Dublineses. Джеймс Джойс

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Dublineses - Джеймс Джойс Vía Láctea

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entrado en casa sin novedad. O si la hermana de Mangan[6] salía a la puerta a llamar a su hermano para que tomara el té, la observábamos desde las sombras mirar arriba y abajo de la calle. Esperábamos para ver si iba a quedarse allí o iba a entrar, y si se quedaba, abandonábamos las sombras y resignadamente nos acercábamos a las escaleras de la casa de Mangan. Ella se quedaba esperándonos, su silueta definida por la luz de la puerta a medio abrir. Su hermano siempre la hacía rabiar antes de obedecer y yo me quedaba junto a la verja mirándola. Su vestido oscilaba cuando ella movía el cuerpo y su suave cabellera se bamboleaba de lado a lado.

      Todas las mañanas me tumbaba en el suelo del salón exterior mirando su puerta. La persiana la dejaba bajada hasta una pulgada del marco para que no pudieran verme. Cuando salía al umbral me daba un salto el corazón. Iba corriendo hasta el vestíbulo, cogía mis libros y la seguía. No perdía nunca de vista su silueta marrón, y cuando llegábamos al punto en el que nuestros caminos divergían, apresuraba el paso y la adelantaba. Esto sucedía una mañana tras otra. Nunca había hablado con ella, a excepción de unas pocas palabras ocasionales, y aun así su nombre era como un reclamo para toda mi entera sangre necia.

      Una tarde fui a la sala de estar interior en la que había muerto el sacerdote. Era una oscura tarde de lluvia y no había ruido alguno en la casa. A través de uno de los cristales rotos escuchaba la lluvia caer sobre la tierra, las delgadas agujas de agua jugando incesantemente en los encharcados bancales. Una distante farola o ventana iluminada brillaba debajo de donde yo estaba. Me sentía afortunado de que se pudiera ver tan poco. Todos mis sentidos parecían desear velarse, y sintiendo que estaba a punto de escurrirme de ellos, presioné las palmas de las manos una contra la otra hasta que temblaron, murmurando: ¡Amor! ¡Amor! muchas veces.

      —¿Y por qué no puedes? –pregunté.

      —Bien por ti –dijo.

      —Si voy –dije yo–, te traeré algo.

      El sábado por la mañana le recordé a mi tío que por la tarde quería ir al bazar. Estaba hurgando en el aparador del vestíbulo, buscando el cepillo de los sombreros, y me contestó secamente:

      —Sí, muchacho, lo sé.

      Como él estaba en el vestíbulo no pude ir al salón exterior y tumbarme en la ventana. Dejé la casa de mal humor y fui andando lentamente hacia el colegio. El aire cortaba sin piedad y el corazón ya me recelaba.

      Cuando llegué a casa a cenar mi tío aún no había llegado. Todavía era temprano. Me senté mirando el reloj un rato, y cuando su tictac empezó a molestarme, salí de la habitación. Subí la escalera y accedí a la parte alta de la casa. Las altas estancias, vacías, frías, desoladas, me redimieron, y fui cantando de habitación en habitación. Desde la ventana de la calle vi a mis compañeros jugando abajo en la calle. Sus gritos me llegaban debilitados e indefinidos y, apoyando la frente en el frío cristal, miré hacia la oscura casa en la que ella vivía. Puede que me estuviera allí una hora, no viendo nada salvo la figura vestida de marrón proyectada por mi fantasía, a la que la farola alumbraba discretamente el curvilíneo cuello, la mano sobre la verja y el orillo bajo el vestido.

      Cuando volví a bajar encontré a la señora Mercer sentada frente al fuego. Era una vieja charlatana, viuda de un prestamista, que recogía sellos de correos para algún piadoso propósito. Tuve que soportar el cotilleo del té. La merienda se prolongó más de una hora y mi tío aún no llegaba. La señora Mercer se levantó para marcharse: sentía no poder esperar más, pero eran las ocho pasadas y no le gustaba salir tarde, pues el aire de la noche le hacía mal. Cuando se marchó me puse a andar de un lado al otro de la habitación apretando los puños. Mi tía dijo:

      —Me temo que vas a tener que anular tu bazar por esta noche del Señor.

      A las nueve escuché la llave de mi tío en la puerta del vestíbulo. Le escuché hablar consigo mismo y escuché tambalearse el aparador cuando recibió el peso de su abrigo. Sabía interpretar esos signos. Cuando estaba a mitad de la cena le pedí que me diera el dinero para ir al bazar. Se había olvidado.

      —La gente ya está en la cama, dormida y bien dormida –dijo.

      No sonreí. Mi tía le dijo con énfasis:

      —¿No puedes darle el dinero y dejarle que vaya? Bastante le has retrasado ya.

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