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Pero LaRoue se quedó y consiguió su cuarto propio –el azul con los alféizares blancos– y le decía “mamá” a mi madre. Yo era tres años menor, aunque solo un grado por debajo en el colegio, y tenía el cuarto más grande, el amarillo, con mi hermano Claude con quien estaba muy unida por ser solo un año mayor que él. Claude y yo éramos compinches de litera, una expresión que yo usaba con humor, irónicamente, de un modo agridulce, más tarde en la vida, con amantes, en esas noches de romance cuando dormía con un hombre pero no había sexo, yo estaba cansada, el perro tonto de mi cuerpo demasiado exhausto después de correr toda la semana en los médanos del amor, ahora con ganas solamente de dormir, apaleada, al lado de alguien pero cerca, como hermanos, como Claude. “Compinches de litera: podemos ser compinches de litera”.
Había en realidad una litera en la que dormíamos mi hermano y yo; a veces él arriba, a veces yo, para equilibrar las cosas, supongo. A pesar de que la casa estaba llena de reglas y horarios estrictos para irse a dormir, todos pegados a la heladera con imanes de Bryson Paper Mill, pequeños pinos imantados con el logo de BPM en dorado, éramos básicamente niños sin vigilancia. Podíamos encontrar la manera de hacer lo que queríamos, aunque exagerábamos la importancia del momento a la noche cuando uno de nuestros padres (se nos decía, suponíamos) vendría a controlarnos antes de irse a la cama. Nunca estábamos despiertos para ese momento, pero sabíamos que existía, creíamos en él de una manera religiosa, y a veces, cuando nos mandaban a la cama demasiado temprano una noche de verano llena de grillos, nos preparábamos para ese momento como si fuera el Juicio Final. Lo convertíamos en una especie de concurso de esculturas corporales, posábamos en la cama de maneras elaboradas: parados en un pie, la cabeza colgando de un extremo, los brazos levantados en el aire y la boca y los dientes y los ojos en unas muecas asombrosas. “Esto sí que va a sorprender a mamá”, decíamos, o “A papá le va a encantar esta”, y tratábamos de quedarnos dormidos en esas poses. A la mañana nos despertábamos despatarrados en posiciones comunes, sin acordarnos de si habíamos visto a alguno de ellos o no, o cómo había sido que finalmente nos quedamos dormidos de esa manera más normal.
Claude fue mi primer amigo, antes que Sils, y éramos mejores amigos, compinches de litera, esposos niños, hasta que tuve nueve y él tuvo ocho, y nos separaron; de alguna manera, por el resto de nuestras vidas. Éramos demasiado grandes; estaba mal que un hermano y una hermana compartieran el cuarto. Así que renovaron la casa, y cada uno de los niños tuvo su propio cuarto. El mío era abajo, sola, lejos del pasillo del primer piso. El de él estaba en el piso de arriba.
Poco después Claude se hizo amigo de un chico nuevo que vivía calle abajo, Billy Rickey. Yo anduve a los tumbos por ahí, después busqué y encontré a Sils, y se terminó el asunto. Claude y yo no volvimos a vernos, no verdaderamente. Cuando nos cruzábamos en los pasillos del colegio, o nos veíamos en la cena, años después durante las vacaciones, los casamientos y los funerales, ya no podíamos descifrar quién era el otro. Era como si a uno de nosotros le hubieran crecido aletas o plumas o una raya extraña en un costado, nuestra especie se había vuelto confusa.
Pero él siempre fue, para mí al menos, mi primer amor, mi niño novio, y en una familia atareada, que hablaba en lenguas, era importante estar casado, de alguna manera, con alguien. Yo lo estuve, lo había estado, por un tiempo, con Claude.
Era LaRoue la que estaba sola. De niños, Claude y yo éramos todo cuerpo y dormir y jugar –más cercanos aun que la mayoría de los adultos entre ellos– y nuestros padres nos parecían estrictos y distantes como reyes, y LaRoue nos parecía mayor, una intrusa perturbada, una visitante, alquile-una-niña, pero cristianamente tolerada. Nuestra familia leía la Biblia todas las noches en la mesa, mi padre avanzaba capítulo por capítulo por los evangelios, los actos, las cartas de Pablo a Timoteo (yo me imaginaba a Paul Zabrowski del colegio y a su molesto amigo Timothy Wilson), por el primer Juan, el segundo Juan, el tercer Juan, todo hasta la revelación (“Y al ángel de la iglesia de Filadelfia…” ¿Filadelfia? ¡La tía Mimi vivía en Filadelfia!), todos los versos largos y extraños, mientras veíamos enfriarse nuestra comida. Y así aprendíamos a contenernos.
(–Nosotros también leíamos la Biblia en la mesa –dijo mi esposo cuando recién nos conocimos y estábamos intercambiando cuentos. Él era judío, socialista, mitad húngaro.
–¿En serio? –pregunté.
–Sí –sonrió–. Solo que la leíamos con voces muy sarcásticas. –Yo me reí fuerte, con graznidos. Necesitábamos hacer bromas y jugar. Estábamos nerviosos, inseguros–. Lo que es interesante también –dijo, envalentonado hasta la enajenación– es que, aunque la mayoría de la gente lo llamaba Dios, nosotros lo llamábamos, bueno, lo llamábamos “estúpido de mierda”. –Daniel se golpeó el corazón con la palma abierta–: Una nación, bajo el estúpido de mierda.
Yo me caí de costado, desternillada de risa, después traté de enderezarme, de volver a colocarme la servilleta, cuando nuestro lúgubre camarero empezó a acercarse.
–En todo caso –dije, recalcando los oxímoron–, lectura de la Biblia y peruanos en sofás cama. Esa era mi “vida familiar”. Sea lo que fuere que eso... –y agregué vacilante– sea).
LaRoue existía para nosotros como una huésped solitaria que tolerábamos amablemente. Era gorda y nosotros flacos, rubia y nosotros oscuros. El pelaje espeso de nuestras cejas cruzaba aullando nuestras caras, un legado del comercio de pieles de Quebec. Las de ella eran apenas visibles, deshilachadas, como la fotografía aérea de algún cereal. Era mayor que nosotros, distinta, taciturna, periódicamente en un estado de convalecencia de la que nuestros padres no nos daban ningún detalle. Claude y yo manteníamos un contrato por separado. Cuando las personas se iban, explorábamos sus cuartos. Llegábamos a casa del colegio temprano, nuestro padre estaba todavía en su trabajo en BPM en el centro –o “al final de la calle”, como solíamos decir–; en el molino era jefe del departamento de dirección del bosque. Nuestra madre estaba en algún comité de dirección de las Mujeres Unidas Dedicadas a Hermosear Horsehearts, juntando notas diminutas sobre olmos y petunias con Hilma Johnston, Thelma LaRose, Betty Dreiser, Lou-Anne Gerard.
LaRoue, después del colegio, iba generalmente al club de equitación.
Entonces Claude y yo nos metíamos en las habitaciones y revisábamos las cosas: los pantalones de mi padre colgaban del cajón superior de la cómoda tomados por la parte de los dobladillos; sus viejas hormas de madera como títeres en el piso del armario. Los cajones de mi madre llenos de sachés y fajas, y en el desorden de la tapa de la cómoda los lápices de labios color coral y las colonias de Avón y las viejas fotografías coloreadas de ella misma cuando iba a la universidad y había ganado Concursos de Tobillo. Así juntábamos información de nuestros padres; éramos verdaderos espías exitosos, porque nuestros padres no sabían mucho sobre nosotros, creíamos, ni se preocupaban mucho por hacerlo, como era frecuente en las grandes familias de aquellos tiempos. Mi padre ni siquiera podía reconocerme en un grupo, no podía encontrarme en la foto anual de toda la clase –“¡Papá! ¡Esa no soy yo, esa es Cynthia Odekerk!”–; o camino al trabajo, cuando nos cruzaba a mi hermano o a mí en un grupo de niños yendo o volviendo del colegio, nunca nos reconocía. “¿Quién?”, “¡Cynthia Odekerk!”. Caminaba, sin sombrero y sumergido en sus pensamientos, bajaba a través del pueblo hacia el río, donde estaba el molino. “¡Hola, hola!”, lo llamábamos, y él nos saludaba de un modo general, desinteresado, sin dejar de avanzar con sus grandes zapatos y sus pasos largos, sin siquiera levantar la mirada del piso. “Ahí está su padre”, podía decir un amigo. O “¿Ese es su padre?”, tan desconcertado como nosotros.
Supongo que nos sentíamos menos intimidados por su negligencia que por sus atenciones, que tenían la tendencia a tomar la forma de corregirnos cuando nos equivocábamos