Me sedujiste, Señor. José Díaz Rincón

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Me sedujiste, Señor - José Díaz Rincón Testimonio

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la ofrece el Arcángel Gabriel: “Él será grande y llamado Hijo del Altísimo, y el Señor le dará el trono de David su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin” (Lc, 1,32). Nacimiento de Jesús en un duro viaje, por el empadronamiento, en una corraliza a las afueras de Belén; persecución de Herodes que buscaba al niño para matarlo; huida a Egipto y vivir como emigrantes; pobreza, trabajo, anonimato, y sencillez en Nazaret tantos años; la vida pública de Jesús con todas las dificultades, pobreza absoluta, sacrificios, persecución, pasión y muerte como el peor de los criminales. Por eso repite el evangelista Lucas, que es el que conocía más a la Virgen, cuando vive momentos duros y misteriosos esas frases que nos evidencian su gran fe: “Ellos no comprendieron nada... y María conservaba estas cosas y las daba vueltas en su corazón” (Lc 2, 50). El mismo san José, sólo por la fe asume con ejemplaridad su singular, dura y misteriosa misión en los primeros pasos de la Redención. Los apóstoles, que tienen un trato tan continuo y cercano con Jesús, por sus reacciones de fe sabemos quienes le conocen mejor y aceptan su mensaje. Por ejemplo, san Pedro, cuando el Maestro les pregunta “¿Quién dice la gente que soy yo?”, es el que contesta con acierto, por su fe: “Tú eres el Mesías, el Santo, el Hijo de Dios vivo que ha venido para salvarnos”. O cuando todos le quieren dejar por la dureza del sermón de la Eucaristía, que nos narra el evangelio de san Juan en el capítulo seis: “Dice Jesús, ¿también vosotros queréis marcharos?, Pedro le responde: “¿A dónde iremos, Señor, tú sólo tienes palabras de vida eterna”. Los casos de María Magdalena y del Apóstol santo Tomás, siendo distintos, reflejan la fe como raíz del conocimiento de Jesucristo. María Magdalena es la primera que encuentra a Jesús, después de su resurrección, por su inmensa fe. Por eso Jesús la escoge como primer testigo que da testimonio de la Resurrección y lleva la noticia al Colegio Apostólico. Santo Tomás, no puede ver ni palpar al Señor resucitado hasta que no hace un profundo, admirable y sencillo acto de fe, con aquellas palabras tan preciosas: “¡Señor mío y Dios mío!” (Jn 20, 28).

      Lo he comprobado por mí y por otros muchos creyentes que he tratado. Cuando se tiene fe sientes a Dios, con todas sus prerrogativas, muy cercano a ti, palpando esa realidad y exigencia de la Biblia que afirma “El justo vive de la fe”. Es lo más bello, apasionante y fecundo a lo que cualquier persona puede aspirar, porque por la fe la vida tiene sentido, razón, alegría y paz, realizando obras buenas, que nos sirven para la vida eterna, ya que por la gracia de Dios todo sirve para el bien, porque la fe es la luz del alma.

      Por eso, desde mis quince años de edad, que fui consciente de la necesidad de ser apóstol, porque Dios lo quiere y Jesús nos lo descubre, lo enseña y nos lo pide a todos sus seguidores, caí en la cuenta de que la fe es el don, la facultad, la luz, la fuerza y el medio que Dios nos regala para poderle conocer y gozar de su incomparable amistad. Nunca he dejado de poner en práctica los medios principales que Él nos da para mantener y hacer crecer la fe. Estos medios son: la oración –la Palabra de Dios– la caridad y, siempre que sea posible, la Eucaristía.

      En toda mi experiencia apostólica he vivido muchas situaciones y vicisitudes distintas. En mis años jóvenes, la mayoría de mi generación vivía en una situación de postración humana, cultural y estaba muy herida por las causas y consecuencias de la guerra civil que ocurrió de 1936 a 1939. Ya cuando me casé y me encontraba en mi plenitud humana, vivíamos una situación de falta de libertad, por la realidad política, de lastre económico por la herencia de la República, la guerra y ahora el aislamiento que padecíamos. Sin embargo existían deseos de promoción humana por el despertar de Europa después de la II Guerra Mundial. Igualmente nos encontrábamos con una confusión atroz, por los declives de las ideologías radicales y por la misma crisis social y de la Iglesia, a la que el Espíritu Santo llevó a un Concilio ecuménico.

      Es normal que en el mismo trabajo apostólico, a veces, prevalecen criterios humanos para buscar la respuesta cristiana que debemos dar en cada momento histórico. Observaba que sólo se buscaban respuestas materiales y humanas, promover la contestación, el sentido crítico, proporcionar lugares de reunión, de diversión, de promoción, impulsar la participación ciudadana, el diálogo, etc. que son cosas buenas que debemos hacer, pero haciendo prevalecer el sentido cristiano, despertar y formar la fe, hacerles amigos de Jesucristo, que se viva la filiación divina por la gracia, que descubran la santidad como meta de nuestra fe, porque “todo lo demás se os dará por añadidura”, asegura el Evangelio.

      Por eso, aún en los confusos años del posconcilio, jamás abandoné ni cedí en las certezas de la fe cristiana, es decir, las Verdades que son fundamento de la fe, que jamás pueden cambiar, que existe un Dios trino y uno, que Jesucristo es el Mesías, prometido que ha venido para salvarnos, que Él ha fundado la Iglesia, que existe la vida eterna, etc. En esos oscuros años y circunstancias, muchos movimientos eclesiales, sacerdotes, religiosos y hasta algún Obispo, caían en un temporalismo y reduccionismo peligroso. Veía con dolor cómo las personas perdían la ilusión, el coraje cristiano y hasta la ortodoxia. No dudé nunca que la mayoría procedían de buena fe, queriendo interpretar así los nuevos signos de los tiempos y la doctrina conciliar, pero, sin duda, estaban equivocados, como se ha demostrado posteriormente.

      De ahí que nunca deje la oración, la formación, la Eucaristía. Hablaba con todos los que podía para animar y razonar su fe, y tomaba parte en los ejercicios espirituales, los retiros, celebraciones de la fe, cursillos, etc. A veces asistían pocos, pero no me desanimaba, porque sabía que las cosas volverían a su verdad y a su ser, porque la vida espiritual es el motor de nuestra propia existencia y del compromiso apostólico, pues Jesús nos asegura: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5).

      II

       Mi encuentro con Jesús

      2.1. Desde primera hora y en el volcán de la persecución

      Dios, dador de todo bien, me concedió la inmensa gracia de comenzar a conocerle y a tratarle desde mi primera infancia. Nací el 1 de julio de 1930, fui el primero de cinco hermanos en una familia rural, sencilla y creyente, en El Romeral, pueblo toledano situado en el corazón de La Mancha. Entonces tenía algo más de tres mil habitantes.

      Mis padres me transmitieron la fe cristiana y me ofrecieron un ambiente austero, familiar y religioso. Cuando no podían llevarme a la Iglesia, porque mi padre trabajaba en el campo y mi madre tenía que atender a mis hermanos más pequeños, me confiaban a una buena vecina, distinguida y religiosa, madre del jefe comarcal de correos, o a una hermana de mi padre, que estaba soltera y frecuentaba la Iglesia. Las dos me querían mucho, por lo pequeño y, sobre todo, porque era un niño muy pacífico y me sentía feliz con cualquiera, según me contaban después.

      Las circunstancias eran muy difíciles. Se acababa de proclamar la II República, que era abiertamente enemiga y perseguidora de la Iglesia Católica y de los verdaderos valores. Se pervertía la educación, la enseñanza, las escuelas, se atacaba todo signo religioso, patriótico, se quemaban iglesias, conventos y lugares religiosos, se promovían algarabías perversas, sembrando el odio, la vagancia y el enfrentamiento, se maltrataba a todo creyente. En aquella situación horrible, con unos cinco años, en mi interior infantil, comencé a diferenciar aquellos llamativos comportamientos con lo que veía en la Iglesia y en mi familia, lo que me llevaba a querer más a Jesús y a quedarme con mis padres cuando rezaban a escondidas; por supuesto no sabía otras oraciones que el Padrenuestro, Ave María y Gloria.

      Cuando acababa de cumplir seis años estalla la Guerra Civil y observaba silente toda la barbarie que se daba en mi pueblo, que estaba en zona “roja” y yo sólo podía ver ente los visillos de casa. Preguntaba a mi madre por qué lloraban y no tenían respuesta para mí. Entonces yo rezaba más, con las escasas jaculatorias que me había enseñado.

      Una noche de finales de julio de 1936, pasada la medianoche, vinieron a casa unos milicianos para llevarse a mi padre a la cárcel por ir Misa y ser amigo del Párroco. Al intentar hacerles alguna

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