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de ellos, ella vio su coche y una colina suave. Una entrada de garaje pequeña de gravilla y una cadena muy larga que se extendía hasta una caseta de perro hecha trizas que había en el patio. La caseta tenía un aspecto extraño… como si la hubieran construido para que pareciera vieja. Y había algo dentro de ella… que no era un perro para nada sino una…

      ¿Qué diablos es eso?, se preguntó, aunque sabía muy bien lo que era. Y le asustó muchísimo. Su temor ascendió rápidamente y algo relativo a ese objeto tan extrañamente colocado en la caseta del perro le indicó con certeza que iba a morir, que el hombre que la llevaba a hombros estaba completamente loco.

      Había una muñeca allí dentro. Quizás dos. Era difícil de decir. Las habían colocado frente a frente, con las cabezas levemente inclinadas.

      Parecía como si estuvieran atisbando a través de la apertura de la caseta, observándola.

      Un horror invasivo se asentó en su mente, negándose a marcharse.

      “¿Qué me estás haciendo?”, preguntó. “Por favor… haré lo que quieras si me dejas marchar”.

      “Ya sé que lo harás”, le dijo él. “Oh, lo sé”.

      Subió uno de los destartalados escalones del porche e hizo un movimiento giratorio con su hombro derecho. Claire apenas sintió el impacto de la valla con un lateral de su cabeza. La oscuridad llegó demasiado deprisa como para que la registrara en absoluto.

      ***

      Abrió los ojos y supo que había pasado algún tiempo. Demasiado tiempo.

      Y tenía la sensación de que ya no se encontraba en la casa que había cerca de la caseta de perro. La habían trasladado.

      Su pánico se disparó.

      ¿Adónde le había llevado ahora?

      Soltó un grito y, en cuanto un gemido salió de su boca, allí estaba él. Le puso la mano con aspereza encima de la boca. Se aplastó contra ella. Su aliento olía a patatas fritas revenidas y, de cintura para abajo, todo él estaba endurecido. Trató de luchar contra él, pero descubrió que seguía maniatada.

      “Todo va a ir bien”, le dijo.

      Y dicho eso, le besó en la boca. Fue un beso lento, como si realmente lo estuviera saboreando, pero no es que hubiera nada de lujurioso en ello. A pesar de la obvia erección que sentía contra su cadera y del beso de por sí, a ella no le pareció que hubiera nada sexual en lo que estaba intentando hacer.

      Se puso de pie y le miró. Le mostró la mordaza que había tenido puesta en la boca y se la colocó de nuevo. Ella sacudió la cabeza para rebelarse, pero solo sirvió para que él presionara con más fuerza. Cuando bajó la cabeza después de atar algo a sus espaldas, cayó al suelo.

      Los ojos de ella buscaron frenéticamente algo con lo que ayudarse y entonces fue cuando supo con certeza que no estaban en su casa. No… esto era diferente. Había cachivaches variados por todas partes, apilados contra paredes metálicas. Una bombilla de luz tenue colgaba del techo.

      No, pensó. No es su casa. Esto es como una de esas unidades para guardar cosas… diablos, ¿estamos en mi unidad?

      Así era, precisamente. Y este hecho le martilleó el cerebro más fuertemente de lo que el suelo le había golpeado la espalda. También le hizo sentir con bastante claridad que, sin duda alguna, iba a morir.

      Él se puso en pie y la miró casi con cariño. Sonrió de nuevo y, esta vez, no había nada de atractivo en él. Ahora parecía un monstruo.

      Se alejó, abriendo una puerta que hizo un sonido casi mecánico al moverse. La cerró de golpe si mirarla ni una vez más.

      En la oscuridad, Claire cerró los ojos de nuevo y gritó contra la mordaza de la bolita roja que tenía en la boca. El grito retumbó en su cabeza hasta que pensó que se le iba a partir el cráneo por la mitad. Lanzó un grito ahogado hasta que pudo saborear la sangre en su boca, y en algún momento, poco después, llegó la oscuridad de nuevo.

      CAPÍTULO UNO

      La vida de Mackenzie White se había convertido en algo que ella jamás hubiera imaginado para sí misma. A ella nunca le había preocupado demasiado la ropa cara o encajar con el grupo popular. A pesar de que era increíblemente bella según los gustos de la mayoría, nunca había sido lo que su padre había llamado en su día “la clase presumida”.

      Sin embargo, últimamente, se había sentido de esa manera. Le echaba la culpa a la planificación de su boda. Culpaba a las revistas de bodas y las degustaciones de pasteles. De una potencial ubicación de lujo a la otra, de pedir unas invitaciones exclusivas a tratar de decidir el menú de la recepción, nunca se había sentido tan estereotípicamente femenina en toda su vida.

      Es por esa razón que, cuando agarró la lustrosa, familiar, arma de nueve milímetros en la mano, la estaba reivindicando. Era como volver a ver a una vieja amiga que sabía quién era ella de verdad. Sonrió ante ese sentimiento mientras entraba al nuevo circuito de tiroteo activo simulado del bureau. Basado en la misma idea que el infame Callejón de Hogan, una instalación de formación táctica diseñada para que parezca cualquier calle de una ciudad y que el FBI ha utilizado desde finales de los 80, el nuevo circuito ofrecía equipamiento de vanguardia y nuevos obstáculos que la mayoría de los agentes y agentes en formación tenían que experimentar por primera vez. Entre las novedades, había brazos robóticos que venían con luces infrarrojas que funcionaban de un modo similar a las etiquetas láser. Si no derribaba un objetivo lo bastante deprisa, la luz del brazo parpadearía, detonando una pequeña alarma en el chaleco que llevaba puesto.

      Pensó en Ellington y en que se había referido a ello como a la versión que había hecho el bureau de American Ninja Warrior. Y lo cierto es que razón no le faltaba, por lo que a Mackenzie le incumbía. Miró la luz roja en la esquina de la entrada, esperando a que se pusiera en verde. Cuando lo hizo, Mackenzie no perdió ni un segundo.

      Entró al circuito y se puso a la busca de objetivos de inmediato. Habían dispuesto el espacio casi como si se tratara de un videojuego en el sentido de que los objetivos aparecían por sorpresa desde detrás de los obstáculos, esquinas, y hasta desde el techo. Todos ellos estaban conectados con brazos robóticos que permanecían ocultos y que, por lo que ella entendió, nunca hacían aparecer los objetivos con la misma pauta temporal. Por tanto, durante esta segunda ocasión, ninguno de los objetivos que había derribado en la primera ocasión saldrían del mismo sitio que la última vez. Siempre se le iba a presentar como una nueva carrera.

      Tras dar dos pasos, surgió un objetivo desde una caja estratégicamente colocada. Lo derribó con un disparo de su nueve milímetros e instantáneamente, se puso a caminar en busca de más. Cuando llegó el siguiente, llegó desde el techo, un objetivo que tenía el tamaño como de una softball. Mackenzie le dio directamente en el centro al tiempo que se le venía encima otro objetivo desde su derecha. También aplastó a este último y siguió entrando a la sala.

      Decir que esto le resultó catártico era quedarse cortos. Aunque no le incomodaba planificar su boda ni la dirección que estaba tomando su vida, aun quedaba cierta sensación de libertad en permitir que el cuerpo se moviera por instinto, reaccionando a situaciones intensas. Mackenzie no había formado parte de un caso activo en casi cuatro meses, que había pasado concentrada en atar todos los cabos sueltos en el caso de su padre y, por supuesto, en su inminente boda con Ellington.

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