ciudad todavía vestida con el delantal y el vestido. Estaba loca, decía la gente. Pero ni falta hacía que lo dijeran.
En el verano todo el condado estaba repleto de turistas canadienses de Quebec del otro lado de la frontera. A Sils le encantaba contar anécdotas de ellos de cuando trabajaba como mesera en HoJo’s: “Me gustaguían unos güevos”, había dicho un hombre sin dejar de mirar su pequeño diccionario de bolsillo. “¿Cómo le gustarían?”, había dicho ella. El hombre consultó su diccionario, buscando palabra por palabra. “Me gustaguían… ehm… sobgue el plato”.
Ni se nos cruzaba por la cabeza que también nosotras éramos en parte francocanadienses. Sur le plat. Fritos. Nos gustaba contar historias ruidosas e ignorantes sobre estos turistas, tan cruciales para la economía de la región, pero que eran mezquinos con las propinas o coqueteaban o usaban las camisas abiertas con las barrigas al aire, se quejaban y fumaban cigarros finitos y se reían obscenamente o lo que fuera, no importaba. Nos habían enseñado a hablar despectivamente de los turistas, como todos en un pequeño pueblo turístico. En el invierno nos burlábamos de la gente de la gran ciudad que venía al norte a las montañas de Horseheart Garnet a esquiar. Usaban chaquetas brillantes y pantalones elastizados y tenían esquíes caros, pero solo podían arar la nieve. Gritaban cuando se caían, lloraban cuando los esquíes se les soltaban y se les escapaban a toda velocidad por la pista. Nosotras los pasábamos volando vestidas con nuestras chaquetas de jean y nuestros jeans y nuestras botas viejas atadas. Sonreíamos con suficiencia y tarareábamos canciones de Janis Joplin, bajábamos al silencio de los árboles, con nuestra superioridad nativa, nuestra relativa pobreza, creíamos por un momento que teníamos una especie de genialidad aborigen.
En Storyland, cuando Sils –¡Cenicienta en persona!– venía a buscarme para fumar un cigarrillo, yo cerraba mi caja registradora, dejaba a uno de los que cortaban las entradas cubriéndome, y me iba con ella, al callejón entre Hickory Dickory Dock y el zapallo de Peter Pumpkin Eater, donde sacábamos un paquete de cigarrillos y fumábamos dos por cabeza, los Sobranies y los Salems que nos hacían sentir espléndidas y sabias. A veces nuestra amiga Randi, que era la pastora Bo Peep y tenía que deambular por el parque con un cayado dorado, un bombachudo de volados y un sombrero con una cinta amarilla (llorándoles a los niños “¿Dónde están mis ovejitas? ¿Queridos, vieron mis ovejitas?”), se unía a nosotras para un recreo corto.
“¿Vieron mis ovejitas de mierda?”, nos preguntaba, apareciendo en el callejón (o en el Sendero de los Recuerdos si estaba lloviendo y era la hora del almuerzo), y se levantaba el bombachudo, el elástico le hacía picar las piernas. Diez años más tarde, Randi tendría un ataque de nervios vendiendo cosméticos Mary Kay; dejó de venderlos pero siguió encargándolos, los dejaba apilarse en cajas en el sótano de su casa, en lugar de venderlos, salía, se emborrachaba en el asiento de atrás de su auto y se desmayaba. Pero ahora, aquí, una Bo Peep fumadora, era incansable, irónica y joven. “Tenía la esperanza de encontrarlas aquí”. Daba pitadas rápidas, después se iba, su bombachudo a veces seguía subido en la espalda. “Randi, tienes un culo enorme”, le decía Sils, inspeccionándola.
Teníamos que estar atentas a Herb, el gerente del parque. (¿Qué habrán pensado esos niñitos cuando Cenicienta y la pequeña Bo Peep aparecían con manchas de nicotina y aliento a cigarrillo?, me preguntó una vez mi marido, investigador médico, y me encogí de hombros. Cosas diferentes, murmuré entre dientes. Eran otros tiempos. Todo el mundo fumaba. Sus padres fumaban).
“¿Vieron mis ovejitas? ¡Las perdí y no sé dónde encontrarlas!”. La voz de Randi se iba alejando, y Sils y yo tarareábamos canciones que conocíamos, unas que habíamos aprendido en el coro de niñas en el colegio –canciones navideñas medievales, una parte del Requiem alemán de Brahms, el dueto de Lakmé, el tema de The Thomas Crown Affair (¡Miss Field se hubiera sentido tan orgullosa de nosotras!)– o canciones que habíamos oído en la radio esa semana, unas que aprendíamos de cuadernos de canciones, muchas de Jimmy Webb. A Sils le gustaba “Didn’t We” en la versión de Dionne Warwick, y estaba aprendiendo los acordes en guitarra. “Esta vez casi hicimos rimar nuestro poema”. Hacía el cambio de acordes en el aire, como si tejiera, con el brazo izquierdo estirado como un cuello. “Yeah, yeah, yeah”, decía yo. “Et cétera, et cétera”. Pero también cantaba, entusiasmándome con su belleza.
Hacía la segunda voz. Esa era siempre mi parte. Rebuscando por debajo de la melodía, tratando de inventar algo bonito por debajo, algo que diera sostén, decorativo pero profundo.
Después encendía un cigarrillo y no decía nada.
–Esta mañana una niña no dejaba de acariciar las brillantinas de mi vestido, me miraba embobada, ¿sabes cómo?, así –Sils se encorvaba, abría la boca.
–¿La abofeteaste? –le preguntaba yo.
–La molí a golpes –decía ella.
Yo me reía. Sils también, y cuando el escote de su vestido se movía, yo trataba de no mirarle las tetas, que, como a veces se alzaban hacia la luz o volvían a la sombra, me fascinaban. Yo era chata, mis tetas eran dos almohadillas color salchicha, y tenía que evitar los vestidos con pinzas, las camisas de nylon y los trajes de baño escotados. Aunque fingía que sí, todavía no había menstruado, a pesar de tener quince años. Las palabras “desarrollada” o “no desarrollada” me llenaban de terror y desprecio. “Cuando