Casi Ausente. Блейк Пирс
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Pero cuando deslizó su mano hacia afuera, otra áspera la atrapó.
—¡Así que ahí estás!
La arrancó y ella se aferró del marco de la cama, el frío acero le raspaba las manos, y comenzó a gritar. Sus gritos aterrorizados llenaron el dormitorio, llenaron la casa…
Y se despertó, traspirando, gritando, escuchando la voz preocupada de Jess.
—Oye, Cassie, ¿estás bien?
Los zarcillos de la pesadilla aún la acechaban, esperando atraparla de nuevo. Podía sentir los rasguños en el brazo, en donde se había cortado con el marco oxidado de la cama. Apretó sus dedos sobre la piel y se alivió al sentirla intacta. Abrió bien los ojos y prendió la luz sobre su cabeza para espantar la oscuridad.
—Estoy bien. Tuve un mal sueño, nada más.
—¿Quieres agua? ¿Té? Puedo llamar a la azafata.
Cassie se iba a negar amablemente, pero luego recordó que debía tomar la medicación otra vez. Si una pastilla no había funcionado, dos habitualmente impedían que las pesadillas se repitieran.
—Un poco de agua. Gracias —le dijo.
Esperó a que Jess no la mirara y rápidamente se tomó otra pastilla.
No intentó volver a dormir.
Durante el aterrizaje intercambió números de teléfono con Jess, y por las dudas anotó el nombre y la dirección de la familia con la que ella iba a trabajar. Cassie se dijo que era como una póliza de seguros, y que con suerte si la tenía no la iba necesitar. Hicieron la promesa de recorrer el Palacio de Versalles juntas en la primera oportunidad que tuvieran.
Mientras rodaban hacia el aeropuerto Charles de Gaulle, Jess se reía entusiasmada. Rápidamente le mostró a Cassie la selfi que su familia se había tomado para ella mientras esperaban. Una atractiva pareja y sus dos hijos sonreían y sostenían un cartel con el nombre de Jess.
Cassie no había recibido ningún mensaje. Maureen solamente le había dicho que la esperarían en el aeropuerto. El camino hacia el control de pasaportes parecía eterno. Estaba rodeada por el murmullo de las conversaciones en una multitud de idiomas distintos. Intentó escuchar a la pareja que caminaba junto a ella, y se dio cuenta de lo poco que podía entender el francés hablado. La realidad era tan diferente a las clases de la escuela y las grabaciones que escuchaban. Se sintió asustada, sola y con falta de sueño, y de pronto se dio cuenta de que su ropa estaba arrugada y traspirada en comparación con los viajeros franceses a su alrededor, elegantemente vestidos.
Tomó sus maletas y se apresuró a los servicios, se puso una blusa limpia y se peinó. Aún no se sentía lista para conocer a su familia y no tenía idea de quién la estaría esperando. Maureen le había dicho que la casa estaba a más de una hora del aeropuerto, por lo que quizás los niños no habían venido. No buscaría a una familia grande. Un rostro amigable sería suficiente.
Pero en el mar de gente que la observaba, no vio a nadie que la reconociera, a pesar de haber puesto la mochila de “Las Niñeras de Maureen” a la vista en el carrito del equipaje. Caminó lentamente desde la puerta de salida hacia la sala de arribos, esperando ansiosamente que alguien la ubicara, la saludara con la mano o la llamara.
Pero todos parecían esperar a alguien más.
Aferrando el carrito con las manos frías, Cassie zigzagueó por la sala de arribos, buscando en vano mientras la muchedumbre se iba dispersando gradualmente. Maureen no le había dicho qué hacer si esto sucedía. ¿Tenía que llamar a alguien? ¿Su teléfono funcionaría en Francia?
Y entonces, cuando pasaba por última vez de forma frenética por la sala, lo encontró.
“CASSANDRA VALE”.
Un hombre esbelto y de cabello oscuro, vestido de chaqueta negra y jeans, sostenía el pequeño cartel.
Parado cerca de la pared, concentrado en su teléfono, ni siquiera la estaba buscando.
Se acercó vacilante.
—Hola, soy Cassie. ¿Tú eres…? —le preguntó, sus palabras se apagaban al darse cuenta de que no sabía quién podía ser.
—Sí —le respondió en un marcado acento inglés—. Ven por aquí.
Estaba por presentarse adecuadamente, para decir las palabras que había ensayado acerca de lo entusiasmada que estaba de ser parte de la familia, cuando vio la tarjeta plastificada en su chaqueta. Era solo un chofer de taxi, la tarjeta era su pase oficial para el aeropuerto.
La familia ni siquiera se había molestado en venir a conocerla.
CAPÍTULO TRES
El paisaje citadino de París se desenvolvía frente a la mirada de Cassie. Altos edificios y bloques industriales sombríos dieron paso gradualmente a los suburbios arbolados. La tarde era fría y gris, con lluvias dispersas y viento.
Se estiró para ver los letreros que pasaban. Se dirigían hacia Saint Maur, y por un momento pensó que ese era su destino, pero el chofer pasó la salida y continuó por la carretera que salía de la ciudad.
—¿Cuánto falta? —le preguntó, intentando iniciar una conversación, pero él gruñó evasivamente y subió el volumen de la radio.
La lluvia golpeteaba las ventanas y sentía el frío del vidrio en su mejilla. Deseaba haber tomado su chaqueta gruesa del maletero. Y estaba muerta de hambre, no había desayunado y desde entonces no había tenido la oportunidad de comprar comida.
Luego de más de media hora llegaron a campo abierto, bordeando el río Marne, en donde las barcazas con sus colores vivos le dieron un toque de color al gris, y algunas personas caminaban bajo los árboles envueltas en gabardinas. Algunas ramas ya estaban descubiertas, otras aún vestían hojas de color oro rojizo.
—Hace mucho frío hoy, ¿no? —observó, intentando nuevamente entablar una conversación con el chofer.
—Oui —respondió balbuceando, y esa fue su única respuesta, pero al menos subió la calefacción y ella dejó de tiritar.
Envuelta por el calor, se dejó arrastrar por una siesta intranquila mientras pasaban los quilómetros.
Un frenazo brusco y el estruendo de una bocina la despertaron sobresaltada. El chofer intentaba pasar a un camión estacionado, logrando salir de la carretera hacia una calle angosta y arbolada. El cielo se había despejado, y en la luz tenue del atardecer el paisaje otoñal era hermoso. Cassie miró por la ventana, asimilando el paisaje ondulante y el mosaico de praderas intercalado con enormes y oscuros bosques. Pasaron por un viñedo con sus filas de vides bien ordenadas rodeando la ladera.
El chofer aminoró la velocidad y se adentró en un pueblo con casas de piedra pálida, ventanas con forma de arco y tejados empinados alineando el camino. A lo lejos, vio un campo abierto y vislumbró un canal bordeado de sauces llorones mientras cruzaban un puente de piedra. La elevada aguja de la iglesia atrajo su atención, y se preguntó cuántos años tendría el edificio.
Pensó que deberían estar cerca del chateau,