Antes De Que Anhele. Блейк Пирс
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Y por eso estaba llevando su camioneta al aparcamiento de su espacio primario de consignas un sábado por la mañana en vez de quedarse remoloneando en la cama e intentar convencer a su mujer de que hagan el amor con promesas de ese viaje a París. Este complejo de consignas de almacenamiento era el más pequeño de los que poseía. Era un complejo al aire libre con cincuenta y cuatro unidades en total. El alquiler era más bien de los bajos, y tenía todas alquiladas excepto por nueve.
Quinn se bajó de su camioneta y caminó entre las consignas. Cada cuadrado de consignas contenía seis espacios de almacenamiento, todos del mismo tamaño. Caminó hasta el tercer bloque de consignas y se dio cuenta de que la mujer que había llamado por la mañana no había estado exagerando ni un poco. También él podía oler algo horrible y eso que la consigna en cuestión todavía estaba a dos cuadrículas enteras de distancia. Sacó su llavero del bolsillo y empezó a circular con su bicicleta hasta que llegó a la Consigna 35.
Para cuando llegó a la puerta de la consigna, casi tenía miedo de abrirla. Algo olía mal. Empezó a preguntarse si alguien, de algún modo, había dejado encerrado a su perro dentro sin darse cuenta. Y como de algún modo, nadie le había escuchado ladrar ni lloriquear con lo que no le habían sacado de allí. Fue una imagen que alejó de la mente de Quinn cualquier idea de ponerse caliente con su mujer un sábado por la mañana.
Con una mueca en el rostro debido al olor, Quinn metió la llave al cerrojo de la Consigna 35. Cuando el cerrojo se abrió, Quinn lo sacó del pasador y después enrolló la puerta estilo acordeón para arriba.
El olor de atizó con tal fuerza que dio dos pasos firmes hacia atrás, con miedo a ponerse a vomitar. Se colocó la mano sobre la nariz y la boca, dando un pequeño paso hacia delante.
Pero ese fue el único paso que dio. Vio de dónde provenía el olor solo con quedarse parado fuera de la consigna.
Había un cadáver en el suelo de la consigna. Estaba cerca de la parte delantera, a un par de metros de los cachivaches que estaban apilados en la de atrás, taquillas pequeñas, cajas de cartón, y cajas de leche llenas con un poquito de todo.
El cadáver era el de una mujer que parecía tener veintitantos años. Quinn no podía ver ninguna herida visible en ella, pero había una buena cantidad de sangre acumulada a su alrededor. Ya había dejado de estar húmeda o pegajosa, y se había resecado en el suelo de hormigón.
Ella estaba lívida como un fantasma y tenía los ojos abiertos de par en par, inmóviles. Durante un instante, Quinn pensó que le estaba mirando directamente a él.
Sintió como se elevaba un grito ahogado en su garganta. Reprimiéndose antes de que se le pudiera escapar, Quinn rebuscó su teléfono en su bolsillo y llamó al 9-1-1. Ni siquiera estaba seguro de que fuera el número al que llamar para algo como esto, pero era todo lo que se le ocurría hacer.
Cuando sonó el teléfono y respondió el agente de comunicaciones, Quinn intentó desviar la vista para descubrir que era incapaz de quitarle los ojos de encima a la grotesca visión, con su mirada entrelazada con la de la mujer muerta que había en la consigna.
CAPÍTULO TRES
Ni Mackenzie ni Ellington querían una boda a lo grande. Ellington decía que ya se había sacado todas las tonterías relativas a la boda de su sistema con su primer matrimonio, pero quería asegurarse de que Mackenzie tenía todo lo que quisiera. Los gustos de ella eran sencillos. Ella hubiera estado perfectamente satisfecha en una iglesia básica. Nada de campanitas, ni silbatos, ni elegancia fabricada.
Entonces, el padre de Ellington les había llamado poco después de que anunciaran su compromiso. El padre de Ellington, que nunca había formado realmente parte de su vida, le felicitó pero también le informó de que no podría atender ninguna boda a la que asistiera la madre de Ellington. Sin embargo, les compensó por su futura ausencia utilizando sus conexiones con un amigo muy adinerado de DC y reservando la Meridian House para ellos. Era un regalo que rayaba en lo obsceno, pero que también había puesto punto y final a la cuestión de cuándo celebrar el matrimonio. Resulta que al final la respuesta era cuatro meses después del compromiso, gracias a que el padre de Ellington reservó una fecha en particular: el 5 de septiembre.
Y, aunque ese día todavía estaba a dos meses y medio de distancia, parecía estar mucho más cerca cuando Mackenzie se puso de pie en los jardines que había junto a Meridian House. El día era perfecto y todo acerca del lugar parecía haber sido recientemente alterado y diseñado.
Me casaría aquí mismo mañana si pudiera, pensó. Por norma, Mackenzie no se dejaba llevar por impulsos caprichosos, pero había algo en la idea de casarse aquí que le hacía sentir de cierta manera, en un punto medio entre lo romántico y lo rarito. Le encantaba la sensación de otra época que emanaba el lugar, el cálido y sencillo encanto y los jardines.
Mientras se quedaba de pie y examinaba el lugar, Ellington se acercó por detrás y le colocó los brazos alrededor de la cintura. “Así que… en fin, este es el sitio”.
“Sí que lo es”, dijo ella. “Tenemos que darle las gracias a tu padre. De nuevo. O quizá solo des-invitemos a tu madre para que él pueda presentarse”.
“Puede que sea un poco tarde para eso”, dijo Ellington. “Sobre todo porque ahí está ella, caminando por la acera a tu derecha”.
Mackenzie miró en esa dirección y vio a una mujer mayor con la que los años habían sido amables. Llevaba gafas de sol negra que le hacían parecer excepcionalmente juvenil y sofisticada de una manera que rayaba en lo petulante. Cuando divisó a Mackenzie y a Ellington de pie entre dos jardineras grandes llenas de flores y tallos, les saludó con un poco de entusiasmo de más.
“Parece dulce”, dijo Mackenzie.
“También lo parecen las golosinas, pero cómete las suficientes y se te pudrirán los dientes”.
Mackenzie no pudo evitar que le saliera una risita al oír esto, pero la reprimió mientras la madre de Ellington se les unía.
“Espero que tú seas Mackenzie”, dijo.
“Lo soy”, dijo Mackenzie, insegura de cómo tomarse la broma.
“Por supuesto que lo eres, querida”, dijo. Le dio un abrazo flojo a Mackenzie con una sonrisa resplandeciente. “Y yo soy Frances Ellington… pero solo porque me resulta demasiado laborioso cambiarme el apellido”.
“Hola, madre”, dijo Ellington, acercándose para darle un abrazo.
“Hijo. Por favor, ¿cómo diablos os las arreglasteis para conseguir este lugar? ¡Es definitivamente espectacular!”.
“Llevo suficiente tiempo en DC como para hacer amistad con la gente adecuada”, mintió Ellington.
Mackenzie se estremeció por dentro. Entendía completamente por qué necesitaba mentir, pero también se sentía incómoda con formar parte de una mentira tan grande que implicaba a su suegra en esta etapa de su relación.
“¿Pero entiendo que no conoces a quienes podían acelerar el papeleo y las ramificaciones legales de tu divorcio?”.
Era