Dublineses. Джеймс Джойс
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Dublineses - Джеймс Джойс страница 16
Mi tía esperó a que Eliza suspirara, y entonces dijo:
—Bueno, se ha ido a un mundo mejor.
Eliza volvió a suspirar y asintió con la cabeza. Mi tía pasó los dedos por el vástago de la copa antes de dar un pequeño sorbo.
—¿Se... en paz? –preguntó.
—Oh, sí, en paz, señora –dijo Eliza–. No podría decirse cuándo le abandonó el aliento. Tuvo una muerte maravillosa[18], alabado sea Dios.
—¿Y todo...?
—El padre O’Rourke estuvo con él un martes y le ungió y le preparó y todo.
—¿Sabía, entonces?
—Estaba completamente resignado.
—Parece completamente resignado –dijo mi tía.
—Eso es lo que dijo la mujer que vino a lavarle. Dijo que parecía como si estuviera dormido; tanto así parecía estar en paz y resignación. Nadie hubiera creído que fuera a resultar un cadáver tan hermoso.
—Así es –dijo mi tía.
Dio otro pequeño sorbo a la copa y dijo:
—Bueno, señora Flynn, de cualquier modo debe ser para usted un gran alivio saber que hizo por él todo lo que pudo. He de decir que las dos fueron muy buenas con él.
Eliza se alisó el vestido sobre las rodillas.
—¡Ah, pobre James! –dijo–. Sabe Dios que hicimos todo lo que pudimos, a pesar de lo humildes que somos... no íbamos a dejar que algo le faltara mientras estuviera entre nosotros.
Nannie había reclinado la cabeza contra el cojín y parecía dormirse.
—Ahí tienen a la pobre Nannie –dijo Eliza, mirándola–, está agotada. El trabajo que nos ha costado, a ella y a mí, traer a la mujer para que lo lavara y luego mortajarlo y luego el ataúd y luego organizar la misa en la capilla. Si no fuera por el padre O’Rourke no tengo ni idea de lo que podríamos haber hecho. Fue él el que nos trajo todas esas flores y esos candelabros de la capilla y el que redactó la esquela para el Freeman’s General[19], y se hizo cargo de todos los papeles para el cementerio y el seguro del pobre James.
—Fue muy generoso por su parte –dijo mi tía.
Eliza cerró los ojos y meneó lentamente la cabeza.
—Ay, no hay amigos como los amigos de siempre –dijo– cuando se presenta el momento, amigos en quien poder confiar[20].
—Qué gran verdad –dijo mi tía–. Y ahora que ha ido a recibir su recompensa eterna, estoy segura de que no se olvidará de vosotras y de todas vuestras atenciones.
—¡Ay, pobre James! –dijo Eliza–. No nos daba mucho que hacer. En la casa no se le oía más que ahora. Aun así, sé que se ha ido y sólo por eso...
—Es cuando todo se ha acabado cuando le echas de menos –dijo mi tía.
—Ya lo sé –dijo Eliza–. Ya no le volveré a traer su taza de caldo, ni usted, señora, le enviará su rapé. ¡Ay, pobre James!
Se detuvo, como si comulgara con su pasado, y entonces dijo sagazmente:
—Fíjese, me di cuenta de que últimamente algo extraño le estaba sucediendo. Siempre que le traía la taza de caldo, allí le encontraba con el breviario caído en el suelo, recostado en la silla con la boca abierta.
Se llevó un dedo a la nariz y frunció el ceño; entonces continuó:
—Pero aun y todo seguía diciendo que antes de que se acabara el verano, cuando hiciera un día bueno, daría una vuelta para ver otra vez la casa antigua en la que nacimos todos allá en Irishtown[21], y que nos llevaría a Nannie y a mí con él. Bastaba con que cogiéramos uno de esos nuevos carruajes de moda de los que le había hablado el padre O’Rourke... esos de las ruedas reumáticas...[22] económicos de alquiler por días, dijo, allí arriba en donde Johnny Rush, y que una tarde de domingo iríamos los tres. No se le iba de la cabeza... ¡Pobre James!
—¡Dios tenga piedad de su alma! –dijo mi tía.
Eliza sacó el pañuelo y se enjugó los ojos con él. Después lo volvió a meter en el bolsillo y se quedó un momento mirando la chimenea vacía sin hablar.
—Siempre fue demasiado escrupuloso[23] –dijo–. Los deberes del sacerdocio eran demasiado para él. Y es por eso que su vida fue, podría decirse, contravenida.
—Sí –dijo mi tía–. Era un hombre desilusionado. Podía verse.
Un silencio se apoderó de la pequeña estancia y a su abrigo me acerqué a la mesa, probé el jerez y volví silenciosamente a mi silla en el rincón. Eliza parecía haber caído en un profundo ensimismamiento. Esperamos respetuosamente a que interrumpiera el silencio: y tras una larga pausa dijo lentamente:
—Fue ese cáliz que rompió... Ahí fue cuando empezó. Desde luego, dicen que no hubo nada malo, que no contenía nada, quiero decir. Pero aun así... Dicen que fue culpa del chico. Pero el pobre James estaba tan nervioso... ¡Dios tenga piedad de él!
—¿Y fue eso? –dijo mi tía–. Escuché algo...
Eliza asintió.
—Aquello le afectó la mente –dijo–. Después de aquello empezó a enfrascarse en sí mismo, sin hablar con nadie y yendo de un lado a otro él solo. Una noche le requirieron para que atendiera un aviso y no le pudieron encontrar por ninguna parte. Miraron arriba y abajo; y seguían sin poder encontrar rastro de él en ningún sitio. Así que entonces el clérigo sugirió que miraran en la iglesia. Entonces cogieron las llaves y abrieron la iglesia y el clérigo y el padre O’Rourke y otro sacerdote que estaba allí trajeron una candela para buscarle... Y qué creen, allí estaba, sentado él solo en la oscuridad, dentro de su confesionario, totalmente despierto, y en apariencia riéndose quedamente para sí mismo.
Se detuvo de pronto como si se pusiera a escuchar. Yo también agucé el oído; pero no había sonido alguno en la casa: y fui consciente de que el viejo sacerdote estaba tumbado inmóvil en su ataúd tal como le habíamos visto, solemne y truculento en la muerte, con un ocioso cáliz en su pecho.
Eliza prosiguió:
—Completamente despierto y en apariencia riéndose para sí... Así que entonces, desde luego, cuando vieron aquello, aquello les hizo pensar que había algo en él que había fallado...