Dublineses. Джеймс Джойс
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—Señorita Hill, ¿no ve que estas señoras están esperando?
—Muéstrese animada, señorita Hill, por favor.
No iba a verter muchas lágrimas por dejar los almacenes.
Pero en su nuevo hogar, en un lejano y desconocido país, no sería así. Para entonces estaría casada... ella, Eveline. La gente la respetaría. A ella no la iban a tratar como habían tratado a su madre. Incluso ahora, aunque ya había cumplido diecinueve años, a veces se sentía amenazada por el comportamiento violento de su padre. Sabía que eso era lo que le había provocado las palpitaciones. Mientras crecían nunca había ido a por ella como solía ir a por Harry y Ernest; porque ella era una niña; pero últimamente había empezado a amenazarla y a decir lo que le haría de no ser por respeto a su difunta madre. Y ahora no tenía a nadie que la protegiera. Ernest estaba muerto y Harry, que se dedicaba al negocio de la decoración de iglesias[3], estaba casi siempre perdido en algún rincón del país. Por otro lado, la invariable riña por dinero de los sábados por la noche había empezado a hastiarle hasta lo indecible. Ella siempre ponía todo su sueldo –siete chelines– y Harry siempre mandaba lo que podía, pero el problema era conseguir algo de dinero de su padre. Decía que ella despilfarraba el dinero, que no tenía cabeza, que no iba a darle lo que tanto le había costado ganar para que lo tirara por ahí, y muchas cosas más, pues los sábados solía estar bastante mal. Al final le daba el dinero y le preguntaba si tenía alguna intención de comprar la cena del domingo. Entonces ella tenía que salir todo lo deprisa que podía y hacer la compra, sujetando en la mano con fuerza su bolso de cuero negro mientras se abría paso entre la gente y volviendo tarde a casa cargada con las provisiones. Le costaba mucho trabajo mantener la casa en pie y ocuparse de que los dos niños que le habían dejado a su cargo fueran a la escuela y comieran con regularidad. Era mucho trabajo –una vida dura–, pero ahora que estaba a punto de dejarla, no le parecía una vida enteramente indeseable.
A punto estaba de explorar otra vida con Frank. Frank era muy buena persona, varonil, abierto de corazón. Iba a marcharse con él en el barco de la noche para ser su esposa y para vivir con él en Buenos Aires, donde él tenía un hogar esperándola. Con qué claridad recordaba la primera vez que le había visto; estaba de huésped en una casa de la calle principal a la que ella solía ir de visita. Parecía que hubiera sido sólo unas semanas antes. Él estaba en la puerta, su gorra echada hacia atrás en la cabeza y el pelo caído hacia delante sobre un rostro de bronce. Luego se fueron conociendo el uno al otro. Él solía recogerla cada noche a la puerta de los almacenes y la acompañaba a casa. La llevó a ver La chica bohemia[4] y ella se sintió eufórica allí sentada con él en una zona desacostumbrada del teatro. A él le gustaba enormemente la música y cantaba un poco. La gente sabía que se cortejaban, y cuando él cantaba sobre la joven que se enamora de un marinero[5], siempre se sentía gozosamente confusa. Solía llamarla Poppens[6] en broma. Para ella al principio había resultado excitante tener un chico y luego le había empezado a gustar. Sabía historias de países lejanos. Había empezado como marinero raso con un sueldo de una libra al mes en un barco de la Allan Line que iba a Canadá. Le decía los nombres de los barcos en los que había estado y los nombres de los distintos servicios. Había cruzado a vela el estrecho de Magallanes y le contaba historias de los terribles patagonios[7]. Había acabado haciendo fortuna en Buenos Aires, decía, y había vuelto al terruño sólo de vacaciones. Ni que decir tiene que su padre había descubierto el romance y que le había prohibido que le hablara.
—Ya me conozco yo a esos marineros –decía.
Un día se había peleado con Frank y a partir de aquello ella tuvo que verse en secreto con su amado.
La noche se ahondó en la avenida. La blancura de dos cartas que tenía en su regazo se diluyó. Una era para Harry; la otra era para su padre. Ernest había sido su favorito, pero Harry también le caía bien. Últimamente su padre se estaba haciendo viejo, ella se daba cuenta; la echaría de menos. A veces podía ser muy amable. No hacía mucho, cuando ella había tenido que quedarse un día en cama, le había leído una historia de fantasmas y había hecho una tostada para ella en la chimenea. Otro día, cuando su madre estaba viva, habían ido a hacer picnic a la colina de Howth[8]. Recordaba a su padre poniéndose el sombrero de su madre para hacer reír a los niños.
Se le estaba acabando el tiempo pero continuaba sentada en la ventana, descansando su cabeza sobre la cortina, inhalando el aroma de la polvorienta cretona. A lo lejos en la avenida escuchaba sonar un organillo. Conocía la melodía. Era extraño que tuviera que sonar precisamente esa noche para recordarle la promesa hecha a su madre, su promesa de mantener unido el hogar todo el tiempo que pudiera. Recordó la última noche de la enfermedad de su madre; de nuevo estaba en la oscura habitación cerrada al otro lado del vestíbulo, y fuera escuchaba una melancólica melodía italiana. Le habían dado al organillero seis peniques para que se fuera. Recordaba a su padre pavoneándose al volver a la habitación de la enferma, diciendo:
—¡Malditos italianos! ¡Venir aquí![9].
Mientras cavilaba, la lastimera visión de la vida de su madre hechizó la vitalidad misma de su ser... aquella vida de vulgares sacrificios acabada en demencia terminal. Tembló al volver a escuchar la voz de su madre diciendo constantemente, con estúpida insistencia:
—¡Derevaun Seraun! ¡Derevaun Seraun![10].
Se puso en pie con un repentino impulso de terror. ¡Escapar! ¡Tenía que escapar! Frank la salvaría. Le daría vida, quizá también amor. Ella lo que quería era vivir. ¿Por qué no podía ser feliz? Tenía derecho a la felicidad. Frank la abrazaría, la estrecharía en sus brazos. La salvaría.
* * *
Estaba en medio del oscilante gentío en la estación en North Wall[11]. Él le cogía la mano y ella sabía que le estaba hablando, diciendo una y otra vez algo sobre la travesía. La estación estaba llena de soldados con petates marrones[12]. Por entre las grandes puertas del cobertizo pudo atisbar la negra masa del barco, amarrado junto al muro del muelle con las portillas iluminadas. No contestó nada. Sintió su mejilla pálida y fría; desde el desconcierto de la desazón le rezó a Dios para que la guiara, para que le mostrara cuál era su deber. El barco hizo sonar larga y lastimeramente su sirena en la niebla. Si se iba, mañana estaría en el mar con Frank, navegando a vapor hacia Buenos Aires. Sus pasajes estaban reservados. ¿Podía echarse atrás después de todo lo que él había hecho por ella? Su angustia le provocó en el cuerpo una náusea y siguió moviendo los labios en una silenciosa y ferviente oración.
Una campana sonó sobre su corazón. Sintió que él le cogía la mano.
—¡Ven!
Todos los mares del mundo voltearon alrededor de su corazón. Él la estaba arrastrando a ellos: