Dublineses. Джеймс Джойс
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Todas las mañanas me tumbaba en el suelo del salón exterior mirando su puerta. La persiana la dejaba bajada hasta una pulgada del marco para que no pudieran verme. Cuando salía al umbral me daba un salto el corazón. Iba corriendo hasta el vestíbulo, cogía mis libros y la seguía. No perdía nunca de vista su silueta marrón, y cuando llegábamos al punto en el que nuestros caminos divergían, apresuraba el paso y la adelantaba. Esto sucedía una mañana tras otra. Nunca había hablado con ella, a excepción de unas pocas palabras ocasionales, y aun así su nombre era como un reclamo para toda mi entera sangre necia.
Su imagen me acompañaba incluso en los lugares más menos propicios al romance. Los sábados por la tarde, cuando mi tía iba de compras yo tenía que acompañarla para llevar paquetes. Pasábamos por las deslumbrantes calles, importunados por hombres borrachos y por vendedoras, entre los juramentos de los obreros, las estridentes letanías de los mancebos que hacían guardia junto a los barriles de morros de cerdo[7], los nasales cánticos de los cantantes callejeros que entonaban una balada sobre O’Donovan Rossa[8], o una canción sobre los problemas de nuestra tierra natal. Estos ruidos convergían para mí en una única sensación de vida: imaginaba llevar a salvo mi cáliz a través de una muchedumbre de enemigos. Había momentos en los que el nombre de ella me venía a los labios en extrañas plegarias y alabanzas que ni yo mismo entendía. Los ojos se me llenaban frecuentemente de lágrimas (no sabía por qué) y a veces parecía que un torrente del corazón se me vertía en el pecho. Apenas pensaba en el futuro. No sabía si alguna vez llegaría a hablarla, y si es que la hablaba, cómo podría expresarle mi confusa adoración. Pero mi cuerpo era como un harpa[9] y sus palabras y sus gestos eran como dedos que recorrieran las cuerdas.
Una tarde fui a la sala de estar interior en la que había muerto el sacerdote. Era una oscura tarde de lluvia y no había ruido alguno en la casa. A través de uno de los cristales rotos escuchaba la lluvia caer sobre la tierra, las delgadas agujas de agua jugando incesantemente en los encharcados bancales. Una distante farola o ventana iluminada brillaba debajo de donde yo estaba. Me sentía afortunado de que se pudiera ver tan poco. Todos mis sentidos parecían desear velarse, y sintiendo que estaba a punto de escurrirme de ellos, presioné las palmas de las manos una contra la otra hasta que temblaron, murmurando: ¡Amor! ¡Amor! muchas veces.
Finalmente ella me habló. Cuando me dirigió las primeras palabras estaba tan confuso que no supe qué responder. Me preguntó si iba a ir a Arabia. No recuerdo si contesté sí o no. Iba a ser un bazar espléndido, dijo[10]; a ella le encantaría ir.
—¿Y por qué no puedes? –pregunté.
Al hablar, ella le daba vueltas y vueltas a un brazalete de plata alrededor de la muñeca. No podía ir, dijo, porque esa semana habría un retiro en su colegio[11]. Su hermano y otros dos chavales estaban peleándose por sus gorras y yo estaba solo en la verja. Ella sujetaba una de las puntas de lanza, inclinando la cabeza hacia mí. La luz de la farola enfrente de nuestra puerta iluminaba la blanca curva de su cuello, iluminaba el pelo que allí reposaba, y descendiendo, iluminaba la mano sobre la verja. Caía sobre un lado del vestido y alcanzaba el borde blanco de una enagua, visible apenas en la postura relajada que ella adoptaba.
—Bien por ti –dijo.
—Si voy –dije yo–, te traeré algo.
¡Qué de innumerables fantasías asolaron mis despiertos y dormidos pensamientos tras aquella tarde! Deseaba aniquilar los tediosos días entre medias. Me irritaban las tareas del colegio. Por la noche en mi dormitorio y por el día en el aula la imagen de ella se interponía entre mí y la página que me esforzaba en leer. A través del silencio en que mi alma se deleitaba se me decían las sílabas de la palabra Arabia, y sobre mí proyectaban un conjuro oriental. Pedí permiso para ir al bazar el sábado por la noche. Mi tía se sorprendió y confió en que no se tratara de un asunto de masones[12]. En clase contesté pocas preguntas. Vi el rostro de mi maestro pasar de la amabilidad a la severidad; esperaba que yo no estuviera empezando a vaguear. Yo era incapaz de agrupar mis erráticas reflexiones. Apenas me quedaba paciencia para las tareas serias de la vida, que ahora que se interponían entre mí y mi deseo, me parecían juegos de niños, feos y monótonos juegos de niños.
El sábado por la mañana le recordé a mi tío que por la tarde quería ir al bazar. Estaba hurgando en el aparador del vestíbulo, buscando el cepillo de los sombreros, y me contestó secamente:
—Sí, muchacho, lo sé.
Como él estaba en el vestíbulo no pude ir al salón exterior y tumbarme en la ventana. Dejé la casa de mal humor y fui andando lentamente hacia el colegio. El aire cortaba sin piedad y el corazón ya me recelaba.
Cuando llegué a casa a cenar mi tío aún no había llegado. Todavía era temprano. Me senté mirando el reloj un rato, y cuando su tictac empezó a molestarme, salí de la habitación. Subí la escalera y accedí a la parte alta de la casa. Las altas estancias, vacías, frías, desoladas, me redimieron, y fui cantando de habitación en habitación. Desde la ventana de la calle vi a mis compañeros jugando abajo en la calle. Sus gritos me llegaban debilitados e indefinidos y, apoyando la frente en el frío cristal, miré hacia la oscura casa en la que ella vivía. Puede que me estuviera allí una hora, no viendo nada salvo la figura vestida de marrón proyectada por mi fantasía, a la que la farola alumbraba discretamente el curvilíneo cuello, la mano sobre la verja y el orillo bajo el vestido.
Cuando volví a bajar encontré a la señora Mercer sentada frente al fuego. Era una vieja charlatana, viuda de un prestamista, que recogía sellos de correos para algún piadoso propósito. Tuve que soportar el cotilleo del té. La merienda se prolongó más de una hora y mi tío aún no llegaba. La señora Mercer se levantó para marcharse: sentía no poder esperar más, pero eran las ocho pasadas y no le gustaba salir tarde, pues el aire de la noche le hacía mal. Cuando se marchó me puse a andar de un lado al otro de la habitación apretando los puños. Mi tía dijo:
—Me temo que vas a tener que anular tu bazar por esta noche del Señor.
A las nueve escuché la llave de mi tío en la puerta del vestíbulo. Le escuché hablar consigo mismo y escuché tambalearse el aparador cuando recibió el peso de su abrigo. Sabía interpretar esos signos. Cuando estaba a mitad de la cena le pedí que me diera el dinero para ir al bazar. Se había olvidado.
—La gente ya está en la cama, dormida y bien dormida –dijo.
No sonreí. Mi tía le dijo con énfasis:
—¿No puedes darle el dinero y dejarle que vaya? Bastante le has retrasado ya.
Mi tío dijo que sentía mucho haberse olvidado. Dijo que creía en el viejo refrán: Sólo trabajo, sin juego, soso el niño sale luego. Me preguntó dónde iba y cuando se