Dublineses. Джеймс Джойс
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Nos acercamos después al río. Estuvimos mucho rato dando vueltas por las ruidosas calles flanqueadas de altas paredes de piedra, viendo las grúas trabajar, y los conductores de los chirriantes carros nos gritaron muchas veces por habernos quedado parados. Era mediodía cuando llegamos a los muelles, y como todos los trabajadores parecían estar almorzando, compramos dos currant buns[15] grandes y nos sentamos a comerlos en unas tuberías de metal junto al río. Nos entretuvimos con el espectáculo de la actividad comercial de Dublín... las barcazas señalizadas allá lejos por sus rizos de algodonoso humo, la flota pesquera marrón más allá de Ringsend[16], el gran buque de vela blanco que estaban descargando en el muelle opuesto. Mahony dijo que sería fenomenal escaparse al mar en uno de esos grandes barcos, e incluso yo, al mirar los grandes mástiles, vi o imaginé que la escasa dosis de geografía que me habían enseñado en el colegio adquiría sustancia ante mis ojos. El colegio y nuestra casa parecían alejarse y parecía desvanecerse la influencia que ejercían en nosotros.
Cruzamos el Liffey en el ferri, abonando el peaje para que nos transportaran junto a dos trabajadores y un pequeño judío con una maleta. Estuvimos serios hasta de solemnidad, aunque durante el corto trayecto hubo un momento en que cruzamos la mirada y nos reímos. Cuando desembarcamos nos quedamos viendo la descarga del buque de tres palos que habíamos observado desde el otro muelle. Uno que estaba allí mirando dijo que era un buque noruego. Yo fui a la popa y traté de descifrar el letrero que había, pero como no lo logré, volví y me puse a examinar a los marineros extranjeros para ver si alguno de ellos tenía los ojos verdes[17], pues tenía cierta confusa idea... Los ojos de los marineros eran azules y grises e incluso negros. El único marinero cuyos ojos habría podido decirse que eran verdes era un tipo alto que entretenía a la gente que había en el muelle gritando alegremente cada vez que las planchas caían:
—¡Vale! ¡Vale!
Cuando nos cansamos de este espectáculo fuimos internándonos lentamente hacia Ringsend. El día se había puesto bochornoso, y en los escaparates de las tiendas de comestibles había galletas revenidas amarilleándose. Compramos chocolate y unas galletas que nos comimos diligentemente mientras andábamos por las míseras calles donde viven las familias de los pescadores. No pudimos encontrar una lechería[18], así que fuimos a un colmado y compramos una botella de zumo de frambuesa cada uno. Reanimados así, Mahony persiguió a un gato por un callejón, pero el gato escapó a un descampado. Los dos estábamos bastante cansados y cuando llegamos al descampado fuimos inmediatamente a un terraplén desde cuya cresta podíamos ver el Dodder[19].
Era demasiado tarde y estábamos demasiado cansados para llevar a cabo nuestro proyecto de acercarnos a Pigeon House. Si no estábamos en casa antes de las cuatro nuestra aventura se descubriría. Mahony miraba con pesar su tirador y para que recuperara algo la alegría tuve que proponer que fuéramos a casa en tren[20]. El sol se escondió tras unas nubes y nos dejó con nuestros hastiados pensamientos y las migas de nuestras provisiones.
No había nadie salvo nosotros en el descampado. Tras permanecer un rato tumbados en el terraplén sin hablar, vi a un tipo que se acercaba desde la parte más lejana del descampado. Le observé perezosamente a la vez que chupaba uno de esos tallos verdes con los que las chicas dicen la fortuna[21]. Venía con lentitud junto al terraplén. Caminaba con una mano en la cadera y en la otra sostenía un bastón con el que tocaba levemente la hierba. Iba desastradamente vestido con un traje negro verdoso y llevaba lo que llamábamos un sombrero jerry de copa alta[22]. Parecía ser bastante viejo, pues su bigote era color gris ceniza. Cuando pasó a nuestros pies alzó rápidamente la mirada hacia nosotros y luego continuó su camino. Le seguimos con la vista y cuando se había alejado unos cincuenta pasos vimos que se daba la vuelta y volvía sobre sus pasos. Siempre golpeando levemente el suelo con el bastón, caminó hacia nosotros muy lentamente, con una lentitud tal que pensé que estaba buscando algo entre la hierba.
Cuando llegó a nuestra altura se detuvo y nos dio los buenos días. Le contestamos y se sentó junto a nosotros en la pendiente con lentitud y extremando el cuidado. Empezó a hablar del tiempo, dijo que haría un verano muy cálido y añadió que las estaciones habían cambiado mucho desde que él era chaval... hacía ya mucho tiempo. Dijo que la época mejor de la vida de uno era sin duda la época de colegial y que daría todo por volver a ser joven. Mientras expresaba estos sentimientos que nos aburrían un poco estuvimos callados. Entonces se puso a hablar del colegio y de libros. Nos preguntó si habíamos leído la poesía de Thomas Moore o las obras de sir Walter Scott y lord Lytton[23]. Yo fingí haber leído todos los libros que mencionó de modo que finalmente dijo:
—Ah, veo que eres un ratón de biblioteca, como yo. Pero –añadió señalando a Mahony, que nos observaba con los ojos muy abiertos– él es diferente; a él lo que le van son los juegos.
Dijo que en su casa tenía todas las obras de sir Walter Scott y todas las obras de lord Lytton y que nunca se cansaba de leerlas. Había, desde luego, dijo, algunas obras de lord Lytton que los chicos no podían leer. Mahony preguntó por qué los chicos no podían leerlas... una pregunta que me incomodó y me apesadumbró, pues temí que el hombre pensara que yo era tan estúpido como Mahony. Sin embargo, el hombre se limitó a sonreír. Vi que tenía grandes huecos en la boca entre los amarillos dientes. Entonces nos preguntó cuál de los dos tenía más novias. Mahony mencionó sin darle importancia que él tenía tres ninfas[24]. El hombre me preguntó cuántas tenía yo. Contesté que no tenía ninguna. No me creyó y dijo que estaba seguro de que tenía que tener una. Yo me quedé callado.
—Díganos –le dijo Mahony con descaro– cuántas tiene usted.
El hombre sonrió como antes y dijo que cuando él tenía nuestra edad tenía montones de novias.
—Todo muchacho –dijo– tiene una novieta.
Su actitud sobre este punto me chocó, me pareció extrañamente liberal para un hombre de su edad. En mi interior pensé que lo que decía de los muchachos y las novias era razonable. Pero no me gustaban las palabras en su boca y me pregunté por qué se había estremecido una o dos veces como si temiera algo o hubiera sentido un frío repentino. Cuando continuó noté que tenía buen acento[25]. Empezó a hablarnos de chicas,