La segunda pérdida. Nahuel Krauss
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El melancólico, entonces, es aquel que no acepta sus deudas: con el pasado, pero también, y sobre todo, con la mentira. Su “perversión de la verdad”, afirma Krauss, “esquiva lo que ésta le debe a la mentira”. Si el melancólico sostiene la verdad del sinsentido a secas, literalmente, quien atraviesa la pérdida reencuentra la verdad en la ilusión, en la fantasía, en el decir alusivo del humor. En una inversión del relativismo rancio, no se trata aquí de la verdad como ficción sino más bien de la ficción como verdad. Solo desde allí puede el sujeto integrarse al discurso y construir lazos, porque el lazo depende de “la lógica de los semblantes” (que el melancólico, como un alegorista mortificador, desmiembra). Únicamente en la esfera de la mentira, entonces, es posible el amor. Quien no logra desconocer la verdad literal del melancólico está condenado al aislamiento –que lejos está de la noble y reparadora soledad.
La cuestión de la apariencia atraviesa también la política: se trata del relato que no por mentiroso resulta menos vinculante con el deseo, el sentido, e incluso lo sagrado. En el capítulo “Profanar lo político” Krauss sostiene que lo político es en el mundo contemporáneo el reducto del sentido, aquello –quizás lo único– por lo cual aún se expone el cuerpo a la incomodidad (de una espera larga y fría frente al congreso, por ejemplo). Frente al tedio obsceno y melancólico, lo político representa el deseo, la fantasía capaz de enlazar el sujeto a un discurso. Se lo profana no solo cuando se disuelve el sentido desde el cinismo, sino sobre todo cuando se lo falsea desde el fundamentalismo. La creencia forma parte de la esfera erótica de la vida, en cambio “el fanático no cree en nada”. Sus actos se basan en la sumisión “al padre del orden”, imposible de ser apropiado, es decir, asumido desde un deseo propio. No hay política si no se aprende a reconocer la deuda y heredar. La transmisión auténtica debe lidiar con la orfandad, con el vacío en que necesariamente se produce la reapropiación del pasado: porque no hay, en definitiva, padre alguno. La cura consiste en atravesar esa doble experiencia de orfandad y filiación. Quien acata no recibe. El sujeto contemporáneo afronta en ese camino una dificultad particular: la ausencia de ritos. El rito no solo brinda referencias para la filiación, sino que, como advirtió René Girard, canaliza una violencia que de otro modo se desboca.
Pérdida, muerte, erotismo, alteridad, política, sacralidad: nombres con los que este libro delimita un modo de habitar no solo el psicoanálisis. Hay en esos nombres una misma directriz: la de la apuesta, la del salto que se ejecuta sin garantías. Vivir peligrosamente, exigía Nietzsche. Krauss nos recuerda que hay un instante en el cual se deja de llorar. Ese instante indica la apertura a lo nuevo implicada en toda apuesta, la cura como despertar de la inercia inherente a la neurosis (Walter Benjamin había fantaseado con un “psicoanálisis del despertar” que acompañara al análisis onírico). Este libro desmiente el mito del psicoanálisis como discurso sobre el pasado e invita al lector a un acto de entrega y de coraje, porque lo único que puede en realidad desearse es perder, cambiar, transitar el letal vacío que tiene en germen la novedad.
CAPÍTULO I
La muerte que lleva a la vida
“La muerte es la vida perdidosa, mal jugada. La vida es la muerte dominada”.
(Louis Vincent Thomas)
Acostumbramos a pensar la muerte como aquello que pone término a la vida. No obstante, quien cree que morirá, ignora que ya lo está haciendo. La muerte no es tanto el final como aquello que se sienta en nuestra mesa cotidianamente. El recién nacido, en efecto, ya es un muerto en potencia.
De nuestro modo de concebir la muerte dependerá nuestra actitud hacia ella, y de esta, nuestra actitud ante la vida. El rechazo de las cosas de la muerte, reducida a su cara más oscura, empuja al hombre a una existencia absurda, melancólica, tediosa y cobarde respecto de sus actos.1 Desconoce este último el hecho de que la muerte no es solo lo que se lleva la vida, sino también, lo que lleva hacia ella. Es al hecho de que vivimos de ser mortales a lo que debemos la existencia, y las consecuencias de su rechazo harán de la vida un tiempo a sacarse de encima –como quien dice “matar el tiempo”–, una sucesión de hechos que, pasando por delante de los ojos, jamás devendrán una experiencia. En pocas palabras, se puede vivir sin existir, y sobre esto haremos girar las reflexiones del presente escrito.
***
No hay sociedad que no haya elaborado sus propios ritos para enfrentar lo que la muerte tiene de inquietante. Debemos domar aquello que Freud definió –junto al sexo– como irrepresentable, hacerlo entrar en el dominio de lo social. Louis Vincent Thomas ha dado cuenta de este “hacer entrar” en su riguroso y desgarrador estudio titulado Antropología de la muerte, en el cual observa que:
“El negro africano reduce al mínimo la magnitud de la muerte al hacer de ella un imaginario que interrumpe provisoriamente la existencia del ser singular. El negro la transforma en un hecho que solo incide sobre la apariencia individual, pero que de hecho protege la especie social (creencia en la omnipresencia de los antepasados, mantenimiento del filum clánico gracias a la reencarnación), lo que le permite no solo aceptar la muerte y asumirla, y más aun, ordenarla (…) integrándola al sistema cultural (conceptos, valores, ritos y creencias) sino también situarla en todas partes (lo que es la mejor manera de dominarla), imitarla ritualmente en la iniciación, trascenderla gracias a un juego apropiado y complejo de símbolos. En suma, el negro no ignora la muerte. Por el contrario, la afirma desmesuradamente”.
La asunción de la muerte es filiación, introducción en la trama generacional, reconocimiento de una deuda simbólica sin la cual la vida se reduce a un puro vacío. De nuestra actitud ante ella dependerá vivir –o no– en el absurdo, en un vacío fuera de tiempo, cuyo ostracismo melancólico no se confunde con la nostalgia ni la dignidad de la tristeza.2
Pero hay un abismo de distancia entre nuestra actitud ante la muerte y la del negro de África. Los ritos que antes permitían amortiguar la presencia inquietante de ese resto mortal llamado cadáver se han vuelto difusos. El cadáver mismo cobró otra significación, en tanto el aparato simbólico con el que dominábamos a la muerte ha perdido eficacia. Apenas quedan algunos restos del “más allá”. El capitalismo, como religión, al paraíso lo promete en tierra. La muerte se sitúa, ahora, en el “más acá”. Si en la Edad Media la descomposición del cadáver era supuesta en el después de la muerte, el siglo XX –sobre todo en su segunda mitad– y su culto al cuerpo, la sitúa previa a aquella. Recordemos aquí que, en El malestar en la cultura, el deterioro corporal es ubicado por Freud como una de las tres fuentes de sufrimiento del hombre:
“(…) cuerpo que, condenado a la decadencia y a la aniquilación, ni siquiera puede prescindir de los signos de alarma que representan el dolor y la angustia”.3
El envejecimiento del cuerpo se vuelve ahora un destino nauseabundo, el viejo –podrido o verde, si es que todavía queda algo de vida en él– ya no es tanto portador del saber y la experiencia como de un cuerpo en vías de putrefacción. Así, el tabú de los muertos nos presenta su cara más grotesca.
En consonancia con lo dicho por Vincent Thomas, en sus Consideraciones