Dublineses. Джеймс Джойс
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Poco antes de la Primera Guerra Mundial se decía que Europa había cambiado más en las cuatro décadas anteriores de lo que lo había hecho en todos los siglos transcurridos desde tiempos de Jesucristo. En 1871, a partir del final de la Guerra Franco-Prusiana, se había iniciado en Europa el hasta entonces periodo más largo de paz disfrutado desde que existía memoria. En las últimas décadas del siglo XIX la población europea, tras siglo y medio en constante expansión, alcanzó tasas de crecimiento de hasta el 30 por 100, y llegó a constituir la cuarta parte de la población mundial. La producción industrial superaba con mucho a la del resto del mundo, y Europa concentraba y controlaba la mayor parte del comercio mundial.
La unificación de Alemania ese mismo año de 1871 y la conclusión de la de Italia con la conquista del Vaticano un año antes, completaban un mapa político europeo de una estabilidad hasta entonces desconocida. A partir de ese momento las potencias parecieron olvidar o al menos dejar de lado sus diferencias. De hecho, la ausencia de conflictos bélicos en Europa llegó a provocar una especie de nostalgia bélica. Gran parte de la población llegó a declararse partidaria de la guerra y se creó una verdadera ideología belicista en cuyo contexto había quien sin el menor pudor justificaba las matanzas bélicas como una sana purga para los pueblos.
Las rivalidades territoriales en realidad no desaparecieron, sino que se trasladaron a escenarios lejanos, y tan extensos, hostiles e inexplotados, que su dominio resultaba en gran parte más cuestión de prestigio internacional que de poder real o de beneficio económico. No en vano uno de las etiquetas que identifican a estos años es la de la época del imperialismo, un término acuñado en aquellos años que engloba al de colonialismo, pero que también abarca relaciones de dependencia en las que el país dominante, respaldado por su mayor poder –no necesariamente militar, sino también estructural, económico y cultural–, impone y controla las condiciones socioeconómicas del otro, generando en él una dependencia tanto material como espiritual. La primacía de Europa en este periodo es enorme. Las potencias europeas ven el resto del mundo como un territorio a explotar, y compiten entre sí por crearse un imperio, repartiéndose literalmente el pastel de territorios indefensos, principalmente en el continente africano, cuya partición en la Conferencia Internacional sobre Asuntos Africanos celebrada de Berlín de 1884-1885 trajo consigo las terribles consecuencias que aún padece el continente. En este periodo las potencias europeas se apropiaron en total de 23 millones de kilómetros cuadrados, lo que equivale a la quinta parte de la superficie terrestre.
El gran beneficiario de estas políticas es el comercio. El alcance y el volumen del comercio –y también de la inversión de capitales exteriores– son los factores que hacen que en esta época la economía adquiera por primera vez carácter global. Es durante la segunda mitad del siglo XIX cuando las teorías del libre comercio se ponen en práctica, primero en Inglaterra y posteriormente en la casi totalidad de Europa. Las fluctuaciones de los precios no dependen ya apenas de causas naturales ni se circunscriben a ámbitos regionales. Ahora empiezan a ser los factores comerciales, las variaciones de la demanda, las que determinan las condiciones del mercado. Aparece así la característica naturaleza cíclica de la economía global, y junto con ella, es también en estos años en los que se produce la primera crisis capitalista, cuya causa inmediata fueron pánicos financieros simultáneos en Viena y Nueva York en 1873. Conocida como la Gran Depresión, conservó esa etiqueta hasta que, como también ocurriría con la Gran Guerra, un acontecimiento similar, pero peor aún –en este caso la crisis de 1929– le arrebató tan ignominioso galardón.
De cualquier manera, la naturaleza expansiva de este periodo es de tal envergadura que esta Gran Depresión, por mucho que en su momento asombrara y asustara, ni siquiera lo fue técnicamente, pues aunque la tasa de crecimiento disminuyera notablemente en los años posteriores a 1873, nunca llegó a dejar los números positivos. Sí, sin embargo, significó un gran retroceso en la liberalización del comercio. Los empresarios culparon de la crisis a los tratados de libre comercio, y varios países los revocaron. Pero la globalización de la economía ya era imparable. Eran ya muchas las naciones que dependían en gran medida del comercio internacional, y en consecuencia la economía se irá integrando mundialmente cada vez más, con medidas tan fundamentales como la adopción del estándar del oro por la mayor parte de los países o la creación de un sistema internacional de patentes. Esa misma integración hará surgir contradicciones en el sistema. Entre otras cosas, la liberalización favorecía la concentración empresarial, y es durante esta época cuando surge la figura del cártel, tanto el formal como el no declarado. Ambos dejan ver sus perniciosos efectos en la libre economía, y provocan la respuesta de la restricción de las medidas liberalizadoras con leyes de defensa de la competencia.
Toda la industria, desde la pesada, con los nuevos procesos siderúrgicos y las aleaciones, hasta la química –productos farmacéuticos, fertilizantes, explosivos, jabones– experimenta un desarrollo espectacular. Las industrias textiles, que habían sido el motor de la inicial Revolución industrial, mejoran los ya altos niveles de producción, lo mismo ocurre con la industria ferroviaria y con otras muchas, algunas de las cuales, como la de la construcción naval, sufren una transformación radical gracias a nuevos procesos, nuevos materiales y nuevas formas de energía.
Todo ello es fruto de la innovación. Las ideas de innovación y progreso son sin duda las que mejor definen la época, y generarán un auténtico culto a la modernidad que afectará a todas las facetas de la actividad humana. Donde quizá mejor se aprecie esta es en la aparición de industrias totalmente inéditas, que en estos años surgen con un dinamismo extraordinario. Fundamental entre ellas es la de la tecnología industrial, pues su desarrollo afecta a todos los procesos –incluyendo el suyo propio–, y hace que los niveles de producción se incrementen constantemente. La maquinaria industrial experimenta continuas mejoras y abarca cada vez más fases de la producción con mejores rendimientos. La innovación también hace que se dé una verdadera revolución energética, con el empleo por un lado de la energía eléctrica, inicialmente en su aplicación a la producción industrial y posteriormente al consumo cotidiano, y por otro el de los derivados del petróleo, especialmente para iluminación y como combustible para motores de combustión interna. Estos, tanto los de ciclo Otto como los diésel, junto con los motores eléctricos y las turbinas de vapor, producen un avance exponencial en el aprovechamiento energético, permitiendo nuevas mejoras y adelantos en los procesos industriales, y un enorme abaratamiento y aumento de la capacidad de producción. Además, dan pie a la creación de nuevos ingenios, entre los que destacan los vehículos a motor.
La espectacular expansión del automóvil, en cuya fabricación se empiezan a emplear nuevas técnicas y estrategias, como las piezas intercambiables y la cadena de montaje, supone un éxito industrial sin precedentes, transforma las ciudades y culmina el avance de los transportes iniciado un siglo antes con el ferrocarril, y en el que hay que incluir también a los transportes urbanos: tranvías, trolebuses y ferrocarril subterráneo. El auge del transporte es a su vez parte esencial del también extraordinario desarrollo de las comunicaciones. Los servicios estatales de correos se convierten en grandes empresas esenciales para la actividad del país. El telégrafo primero, y el teléfono y la radio posteriormente, facilitan las relaciones económicas y comerciales, y también difunden velozmente costumbres e ideas.
La vida cotidiana se ve lógicamente afectada por todas estas transformaciones. Numerosos artilugios novedosos, como la máquina de coser, la de escribir, la pluma estilográfica o la bicicleta, simplifican las tareas diarias. Hay una enorme diversificación del empleo de nivel medio, en el que la mujer participa cada vez más. Ello hace que surja