Dublineses. Джеймс Джойс

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Dublineses - Джеймс Джойс Vía Láctea

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la pobreza material, que ni siquiera los políticos parecen advertir. Tanto la Land League como el partido parlamentario de Parnell la ignoran totalmente en sus campañas, y aunque la miseria es tan llamativa de puertas afuera que incluso el gobierno de Londres envía inspectores para evaluar la situación, apenas se pasa nunca del estadio de elaboración de encuestas e informes para abordar los problemas. La aceptación pasiva de este estado de cosas por parte de la población, de la que se decía que estaba tan acostumbrada a los malos olores que ni los percibía, da idea de la desidia reinante en Dublín en aquella época.

      Resulta llamativa también la insistencia de los testimonios en describir la tristeza del ambiente. Las tiendas cerraban temprano y las calles quedaban inmediatamente vacías. Frente a los cuarenta teatros dramáticos y otros tantos musicales existentes en Londres, en Dublín había tres teatros dramáticos y dos musicales, y la afamada afición musical irlandesa languidecía añorando las grandes temporadas de ópera del pasado y la gloria de haber sido la ciudad en la que Händel había estrenado el Mesías. Las temporadas de ópera repetían una y otra vez los mismos programas interpretados por compañías de segunda fila, y no existía interés por la novedad –Wagner no es representado, y sin éxito, hasta después de 1900–. La conciencia de la decadencia en los gustos musicales de la ciudad hace que incluso se debatan seriamente sus causas, que se achacan al desplazamiento de la población culta a los suburbios, a la inexistencia de salas adecuadas y a la importación de los vulgares gustos populares ingleses. Más lógico es pensar que esa decadencia estuviera relacionada con la propia falta de vitalidad de la ciudad, en la que la carencia de oportunidades empuja a emigrar a la población con más talento y energía.

      Lo cierto es que el desinterés por la cultura es general. A principios de siglo la negligencia de las autoridades locales hace que la ciudad desaproveche el legado de la extraordinaria colección de arte de un marchante local, que tras cederla durante unos años, y ante la reticencia de las autoridades locales para acondicionar una sede permanente para ella –única condición impuesta para el legado–, acabó donándola a la National Gallery de Londres. Yeats, que como Bernard Shaw y otros destacados irlandeses trató de hacer que el municipio aprovechara tan generosa oferta, dedicó un poema al frustrado mecenas de «la ciega e ignorante ciudad».

      El episodio no es más que una más de las muestras del divorcio existente entre la elite intelectual, empeñada en el renacer de una Irlanda idealizada, y el pueblo llano, displicente y apático. La inmensa mayoría de la población veía todo tipo de manifestación cultural como algo que no le pertenecía. Su actividad social se reducía a reunirse en los pubs y a la ocasional asistencia a espectáculos de variedades. La vida de la ciudad era relajada, y estaba dominada por la holganza. La presión social era débil en comparación a lo habitual en la época victoriana, y aunque el enfrentamiento entre la población católica y la protestante, entre la irlandesa y la angloirlandesa, siempre estaba presente, este se resolvía a base de educación, y sobre todo con sorna. Los irlandeses son conocidos por su capacidad para no tomarse las cosas en serio, por burlarse hasta de lo más grave. Uno de los muchos chistes de la época, por ejemplo, cuenta de un suicida que va a un puente sobre el Liffey provisto de una cuerda, una botella de veneno y una pistola; hace un lazo a la cuerda, se lo coloca alrededor del cuello, ata el otro extremo a una farola, se sienta en la barandilla del puente con las piernas hacia fuera, se toma el veneno, se pone la pistola en la sien y dispara. Pero el disparo se desvía y rompe la cuerda, y al caer al río el hedor que el río despide le hace vomitar el veneno.

      La figura tópica del irlandés resalta sobre todo su hospitalidad, pero también su fantasía, su poca fiabilidad y su servilismo. Bernard Shaw, nacido en Dublín, escribió una comedia sobre su país que tituló John Bull’s Other Island –La otra isla de John Bull (este personaje personifica Inglaterra de modo similar a como el tío Sam personifica a Estados Unidos)– en la que satiriza tanto el carácter irlandés como la visión inglesa del mismo. En ella uno de los personajes, una especie de prototipo del irlandés moderno, se define a sí mismo:

      Y también define al irlandés típico:

      La imaginación de un irlandés nunca le deja en paz, nunca le convence, nunca le satisface; pero le hace no poder afrontar la realidad, ni negociar con ella, ni manipularla, ni vencerla: sólo puede desdeñar a los que lo hacen, y ser «agradable con los extraños», como una mujer de la calle que no vale para nada. Todo es soñar. Todo imaginación [...] Si deseas que se interese por Irlanda tienes que llamar a la infortunada isla Kathleen ni Hoolihan –legendaria personificación de Irlanda– y pretender que es una pequeña viejecita. Economiza en pensamiento, economiza en trabajo. Economiza en todo salvo imaginación, imaginación e imaginación; y la imaginación es una tortura tal que no se puede sobrellevar sin whisky [...] Cuando eres joven compartes la bebida con otros jóvenes, e intercambias historias indecentes con ellos; y como eres demasiado insustancial para poder ayudarlos o alentarlos, les tomas el pelo y te burlas y te guaseas porque no hacen las cosas que tú no eres capaz de hacer. Y todo el tiempo te ríes, ¡te ríes y te ríes! Un eterno escarnio, una envidia eterna, una eterna estupidez, un eterno fastidiar y vilipendiar y denigrar, hasta que cuando finalmente llegas a un país en el que las personas se toman las cosas con seriedad y dan respuesta seria a los problemas, les ridiculizas por no tener sentido del humor, y te pavoneas de tu propia ruindad como si esta te hiciera mejor que ellos.

      Si su opinión parece dura, la de James Joyce unos pocos años más tarde, expresada curiosamente en un pequeño texto que escribió como ejercicio para sus alumnos de inglés, no le va a la zaga:

      El irlandés pasa el tiempo haciendo chistes y la ronda de bares o tabernas o casas de lenocinio, sin hartarse nunca de las dosis dobles de whisky y Home Rule, y por la noche, cuando ya no aguanta más y está hinchado de veneno como un sapo, sale tambaleándose por la puerta lateral, y guiado por un deseo instintivo de estabilidad, va deslizándose a lo largo de la línea recta de las casas con la espalda contra las paredes y las esquinas. Va, como se dice, «guiándose de culo». Ahí tenéis al dublinés.

      Y si el juicio propio es despiadado, más lo es el ajeno, del que sirva de muestra un popular dicho entre los ingleses de la época: «Agradezcamos a Dios que no estemos como los pobres irlandeses, saltando de un árbol a otro». El primitivismo irlandés evidentemente no llegaba a tanto como suponía la ignorante burguesía eduardiana, pero existir, existía. Sobre todo en el occidente de la isla, en especial en la comarca de Galway y las islas Arán, donde se mantenía un modo de existencia tradicional cuyas condiciones de vida no eran mejores que las de doscientos años atrás.

      En esas comarcas se conservaban además las tradiciones, y sobre todo la lengua de la antigua Irlanda. El movimiento nacionalista, seguramente a causa de las frustraciones políticas, e inspirándose en las doctrinas de Herder y en movimientos europeos afines, se centró a finales de siglo en el restablecimiento de las mismas, promoviendo una recuperación cultural que será conocida como el Renacimiento irlandés o el Renacer celta.

      Como en otros casos similares, el elemento clave de esta política cultural es la lengua. El irlandés o gaélico irlandés, es considerada la lengua vernácula más antigua de Europa. Es una lengua céltica que había sido utilizada por la población autóctona de la isla hasta el siglo XVII, pero que a partir de ese momento había comenzado a ser sustituida rápidamente por el inglés. Dos siglos más tarde, a principios del XIX, ya sólo la hablaba el 50 por 100 de la población, que se concentraba en el oeste de la isla, y en 1851, tras la Gran Hambruna, el porcentaje había disminuido al 23 por 100, siendo además bilingües de inglés la gran mayoría de los hablantes nativos. Las campañas

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