Dublineses. Джеймс Джойс
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DUBLINESES
LAS HERMANAS[1]
Esta vez no hubo esperanza para él: fue el tercer ataque. Noche tras noche había yo pasado delante de la casa (era época de vacaciones) y escrutado el rectángulo iluminado de la ventana: y noche tras noche lo había encontrado alumbrado de igual modo, leve y uniformemente. Si hubiera muerto, pensaba yo, vería un reflejo de velas en la persiana cerrada, pues sabía que en la cabecera de un muerto había que colocar dos velas. «No me queda mucho en este mundo», me había dicho él muchas veces: y yo había considerado ociosas sus palabras. Ahora sabía que eran ciertas. Cada noche, al observar la ventana me susurraba a mí mismo la palabra parálisis[2]. Siempre había sonado extraña en mis oídos, como la palabra gnomon en Euclides y la palabra simonía en el catecismo[3]. Pero ahora me sonaba como el nombre de un maléfico y pecaminoso ser. Me daba muchísimo miedo, y sin embargo anhelaba acercarme más y observar su mortífera obra.
Cuando bajé a cenar el viejo Cotter[4] estaba sentado junto al fuego, fumando. Mientras mi tía me servía el stirabout[5], dijo como si volviera a un comentario suyo previo:
—No, yo no diría que fuera exactamente... pero había algo raro... había algo turbio en él. Les diré mi opinión...
Se puso a fumar su pipa, sin duda ordenando mentalmente su opinión. ¡Necio viejo cargante! Al principio, al conocerle, cuando hablaba de flemas y de culebras[6], solía resultar bastante interesante; pero pronto me cansé de él y de sus inacabables historias sobre la destilería.
—Tengo mi propia teoría –dijo–. Creo que era uno de esos... casos peculiares... Aunque es difícil decirlo...
Volvió a darle bocanadas a la pipa sin exponernos su teoría. Mi tío vio que yo me había quedado mirando y dijo:
—Bueno, lo vas a sentir, pero tu anciano amigo nos ha dejado.
—¿Quién? –dije yo.
—El padre Flynn.
—¿Ha muerto?
—Aquí el señor Cotter nos lo acaba de decir. Pasaba junto a la casa.
Sabía que me observaban, así que continué comiendo como si las noticias no me interesasen. Mi tío le explicó al viejo Cotter:
—El chaval y él eran grandes amigos. El buen hombre le enseñó muchas cosas, no se crea; y dicen que le tenía en gran estima.
—Dios tenga piedad de su alma –dijo devotamente mi tía.
El viejo Cotter me miró un rato. Sentí que sus negros y relucientes ojillos me examinaban, pero no le iba a dar el gusto de levantar la vista del plato. Volvió a su pipa y finalmente escupió groseramente en la chimenea.
—No me gustaría que mis hijos –dijo– tuvieran mucho trato con un hombre como ese.
—¿Qué quiere decir, señor Cotter? –preguntó mi tía.
—Lo que quiero decir –dijo el viejo Cotter– es que es malo para los niños. A mí me parece que hay que dejar que un chaval juegue y corretee con chavales de su misma edad, y no que esté... ¿Tengo razón, Jack?
—Esos también son mis principios –dijo mi tío–. Que aprenda a defender su rincón. Eso es lo que estoy diciéndole siempre a ese rosacruz de ahí[7]: haz ejercicio. Vaya, cuando yo era un crío, todas y cada una de las