La segunda pérdida. Nahuel Krauss
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Y continúa:
“(…) esta actitud nuestra ante la muerte ejerce, empero, una poderosa influencia sobre nuestra vida. La vida se empobrece, pierde interés, cuando la puesta máxima en el juego de la vida, esto es, la vida misma, no debe ser arriesgada. Se hace entonces tan sosa y vacía como un flirt americano”.
Trataremos, en las próximas páginas de este libro, de delimitar los efectos que la conciencia de nuestra finitud –aquello que, según Bataille, diferencia al hombre del animal, posibilitando en el primero la experiencia erótica– tiene sobre nuestros actos y el lazo con el otro, al que solo apresuradamente llamamos “social”.
Afirmar que el mundo se ha melancolizado no es exagerado. Tampoco preciso. Será nuestro trabajo dar a lo melancólico un lugar que trascienda el campo de lo nosográfico y lo psicopatológico. Esto no nos impedirá extraer de la melancolía, en su sentido clásico, un conocimiento que nos sirva de apoyo para pensar aquellas neurosis vacías, infantiles, asintomáticas, casi sin signo de vida –o mejor, de existencia– alguno. En tiempos actuales, donde lo cotidiano lleva consigo el espesor de lo tedioso, emergen modos de hablar estéticamente monótonos, incoloros, cuyo silencio no es tanto el de la música como el de la mudez. Pero no se trata solo de cuestiones estéticas, a menos que articulemos a esta una ética de la cual es inseparable.
CAPÍTULO II
Lo melancólico
Si de algo parece enfermar el hombre moderno es de no poder enfermar. Una verdad sin esperanza se ha apoderado de él. Una anestesia generalizada, un trastorno del sentir a raíz del cual ni siquiera el dolor puede erigirse como último refugio. “No me pasa nada”, afirma. Woody Allen está al tanto de ello cuando escenifica a un hombre que le dice a su médico que está enfermo. Luego de revisarlo, este último le avisa que no tiene nada, a lo que el primero responde que por eso mismo lo está. En fin, que no les pase nada es lo que le pasa.
El desesperanzado, sin proyectos, sin historia, se asemeja así al llamado melancólico, por lo que la melancolía puede devenir un interesante punto de apoyo para pensar al vacío que habita en quienes enferman de realidad por no poder hacerlo de ficción,4 lo que supone un grado más elevado de elaboración. En efecto, son las neurosis de transferencia otro modo de enfermar, quizás más trágico, quizás más cómico, pero sin duda menos tedioso que el vacío de la existencia.
Intentaremos en este capítulo aproximarnos a una noción de melancolía en un sentido ampliado. El recorrido que haremos sobre dicha posición será sencillamente metódico. Quizás sea mejor referirnos a aquella en términos de “lo melancólico”, como si se tratase de un germen que habita lo más próximo de nuestra cotidianidad.
El yo como cementerio
Lacan llama objeto “a” a un objeto cuya condición es el lenguaje. Ahora, que dicho objeto sea efecto del simbólico no significa que este llegue a reabsorberlo. Por eso se lo suele ubicar como resto –faltante o sobrante– de una operatoria. Y si alguien se identifica a un objeto que no se integra en lo simbólico, estamos diciendo, en otros términos, que es incapaz de articularse a un discurso, a un lazo, lo que supone un problema para la práctica analítica, que no es más –ni menos– que una forma del lazo social, aunque dicho lazo posea cierta rareza. En efecto, alguien va a un psicoanalista, habla, le paga y se va.5
Por otro lado, si tomamos el término discurso en el sentido del relato –incluyendo aquí el lugar correspondiente de lo narrativo–, el melancólico es alguien cuyo modo de hablar es absolutamente monótono. Sus enunciados parecen estar reducidos a nombrar la queja6 con la que nombra al objeto al cual se identifica. Es decir, su queja es su nombre, y así se presenta. No obstante, conocemos el carácter ambivalente de dicha identificación. En esa queja, a partir de la cual se presenta como un desdichado, el melancólico está insultando. Por esto Freud, que no era ingenuo, decía que le costaba confiar en alguien que hable tan mal de sí mismo, y lo ejemplifica de un modo muy simpático al afirmar que “la mujer que compadece a su marido por hallarse ligado a un ser tan inútil como ella, reprocha en realidad al marido su inutilidad. Sus lamentos son quejas”.
Entonces, si tenemos a alguien identificado a una queja que nombra el objeto al cual se identifica, sumado al efecto molesto –y angustiante, incluso agresivo– en quienes lo rodean, podemos definir aquí a lo melancólico en relación a una verdad que esquiva lo que esta debe a la mentira, a la metáfora, a las fantasías, a aquello que la ubica entre líneas, o al decir alusivo. Lo melancólico encarna, en este sentido, una perversión de la verdad. ¿No consiste en esto el lugar que los conocidos objetores de conciencia representan para la sociedad que denuncian con su cuerpo? “El mundo es una mierda”, gritan, “y yo soy el mundo”, les falta agregar. El objetor de conciencia ejerce así una práctica de la objeción, por la que es capaz de dejar su vida para mostrar la verdad en su estado más crudo.
Ahora bien, como afirmé anteriormente, pensar a la melancolía en su sentido amplio, supone poder llevar las conclusiones que de esta puedan extraerse a un campo más vasto, sorteando así el obstáculo que nos significaría una reducción de lo melancólico a un sentido puramente nosográfico, y ubicándola como un punto irreductible de las neurosis.7
***
Si el yo freudiano se constituye por identificación a objetos perdidos, ¿no es él mismo un cementerio? He aquí el problema de aquellas prácticas de “reforzamiento del yo”, suba de autoestima, etc., porque lo que se fortalece aquí es ese empuje melancolizante, y prometer el restablecimiento del pasado es empujar a eso mismo. Vale recordar aquella frase que Freud lanza al pasar en Más allá del principio de placer según la cual el neurótico está enfermo de deseos caducos, insatisfechos… muertos. Américo Vallejo decía, según una anécdota que me fue relatada, que los pacientes llegaban diciendo que ayer estaban bien, que hoy están mal, y que querían que los pongan como ayer. Vallejos les respondía que, en todo caso, podrían estar como mañana, pero nunca como ayer. Es decir, Vallejos introduce el tercer tiempo, proyectivo, rompiendo así con la común tergiversación cultural del psicoanálisis, según la cual “es una terapia donde se habla del pasado”. Por supuesto que se habla del pasado. El problema reside en equiparar pasado e historia, posición típica de la ortodoxia historiográfica. De Freud se desprende lo contrario, a saber, que la historia supone una superposición de la temporalidad que rompe con la concepción historiográfica que ubica al pasado como objeto de estudio, al lado del presente, y a este al lado del futuro. En Freud, las percepciones presentes despiertan recuerdos, complejos, huellas. Y no solo esto, sino que, en lo que refiere al análisis propiamente dicho, los recuerdos que emergen en una sesión emergen en esa sesión, en determinado momento del análisis, y ante un analista. Es decir, en tanto el recordar se da en un análisis, se recuerda para otro. Es en ese punto donde los recuerdos devienen historia, en tanto esta se realiza por dicha mediación. En otros términos, no hay acciones puras. Por eso hablamos de acto más que de acción. Alimentarse, bañarse, hablar, etc… son acciones, por supuesto. Ahora, en tanto dichas acciones se realizan ante la presencia del Otro dejan de ser acciones puras.
Retomando, lo melancólico es respuesta a una pérdida rechazada como tal. Un rechazo (verworfen) respecto de aquello que brinda a los objetos el brillo del erotismo, es decir, el falo. Sin esto, la realidad se oscurece, se deprime. Ahora