Me sedujiste, Señor. José Díaz Rincón
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Jeremías, en tiempos del sacerdote Pasjur, después de romper el botijo de barro ante el pueblo, para sensibilizar lo que el Señor hará con ellos por romper su alianza y con su amistad, lo cual no podrá recomponerse como la arcilla rota, a no ser por un arrepentimiento sincero, con lo cual Dios haría odres nuevos, se detiene en el atrio del templo del Señor y profetiza que el Dios todopoderoso de Israel va a traer la calamidad como había anunciado, porque no escuchará sus palabras vacías. El sacerdote Pasjur, responsable del templo del Señor, al oír a Jeremías profetizar esas palabras, lo mandó azotar y meterlo en la cárcel. El Profeta no se arredra y con la valentía que infunde la verdad le sigue advirtiendo y detallando todo lo que el Justo hará con él y con su pueblo, llevándoles al destierro de Babilonia en donde morirán.
En esa dramática situación, en la que el Profeta no es comprendido ni escuchado y siendo maltratado, parece que ha fracasado estrepitosamente y se siente solo ante Dios. Entonces dirige la mirada al cielo, abre su corazón y deja discurrir su mente, pronunciando estas palabras tan impresionantes como cautivadoras, propias de un verdadero creyente:
“Tú me sedujiste, Señor,
Y yo me dejé seducir;
Me has violentado y me has podido (…)
Dentro de mí como un fuego abrasador
Encerrado en mis huesos;
Me esforzaba en contenerlo,
Pero no podía... (Jer 20, 7-9)
Me siento identificado con el Profeta, y eso que los Profetas sólo conocían a Jesucristo por los oráculos y mensajes que Dios les transmitía para anunciar al pueblo la llegada del Salvador. Si hubiesen conocido, como nosotros, a Dios por la misma revelación de Jesús, hecho Hombre, se hubiesen vuelto locos de alegría y sería mayor su fe y entusiasmo, quedando prendados y embriagados de la gran Verdad, de tanto amor, belleza y grandeza.
Las razones y motivaciones que existen en todas las personas de la historia que han conocido a Dios, se han entregado a Dios, se han ofrecido a Él, para amarle, servirle, estar con Él y colaborar en su plan de salvación sobre los hombres, son la fe y la confianza absolutas en su amor, sus preceptos y las promesas que Él mismo ha querido revelarnos. Por la experiencia viva de la amistad con las Personas divinas, hemos comprobado y palpado sus inefables prerrogativas que fascinan a cualquiera, desbordan todas nuestras ilusiones, aspiraciones y deseos, llegando a subyugarnos y entusiasmarnos por Jesucristo, expresión del Padre. Como repite en todos sus versos el precioso salmo 135, al narrar todos los hechos de la Historia de la Salvación: “Porque es eterno su amor”.
Nosotros lo único que podemos hacer por Dios es ser testigos de ese amor sin límites, como lo han hecho y hacen todos sus amigos, como afirma Hch 4, 20: “Por nuestra parte, no podemos dejar de proclamar lo que hemos visto y oído”, y así comprometernos en la evangelización que es la misión de todo seguidor de Jesús, porque Él ha dado esta misión a toda su Iglesia, que somos nosotros: “Id por todo el mundo y proclamad la buena noticia a toda criatura” (Mc 16, 15).
El que no sienta esta llamada al apostolado, en la medida que cada uno pueda responder, es que no es verdadero discípulo de Jesús, ni lo ha visto ni lo ha conocido, y tendrá que poner remedio buscando su amistad, poniéndose en contacto con Él por la oración, oyendo su Palabra y ejercitándola en el servicio a los hermanos, convirtiéndose de corazón, porque ésta es la actitud que debemos tener todos los que creemos en el Dios revelado por Jesucristo.
Por mi propia experiencia os digo que es preciso dejarnos querer y mover por Dios, porque Él sabe lo que nos conviene y nosotros sabemos que, como su Hijo Jesucristo, nos ama “hasta el extremo”. Sus delicias son estar con los hijos de los hombres, dice la Escritura, sabiendo que las iniciativas deben partir de Él, que es la Sabiduría infinita, y como dice san Juan “Él nos amó primero” y jamás defrauda a nadie. Si nos dejamos amar y mover por Dios, tengo la certeza por experiencia que se cumple en nosotros esa promesa que nos hace Jesús: “El que bebe del agua que yo le diere no tendrá jamás sed y se hará en él una fuente que salte hasta la vida eterna” (Jn 4, 14)
Esta es la realidad que siempre he vivido y he visto en otros muchos creyentes: que el que está en Jesús no camina en tinieblas, que Él lo da todo y no nos quita nada, que da sentido a toda nuestra existencia, que, a pesar de las dificultades, nos hace las personas más felices del mundo, porque sólo Él tiene palabras de vida eterna.
I
Jesucristo, la Iglesia y la fe
1.1. ¿Quién es este hombre...?
Los mismos apóstoles, escogidos por Jesús para ser sus compañeros, vivir con Él, y fundar sobre ellos la Iglesia, se sobrecogen en varias ocasiones, ante su deslumbrante personalidad, poder y grandeza. Por ejemplo, dice el evangelio: “Mientras navegaban se durmió. Vino una gran tempestad y a causa de la inundación de la barca, estaban en peligro. Llegándose a él, le despiertan diciendo: ¡Maestro que perecemos! Despertó Jesús e increpó al viento y al oleaje del agua, que se aquietaran, haciéndose la calma. Y les dijo: ¿Dónde está vuestra fe? Llenos de pasmo, se admiraban y se decían unos a otros: ¿Pero quién es éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?” (Lc 8, 22-25).
Jesucristo es el fundamento, la razón, el objeto y la clave de nuestra fe cristiana. “Es la piedra angular”, la causa y fuerza de nuestra esperanza, “el alfa y la omega”, el principio y el fin, como revela el libro del Apocalipsis. “Es la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo” (Jn, 1-9). Para un apóstol seglar, para mí, Jesucristo no sólo es el fundamento de toda nuestra existencia, sino la pasión, el principio y culmen de todas nuestras aspiraciones, razón de todas nuestras certezas y alegrías. Estamos convencidos de esa hermosa realidad que él nos descubre en su evangelio: “Yo soy la vid. Vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5).
La vida cristiana consiste en conocer a Jesucristo, confiar en Él y seguirle. “El que cree en Jesús tiene la vida eterna, el que rehúsa creer en Él no verá la vida, sino que está sobre él la cólera de Dios” (Jn 3, 36). “El que creyera jamás será confundido” (Rom 9, 33).
En mi etapa de adolescente, con escasa cultura, con muchos problemas en mi familia, sin medios de ningún tipo, se despertó en mí un encendido interés por Jesucristo. De inmediato pensé que tenía a mi alcance tres medios, que después se me han acreditado como infalibles y que he comprobado que la misma Iglesia lo confirma, son insuperables y cualquiera los puede tener por ser muy sencillos, posibles e inequívocos: leer la Biblia; tratar personalmente a Jesús; y descubrir sus obras y sus presencias.
a) Leer la Biblia
San Jerónimo, traductor de la Biblia de su lenguaje original al latín, en el siglo IV, afirma categórico: “No es posible conocer a Jesús sin conocer las sagradas Escrituras”. Él es el centro, el eje y la plenitud de toda la Revelación que contiene la Biblia. Desde el primer libro del Génesis, hasta el último que es el Apocalipsis, los 73 libros de los que está compuesta hacen relación a Jesucristo y nos descubren su rica, completa, atrayente y fascinante