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bonito! –dije, y nos reímos hasta el agotamiento.

      –Funcionó.

      Tenía mirada soñadora mientras ahogaba las galletitas con la cuchara.

      –Ingenioso –dije. Tuve la esperanza de que levantara la vista de su taza, me mirara, dijera algo más. Pero no lo hizo.

      Más tarde, despatarrada en su cama, que era un colchón en el piso de su cuarto, Sils dejó escapar un largo suspiro de satisfacción. A los pies, en la luz tenue de una pequeña lámpara que ella dejaba encendida cuando yo estaba ahí, me acurruqué en la bolsa de dormir y la miré, empezando por los dedos de los pies: la red de venas azules de sus empeines, los tendones extendidos como el esqueleto de un abanico, el brillo descolorido de las uñas, reluciente y difuso como el nácar. Los detalles en ella eran siempre interesantes. Vio que la estaba mirando.

      –Los dedos de tus pies son locos –dije.

      Se acercó un pie al pecho de un tirón.

      –¿Alguna vez te mostré estos?

      –¿Qué?

      Se examinó los pies meticulosamente.

      –En las uñas de mis pies se puede ver a Napoleon Solo y a Illya Kuryakin.

      –¿Qué estás diciendo? –Me hundí en la bolsa de dormir y fingí reírme de ella.

      –De verdad –dijo–. Se pueden ver sus caras. –Bajó el pie–. Te los muestro mañana. –Suspiró otra vez, pensando en Mike, seguro–. Gracias, Berie.

      –¿Por qué?

      –Por lo que sea.

      Después se durmió profundamente, y en la penumbra me quedé mirando mi propia sombra en la pared, una tosca cadena montañosa que creaba picos repentinos y los destruía en avalanchas de escombros, en una larga, larga inquietud que finalmente precedió al sueño.

      Muchas veces, cuando iba a lo de Sils, ella dejaba sin llave la puerta del costado y una ensalada o un sándwich de queso cottage esperándome en la mesada de la cocina. ¡Una ensalada! ¡Un sándwich de queso cottage! Qué extraño conjurarlos en mi memoria, los pepinos y el apio dispuestos como por una esposa para su esposo; o el sándwich, dulce y blando por la mayonesa. Yo lo agarraba, me lo comía, subía a su cuarto, tocaba la guitarra con ella, le hacía las segundas voces en canciones folk como “Geordie” o “The Water Is Wide I Cannot Get O’er”, me sentía perdida en los acordes con séptima menor, su indefinición me despertaba un sentimiento de pérdida y corazón roto, aunque cómo podía ser si yo solo tenía quince años. Sin embargo, algo profundamente triste estaba escondido en mí desde siempre, y se agitaba como una criatura que se mueve en sueños. Muchas veces me concentraba en la pintura de la rana, entraba en la pintura con la mirada, como si fuera tal vez una ilustración soñada de un cuento de hadas de la vida real, o un pasadizo secreto hacia otro pasadizo secreto. Una broma hacia una broma secreta hacia un secreto. Cuando éramos más chicas, Sils y yo siempre buscábamos cuevas juntas, o algún estanque de patos desconocido. Íbamos a los supermercados Grand Union a alentar a las langostas que se habían liberado de sus bandas elásticas. Construíamos media carpa con tres paraguas abiertos y nos metíamos debajo a jugar a las cartas. Caminábamos kilómetros hasta el basurero del condado para ver a los osos. Para cuando tuvimos doce años, pedaleábamos en bicicleta hasta la tienda hippy y comprábamos incienso de glicina, o íbamos al centro al Orpheum, teníamos por ejemplo dieciséis años y veíamos películas prohibidas, a veces alguna película extranjera, que nos fascinaba y nos desconcertaba. Comíamos Junior Mints y pochoclo: cada caramelo una almohadita dulce en la lengua; cada pochoclo tan grande y complicado como una flor de catalpa. En una apuesta hasta podíamos tomar el ponche de arándanos, que tenía color a limpiavidrios y salía disparado por los costados del enfriador como un prodigio de la naturaleza; nadie más en nuestra ciudad lo había tomado jamás. Eso es lo que decía el hombre detrás del mostrador cada vez. Lo bajábamos con agua del bebedero del vestíbulo. Después nos sentábamos en la oscuridad, a la izquierda, para mirar la película desde un ángulo, con los ojos bien abiertos para pescar desnudos. A los trece, pasábamos el rato en W. T. Grant’s, comprando corpiños y sundaes helados, y probándonos sweaters de hombres que después usábamos para ir al colegio, amorfos y con los bordes estirados, colgando hasta las rodillas: ese era el look que queríamos. A los catorce, decíamos que dormíamos una en casa de la otra, y nos quedábamos toda la noche despiertas, íbamos a las vías del tren, y tomábamos alcohol robado de la despensa de nuestros padres en frascos usados de mayonesa. Después dormíamos en la furgoneta familiar en la entrada, nos levantábamos temprano, íbamos a comprar Donna’s Donuts al amanecer cuando estaban todavía calientes.

      Pero ahora, cada vez más seguido, yo estaba sola en las salidas, preguntándome cómo era para Sils estar con su novio Mike, qué hacían, cuáles eran las cosas que yo ni siquiera sabía cómo preguntar y, si ahora que ella estaba más avanzada, yo le gustaba menos.

      En cierto modo mi infancia estuvo hecha de desperdiciar el tiempo, de deambular soñadoramente por el bosque e ilegalmente por las cloacas de cemento, gateando, o placenteramente sola en la casa (nadie en casa ¡por una hora!) chupando la sal de pedacitos de papel o escondida debajo de las mantas durante la tarde para crear un lugar nuevo, un espacio que no había existido en la cama antes, como en un ensayo para el amor. Quizás en Horsehearts –un pueblo que había recibido su nombre de una vieja batalla entre los franceses y los indios, una ciudad llena de caballos masacrados cuyos cuerpos ensangrentaban el lago y cuyos corazones se decía estaban enterrados en Miller Hill, un poco hacia el sur– las únicas cosas posibles eran la postergación y la fantasía. Mi infancia no tuvo narrativa; todo era apenas una combinación de aire y falta de aire: esperar que la vida empezara, que el cuerpo creciera, que la mente se volviera temeraria. No había historias ni ideas, no todavía, no realmente. Solo cosas desenterradas de otro lado y rearmadas más tarde para ayudar a la mente a moverse. En esa época, sin embargo, era líquida, como una canción, no era gran cosa. Era simplemente un espacio con algunas personas dentro.

      Pero se puede contar una historia de todas maneras.

      Se puede tomar impulso, después empezar, hacerlo, y basta.

      Las cosas en la memoria, lo sé, se vuelven rígidas y se desplazan, se convierten en algo que no fueron nunca antes. Como cuando un ejército interviene un país. O un jardín de verano se vuelve rojo con las hojas del otoño. El pasado se convoca en gran medida por un acto de brujería; las artes de una prostituta, collage y brebaje, ojo de lagartija, corazón de caballo. Aun así, la casa de mi niñez está grabada en mi memoria como si fuera la forma de mi propia mente: una mente con forma de casa; ¿por qué no? Fue a partir de esta mente particular que yo me atreví a cualquier peligro salvaje o postura sentimental o salto hacia algo lejano. Pero esta mente albergaba la semilla germinada de cada acto. Yo flotaba sobre ella, pero cerca, como las figuras en un Chagall.

      Antes de que renováramos la casa, había un solo baño para toda la familia y muchas veces yo corría a usarlo y me encontraba con tres niños en fila; había un espejo en el pasillo y saltábamos agarrándonos la entrepierna y mirándonos en el espejo con la esperanza de no explotar. Había solo dos cuartos para tres niños: el cuarto amarillo y el cuarto azul. Por un tiempo mi hermana adoptiva LaRoue, mi hermano Claude (en Horsehearts se pronunciaba clod) y yo nos turnábamos para compartir porque LaRoue había llegado a nuestra casa con otra niña adoptada que ya no vivía con nosotros –una niña lenta y callada llamada Nancy que había sido golpeada por su madre hasta quedar retardada–, ellas dos compartían el cuarto hasta que Nancy se fue, y entonces LaRoue tuvo su propio cuarto. No creo que yo haya sabido realmente por qué o adónde se fue Nancy; en nuestra casa siempre vivían

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