Dublineses. Джеймс Джойс
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es impopular por esencia; más aún, es antipopular. Una obra por él engendrada produce en el público automáticamente un curioso efecto sociológico. Lo divide en dos porciones: una, mínima, formada por reducido número de personas que le son favorables; otra, mayoritaria, innumerable, que le es hostil.
La razón de esta hostilidad, según Ortega, es la incomprensión que el nuevo arte provoca:
Cuando a uno no le gusta una obra de arte, pero la ha comprendido, se siente superior a ella y no ha lugar a la irritación. Mas cuando el disgusto que la obra causa nace de que no se la ha entendido, queda el hombre como humillado, con una oscura conciencia de su inferioridad que necesita compensar mediante la indignada afirmación de sí mismo frente a la obra. El arte joven, con tan solo presentarse, obliga al buen burgués a sentirse tal y como es: un buen burgués incapaz de sacramentos artísticos, ciego y sordo a toda belleza pura.
Ortega escribió esto en 1924, diez años después de la publicación de Dublineses. Por entonces, las nuevas creaciones literarias habían clarificado mucho el panorama. En los años del cambio de siglo, el vanguardismo era mucho menos patente. No olvidemos que la gran revolución moderna de la pintura occidental se produce con el impresionismo, un estilo tan popular hoy en día que resulta muy difícil comprender el escándalo que provocó en su momento. Pero su impacto artístico y social en la década de 1870 no fue muy distinto del que causó Picasso con Las señoritas de Avignon treinta años después. Del mismo modo, la literatura del inicio de la modernidad no nos parece ahora tan innovadora si la vemos a la luz de Ulises, pero también en literatura el cambio es muy anterior a la paradigmática novela de Joyce. Y también menos radical. Lo mismo que es fácil ver una continuidad entre una gran parte del paisaje decimonónico –Corot, Daubigny, Constable– y el impresionista, las raíces de la vanguardia penetran profundamente en el realismo y en el simbolismo de la segunda mitad del XIX.
A finales de siglo autores como Zola, e incluso, con más razón, Flaubert, son considerados modernos. El inicio de la modernidad no es una brusca ruptura formal, y si lo es, como opina Roland Barthes, su inicio es bastante anterior al final del siglo: «Alrededor de 1850 [...] la escritura clásica se desintegró, y toda la literatura, desde Flaubert hasta el presente, se convirtió en la problemática de la lengua». Se trata de una afirmación muy reduccionista, sin duda. Más sensata a mi entender es la opinión que se limita a decir que la extraordinaria actividad creativa de las décadas anteriores a la Primera Guerra Mundial supuso un cambio cultural, incluso quizá al nivel de la conciencia, similar al Renacimiento, la Revolución científica o el Romanticismo. Los artistas y escritores de la época del cambio de siglo no pudieron ser ajenos al resto de la actividad de la época, sus creaciones fueron susceptibles a las tendencias, los cambios, los conflictos y las innovaciones de su entorno; participaron en ellos; lo extraordinario de estos les hizo reaccionar buscando nuevas y apropiadas formas, nuevos y apropiados lenguajes en los que expresarlos.
No parece este lugar adecuado para ocuparse de la polémica sobre si la modernidad supone una ruptura brusca en la tradición del arte occidental. Es innegable que aunque muchos de los rasgos distintivos de la misma los podemos encontrar en la historia de la literatura ya desde el mundo grecorromano, nunca hasta el siglo XIX la modernidad se había convertido en un valor en sí mismo, en una especie de imperativo ético –baste recordar el Il faut être absolument moderne de Rimbaud o el make it new de Ezra Pound o incluso la «revolución permanente» de Trotski–. De cualquier manera, lo importante, en su caso, es que efectivamente en los años del cambio de siglo mucha gente lo percibió así. Hay conciencia por un lado de estar desarrollando formas absolutamente nuevas de crear y de entender el universo, y son muchos los testimonios, que como el diálogo de Ibsen citado al inicio de esta introducción, dan noticia de la consolidación de un modo de hacer que a la parte más tradicional de la población le resultaba ajeno. Los testimonios del ambiente de novedad que se respiraba son muchos. El editor y periodista inglés Holbrook Jackson, por ejemplo, recordando la época, escribió:
La vida experimental transcurría en un torbellino de canción y dialéctica. Había ideas en el aire. Las cosas no eran lo que parecían, y se veían visiones. La década de 1890 fue la de los mil movimientos. La gente decía que era un periodo de transición, y estaban convencidos de que estaban pasando no sólo de un sistema social a otro, sino de una a otra moralidad, de una a otra cultura.
No hay que caer, no obstante, en el simplismo de pensar que la dicotomía modernidad-tradición ilustra toda la época. Aunque la oposición existiera, tanto entre el público como entre los creadores, la variedad y la riqueza de la creación literaria durante este periodo son extraordinariamente complejas, quizá más aún que las que se den en otras actividades, por muy fructíferas que, tal como hemos visto, hayan sido estas. En Francia el realismo –o naturalismo– sigue aún pujante, y lo mismo ocurre con el simbolismo, las dos tendencias que se dice forman la base de la vanguardia. Pero donde la literatura presenta una mayor actividad en las últimas décadas del siglo XIX es en los países escandinavos y en los del ámbito alemán. En los primeros descuellan las figuras de Ibsen y de Strindberg, que protagonizarán una auténtica renovación del drama europeo, mientras que en las regiones de habla alemana, sobre todo en Viena y Berlín, aunque también en Praga, se desarrollan movimientos culturales de extraordinaria riqueza. En Viena son años de verdadera ebullición en campos muy diversos, desde las artes plásticas hasta la física teórica, pasando por la música, la literatura y la filosofía, con figuras de la talla de Ludwig Wittgenstein, Ernst Mach, Sigmund Freud, Arnold Schoenberg o Hugo von Hoffmanstahl. En Berlín se da a partir de 1885 un movimiento literario en el que la obsesión por la modernidad alcanza un grado casi enfermizo. Curiosamente, con la misma celeridad que surge, el movimiento se agota en los primeros años del siglo XX, en los que empieza a ser contradictoriamente asimilado a lo anticuado, lo acomodaticio y lo burgués. Los principales protagonistas de este fulgurante movimiento, Paul Ernst, Gerhart Hauptmann o Arno Holz, apenas son recordados hoy en día.
La literatura inglesa de la época, hoy todavía muy popular, era, por contra, considerada entonces atrasada y pacata, sobre todo en relación con la francesa. Ezra Pound decía que la ausencia de sentimentalismo era algo dificilísimo de encontrar en ella, y Joyce llegó a calificarla de «hazmerreír de Europa». Los autores más destacados, o bien seguían la tradición victoriana, como Anthony Throllope o Thomas Hardy o George Meredith, o bien, como Samuel Butler o George Gissing, se acogían a los postulados del naturalismo francés, o bien optaban por la novela de género, gótica o de aventuras, como Bram Stoker, Conan Doyle o Rider Haggard.
Los reproches de Pound y de Joyce a la literatura inglesa son indicativos de la sensación de cambio de paradigma existente internacionalmente. El dominio del naturalismo y del positivismo se agota, lo mismo que los remanentes de romanticismo que todavía permanecen en la literatura simbolista y decadentista. La proliferación de las traducciones –en estos años se llegan a realizar por vez primera publicaciones simultáneas en idiomas diversos–, la rapidez con que se estrenan las novedades teatrales en las distintas capitales europeas, y la emigración cultural de artistas y autores, constituye una fertilización internacional de ideas que no sólo traspasa las fronteras nacionales, sino que genera una interrelación entre las distintas manifestaciones artísticas nunca experimentada hasta entonces.
Las grandes ciudades son, inevitablemente, focos de atracción, y en ellas se crea una nueva atmósfera que parece casi un caldo de cultivo para el desarrollo del nuevo pensamiento y el nuevo arte. Muchos artistas aspirantes acuden a ellas huyendo del provincianismo de sus lugares de