Pedro Casciaro. Rafael Fiol Mateos
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ABREVIATURAS
AGP | Archivo General de la Prelatura del Opus Dei |
cit. | escrito citado |
op. cit. | obra citada |
SetD | Studia et Documenta, Revista del Instituto Histórico San Josemaría Escrivá |
PRÓLOGO
NO DIRÉ, COMO CERVANTES, en el prólogo a su obra maestra, que «muchas veces tomé la pluma para escribille, y muchas la dejé, por no saber lo que escribiría; (...) con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete, y la mano en la mejilla, pensando lo que diría...». Además de que ya no hay plumas que llevarse a la oreja, sólo pretendo poner al corriente, al «desocupado» o bien ocupado lector, de algunos antecedentes acerca del protagonista de estas páginas.
Pedro Casciaro Ramírez —a quien todos llamaban sencillamente “don Pedro”— fue de los primeros que siguieron a san Josemaría Escrivá[1] en el Opus Dei[2]. ¿Qué lugar ocupó entre aquellos primeros? ¿Qué responsabilidades o cargos desempeñó? En esta semblanza se encontrará la respuesta a estas cuestiones. Pero, en realidad, la pregunta que nos interesa, la que llega a la sustancia de la personalidad de Pedro y a la raíz de sus acciones, es cómo respondió a la llamada de Dios, cada jornada, para hacer su voluntad.
A este respecto, podemos citar unas reflexiones de Pedro tras la muerte del fundador del Opus Dei. En su escrito menciona dos entrevistas a san Josemaría, publicadas en Le Figaro y Time, en 1966 y en 1967[3]:
Una de esas respuestas de Mons. Escrivá de Balaguer me trajo a la memoria algo que él me dijo, treinta años atrás, y que vino a confirmar que su predicación fue siempre que «la santidad no es cosa para privilegiados»[4], y también que nunca, desde los primeros años de la Fundación, dio importancia a las estadísticas: «En una asociación que tenga una finalidad terrena, es lógico publicar estadísticas ostentosas sobre el número, condición y cualidades de los socios, y así suelen hacerlo de hecho las organizaciones que buscan un prestigio temporal, pero ese modo de obrar, cuando se busca la santificación de las almas, favorece la soberbia colectiva: y Cristo quiere la humildad de cada uno de los cristianos y de los cristianos todos»[5] (...).
En efecto, en una de las primeras charlas de dirección espiritual que tuve con el Padre[6] en 1936, le pregunté cuántos socios[7] éramos en total y, en consecuencia, qué lugar de antigüedad vendría yo a ocupar en la Obra. El Padre debió percibir inmediatamente la falta de humildad que encerraba mi pregunta, y su respuesta, más que desconcertarme, me impresionó. «Yo me he encontrado —vino a decirme, porque no pretendo recordar ahora sus palabras textuales—, he conocido íntimamente y he dirigido a muchas almas de enfermos graves e incurables en mis andanzas por los hospitales de Madrid. Algunos —hombres y mujeres— han entendido perfectamente lo que se propone la Obra de Dios. Unos han ofrecido sus dolores y su muerte para que salga adelante; otros, no sólo han ofrecido esos sufrimientos, sino que han querido ofrecerse ellos mismos al Señor, ese poco de vida terrena que aún les quedaba: y yo los he recibido en la Obra» (...).
Después de oír esas palabras, me quedé sin saber cuántos éramos o habíamos sido, sin importarme, además, qué número de antigüedad haría yo en la Obra, pero, sobre todo, comencé a entender algo que el Padre expresó en una de esas entrevistas a los periodistas: «Me pregunta usted por hitos. Para mí, es un hito fundamental en la Obra cualquier momento, cualquier instante en el que, a través del Opus Dei, algún alma se acerca a Dios, haciéndose así más hermano de sus hermanos los hombres»[8], [9].
Pedro nació en Murcia, España, el 16 de abril de 1915. A los 16 años se graduó en el bachillerato con las máximas calificaciones y se trasladó a Madrid, para estudiar las carreras de Matemáticas y de Arquitectura. En enero de 1935 conoció a san Josemaría, y el 20 de noviembre de ese mismo año pidió la admisión en el Opus Dei. Con el estallido de la guerra civil española, en julio de 1936, tuvo que afrontar numerosas dificultades y peligros: pasó hambre, con frecuencia estuvo incomunicado, tuvo que desertar, esconderse largo tiempo y escapar por las montañas; corrió riesgo de ser arrestado y fusilado... Su trato con san Josemaría en estas peripecias y en los meses posteriores a la fuga, fueron determinantes en su biografía.
Al finalizar la contienda, en 1939, pudo concluir los estudios de Matemáticas. Después se matriculó en los cursos de doctorado, trabajó como profesor de nivel medio y superior, dirigió residencias para estudiantes universitarios, promovidas por el Opus Dei, en Valencia, en Madrid y en Bilbao; y se ocupó de la instalación y puesta en marcha de varios centros de la Obra[10] en esas ciudades, para el impulso del apostolado. En junio de 1946 obtuvo el doctorado en Ciencias Exactas. En septiembre de ese mismo año recibió la ordenación sacerdotal en Madrid, para la que ya se estaba preparando desde tiempo antes. Posteriormente, desempeñó una intensa labor pastoral y colaboró con el fundador en la dirección del Opus Dei, como secretario general[11].
En 1948, por encargo de san Josemaría, viajó a América para visitar a varios arzobispos y obispos que deseaban que el Opus Dei trabajara en sus diócesis. Seis meses duró aquel periplo desde Canadá hasta Argentina y Chile. Poco después, el fundador le confió el comienzo de la labor de la Obra en México. Y así, el 18 de enero de 1949 llegó a Veracruz, y el 19 por la noche a la Ciudad de México. Pedro llevó a cabo una gran actividad en esta nación. Este primer período en la República Mexicana se prolongó hasta 1958.
En octubre de ese año san Josemaría le comunicó que lo necesitaba en Roma. Así se abre paso la etapa italiana, que duró ocho años. En la ciudad eterna trabajó junto al fundador como procurador general[12] del Opus Dei y como delegado regional[13] en Italia. Intervino también en el desarrollo de iniciativas en Kenia y en otros países de África.
En 1966 regresó definitivamente a México. En los primeros seis años fue consiliario regional[14] e impulsó importantes proyectos en bien de las almas y para la promoción social. Los siguientes veintitrés, última etapa de su vida, continuó rezando y trabajando sacerdotalmente, como siempre, pero sin cargo alguno de gobierno. Murió en Ciudad de México el 23 de marzo de 1995, poco antes de cumplir ochenta años.
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Mi primer recuerdo de Pedro Casciaro se remonta a 1960 o 1961. Yo vivía en un centro del Opus Dei, en la calle Diego de León, en Madrid. Don Pedro vino allí una tarde para ver una película con los que vivíamos en aquella casa. No me imaginaba entonces que pocos años después nuestras vidas iban a seguir cauces tan cercanos. Quiso la Providencia que, en 1965 —por deseo de san Josemaría, asumido gozosamente—, llegara yo a esta Patria mexicana. Ya cumplí, pues, 50 años cerca de la Virgen de Guadalupe, bastantes más de los que viví en la vieja España.
Viene a cuento esta breve referencia personal, para dar razón de mi intento de escribir sobre Mons. Pedro Casciaro Ramírez. En efecto, la segunda venida de Pedro a México tuvo lugar un año después de mi llegada. Desde entonces hasta su muerte, en 1995, nuestra convivencia —afortunadamente para mí— fue continua, de una u otra forma. En algunas temporadas me cupo la suerte de colaborar y aprender de él en nuestra tarea en la Comisión Regional[15]; en otras, aun sin compartir la misma casa, disfruté de una relación estrecha y frecuente con él.
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