Dublineses. Джеймс Джойс
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—No, no, no para mí –dijo el viejo Cotter.
Mi tía trajo el plato de la fresquera y lo puso en la mesa.
—¿Pero por qué piensa que no es bueno para los niños, señor Cotter? –preguntó.
—Es malo para los niños –dijo el viejo Cotter– por lo impresionables que son sus mentes. Cuando los niños ven cosas como esas, pues, produce un efecto...
Me llené la boca de stirabout por temor a expresar mi rabia. ¡Cargante viejo imbécil de nariz colorada!
Era tarde cuando me dormí. Aunque estaba resentido con el viejo Cotter por referirse a mí como a un niño, le daba vueltas a la cabeza para sacarle significado a sus frases inacabadas. En la oscuridad de mi habitación me imaginaba que volvía a ver el grave rostro gris del paralítico. Me tapé la cabeza con las sábanas y traté de pensar en la Navidad. Pero el rostro gris aún me seguía. Murmuraba; y comprendí que deseaba confesar algo. Sentí mi alma retirarse a una región grata y licenciosa; y allí de nuevo lo encontré esperándome. Comenzó a confesárseme en un murmullo y yo me preguntaba por qué sonreía sin cesar y por qué los labios estaban tan húmedos de baba. Pero entonces recordé que había muerto de parálisis y sentí que yo también sonreía levemente, como para absolver lo simoníaco de su pecado.
A la mañana siguiente después de desayunar fui a ver la casita de Great Britain Street[8]. Era una tienda sin pretensiones registrada bajo el impreciso nombre de Pañería. La pañería consistía principalmente en patucos y paraguas; y en días normales solía haber un cartel colgado en el escaparate que decía: Se retelan paraguas. Ahora no se veía cartel alguno, pues los cierres estaban echados. Un ramo de pésame estaba atado al llamador con una cinta. Dos mujeres humildes y un repartidor de telegramas estaban leyendo la tarjeta sujeta al ramo. Yo también me acerqué y leí:
1.º de julio de 1895[9]
El reverendo James Flynn (antes de la iglesia de Santa Catalina,
en Meath Street), a la edad de sesenta y cinco años.
R.I.P.
La lectura de la tarjeta me convenció de que estaba muerto y sentirme desorientado me inquietó. De no haber estado muerto, yo habría ido a verle a la pequeña habitación oscura detrás de la tienda sentado en su sillón junto al fuego, casi asfixiado con su gabán. Es posible que mi tía me hubiera dado un paquete de High Toast[10] para él y que este obsequio le hubiera espabilado de su aturdido letargo. Siempre era yo el que vaciaba el paquete en su caja negra de rapé, pues sus manos temblaban demasiado para permitirle hacerlo sin derramar la mitad por el suelo. Incluso al llevarse la gran mano temblorosa a la nariz, pequeñas nubecillas del tabaco se escurrían entre sus dedos sobre la pechera del gabán. Puede que fueran estas constantes duchas de rapé las que conferían a su antigua vestimenta eclesiástica el aspecto verdoso que tenía, pues el pañuelo rojo[11] con el que trataba de cepillar las partículas caídas, ennegrecido como siempre lo estaba por las manchas de rapé de una semana, resultaba bastante ineficaz.
Deseaba entrar y verlo, pero no tuve valor para llamar. Me alejé lentamente por la acera del sol, leyéndome todos los carteles de teatro de los escaparates según iba. Me resultaba extraño que ni yo ni el día pareciéramos estar de luto, e incluso me sentí molesto al descubrir en mí mismo una sensación de libertad, como si su muerte me hubiera liberado de algo. Esto me chocaba, pues como había dicho la noche anterior mi tío, él me había enseñado mucho. Había estudiado en el colegio irlandés de Roma y me había enseñado a pronunciar el latín correctamente[12]. Me había contado historias sobre las catacumbas y sobre Napoleón Bonaparte[13], y me había explicado el significado de las distintas ceremonias de la misa y de las distintas prendas que viste el sacerdote. A veces se había entretenido planteándome preguntas difíciles, preguntándome lo que se debía hacer en ciertas circunstancias o si tal o tal pecado era mortal o venial o sólo una falta. Sus preguntas me mostraron lo complejos y misteriosos que eran ciertos ritos sacramentales de la Iglesia que yo siempre había considerado actos de lo más simple. Las obligaciones del sacerdote respecto a la eucaristía y al secreto del confesionario me parecían tan graves que me asombraba que alguien hubiera llegado a reunir en sí el valor para aceptarlas; y no me sorprendió que me contara que los padres de la Iglesia habían escrito libros, tan gruesos como la guía de teléfonos, y con una letra tan apretada como la de las reseñas judiciales del periódico, en los que se elucidaban todas estas intrincadas cuestiones. A menudo, cuando pensaba en ello no encontraba contestación o sólo una muy inocente y titubeante ante la cual él solía sonreír y asentir dos o tres veces con la cabeza. A veces me repasaba las respuestas de la misa que me había hecho aprender de memoria; y mientras yo contestaba como un rezo, solía sonreír pensativamente y asentir con la cabeza, metiéndose de vez en cuando enormes pulgaradas de rapé alternativamente en uno y otro de los orificios nasales. Cuando sonreía solía descubrir sus grandes dientes descoloridos y dejar la lengua sobre el labio inferior[14], un hábito que había hecho que me sintiera incómodo al inicio de nuestra relación antes de que le conociera bien.
Mientras caminaba bajo el sol recordé las palabras del viejo Cotter y traté de acordarme de lo que había ocurrido después en el sueño. Recordé que había visto largas cortinas de terciopelo y una lámpara de techo de estilo antiguo. Sentía que había estado muy lejos, en alguna tierra de costumbres extrañas; en Persia, pensé...[15]. Pero no pude recordar el final del sueño.
Por la tarde mi tía me llevó con ella a visitar la casa del duelo. Ya se había puesto el sol; pero los cristales de las ventanas de las casas que daban a poniente reflejaban el cobrizo oro de un gran banco de nubes. Nannie nos recibió en el hall; y como hubiera resultado impropio haberla gritado, mi tía la estrechó la mano sin más. La vieja señaló interrogativamente hacia arriba, y ante el asentimiento de mi tía, procedió a remontar delante de nosotros la estrecha escalera; su cabeza reclinada apenas sobrepasaba el pasamanos. En el primer descansillo se detuvo y animosamente nos hizo señas de que avanzáramos hacia la puerta abierta del cuarto mortuorio. Mi tía entró y la vieja, al ver que yo dudaba si entrar, comenzó a indicármelo de nuevo repetidamente con la mano.
Entré de puntillas. A través del borde de encaje del estor la habitación estaba bañada en una luz de oro viejo en la que las velas parecían llamas pálidas y delgadas. Le habían puesto en el ataúd. Nannie marcó la pauta y los tres nos arrodillamos a los pies de la cama. Fingí rezar pero no pude concentrarme, pues los murmullos de la vieja me distraían. Me fijé en la torpe manera con la que estaba abrochada su falda por detrás, y en que los tacones de sus botas de paño estaban completamente desgastados por un lado. Me vino la idea de que el viejo sacerdote sonreía ahí tumbado en su ataúd.
Pero no. Cuando nos levantamos y fuimos hasta la cabecera de la cama vi que no estaba sonriendo. Allí yacía, opulento y solemne, arreglado para el altar, un cáliz retenido sin fuerza entre sus grandes manos[16]. Su rostro era muy imponente, gris y truculento, con negros y cavernosos orificios nasales y rodeado de un ralo pelaje blanco. Había un fuerte aroma en la habitación... las flores.
Nos santiguamos y salimos. En la habitación pequeña del piso de abajo encontramos a Eliza sentada en el sillón de él, muy dueña de sí. Avancé inseguro hacia mi silla