Dublineses. Джеймс Джойс
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El coche avanzaba rauda y alegremente con su cargamento de festivos jóvenes. Los dos primos ocupaban los asientos delanteros; Jimmy y su amigo húngaro se sentaban detrás. Definitivamente Villona estaba de excelente humor; llevaba millas de carretera emitiendo un profundo y grave runrún melódico. Los franceses soltaban sus risas y sus banales palabras por encima del hombro y muchas veces Jimmy tenía que hacer un esfuerzo e inclinarse hacia delante para captar la agudeza. Aquello no le resultaba demasiado agradable, ya que casi siempre tenía que hacer una perspicaz suposición del significado y gritar una respuesta adecuada encarando un fuerte viento. Además, el canturreo de Villona confundía a cualquiera; el ruido del coche también.
El desplazamiento rápido a través del espacio le entusiasma a uno; lo mismo hace la notoriedad; lo mismo la posesión de dinero. Eran estos tres buenos motivos para el entusiasmo de Jimmy. Muchos amigos suyos le habían visto aquel día en compañía de estos extranjeros continentales. Ségouin le había presentado en el control a uno de los franceses participantes, y en respuesta a su confuso murmullo de cumplido, el moreno rostro del conductor había desvelado una línea de brillantes dientes blancos. Resultó agradable regresar tras este honor entre codazos y miradas cómplices al profano mundo de los espectadores. Además, respecto al dinero... realmente controlaba una gran suma. Quizá Ségouin no pensara que fuera una gran suma, pero Jimmy, que a pesar de errores transitorios en el fondo había heredado unos sólidos instintos, conocía bien la dificultad con la que había sido reunida. Saberlo había hecho que hasta el momento mantuviera sus facturas dentro de los límites de la despreocupación razonable, y si en tal modo había sido consciente del trabajo latente en el dinero cuando sólo se había tratado de una cuestión del antojo del superior intelecto, ¡cuánto más ahora que estaba a punto de jugarse la mayor parte de su sustancia! Para él era algo serio.
La inversión era, desde luego, una buena inversión, y Ségouin se las había arreglado para hacer que pareciera que incluir en el capital de la compañía la minucia del dinero irlandés era un favor de amistad. Jimmy respetaba la sagacidad de su padre en asuntos de negocios, y su padre había sido en este caso el primero en sugerir esa inversión; había dinero en el negocio del motor, montones de dinero. Además Ségouin poseía la apariencia inconfundible de la riqueza. Jimmy se puso a traducir a jornadas laborales ese coche señorial en el que estaba sentado. Con qué suavidad marchaba. ¡Con qué estilo habían recorrido a toda velocidad las carreteras comarcales! El viaje había posado un mágico dedo sobre el genuino pulso de la vida, y la maquinaria de nervios humanos se esforzaba galantemente en responder a las saltarinas andanzas del veloz animal azul.
Bajaron por Dame Street. La calle estaba animada por un denso tráfico inusual en ella, ruidosa por las bocinas de los automovilistas y las campanas de los impacientes conductores de los tranvías. Cerca del banco Ségouin se detuvo y Jimmy y su amigo descendieron. Un puñado de gente se reunió en la acera para rendir homenaje al resoplante motor. Los del grupo iban a cenar juntos esa noche en el hotel de Ségouin, y entretanto, Jimmy y su amigo, que se alojaba con él, iban a casa de Jimmy a vestirse. El coche se dirigió lentamente hacia Grafton Street[9] mientras los dos jóvenes se abrían paso entre el puñado de curiosos. Fueron andando hacia el norte con una extraña sensación de decepción en sus movimientos, mientras la ciudad colgaba pálidos globos de luz sobre ellos en la neblina de una tarde de verano.
En la casa de Jimmy esta cena había sido calificada de ocasión. Un cierto orgullo se mezclaba con la agitación de los padres, un cierto entusiasmo, también, por mostrarse displicente, pues los nombres de las grandes ciudades del extranjero tienen al menos esta virtud. Además Jimmy tenía muy buen aspecto una vez vestido, y cuando estaba en el vestíbulo dándole un último toque de igualdad a los lazos de su pajarita, el padre puede que se sintiera incluso comercialmente satisfecho por haberle proporcionado al hijo cualidades que no siempre se pueden comprar. En consecuencia, su padre estuvo inusualmente amigable con Villona, y su comportamiento expresó un auténtico respeto hacia logros ajenos: aunque esta sutileza de su anfitrión probablemente le pasó desapercibida al húngaro, que estaba empezando a sentir unas punzantes ganas de cenar.
La cena fue excelente, exquisita. Ségouin, concluyó Jimmy, tenía un gusto muy refinado. El grupo se vio incrementado por un joven inglés llamado Routh al que Jimmy había visto con Ségouin en Cambridge. Los jóvenes cenaron en una acogedora estancia iluminada con lámparas eléctricas[10]. Charlaron locuazmente y con poca reserva. A Jimmy, cuya imaginación se iba alumbrando, se le ocurrió que la animada juventud del francés emparejaba elegantemente con el firme armazón del talante inglés. Una feliz imagen de su propia cosecha, pensó, y acertada. Admiraba la destreza con que su anfitrión dirigía la conversación. Los cinco jóvenes tenían gustos diversos y se les había soltado la lengua. Villona, con enorme respeto, se dedicó a descubrirle la belleza de los madrigales ingleses al escasamente asombrado inglés, deplorando la pérdida de los instrumentos antiguos. Rivière, no del todo inocentemente, se dedicó a explicarle a Jimmy los triunfos de los mecánicos franceses. La resonante voz del húngaro iba a imponerse ridiculizando los falsos laúdes de los pintores románticos cuando Ségouin encauzó al grupo hacia la política. Había aquí terreno concurrente para todos. Jimmy, bajo benéficas influencias, sintió despertar en su interior el sepultado entusiasmo de su padre: despabiló por fin al aletargado Routh. La estancia se caldeó doblemente y la tarea de Ségouin se hizo más difícil a cada instante: incluso hubo peligro de animosidad personal. Cuando la oportunidad se presentó, el sagaz anfitrión alzó su copa por la humanidad, y cuando concluyó el brindis, abrió significativamente la ventana.
Aquella noche la ciudad llevaba puesta la máscara de una capital[11]. Los cinco jóvenes pasearon por Stephen’s Green entre una leve nube de aromático humo. Charlaban alegremente en voz alta y sus capas se balanceaban desde sus hombros. La gente les abría paso. En la esquina de Grafton Street un grueso individuo de baja estatura estaba dejando en un coche a dos elegantes señoras a cargo de otro individuo grueso. El coche se alejó y el hombre grueso de baja estatura vio por vez primera al grupo.
—André.
—¡Es Farley![12]
Siguió un torrente de palabras. Farley era americano. Nadie sabía muy bien de qué se hablaba. Villona y Rivière eran los más escandalosos, pero todos estaban entusiasmados. Se montaron en un coche, apretándose todos juntos entre muchas risas. Cruzaron entre la