Historia secreta mapuche 2. Pedro Cayuqueo

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Historia secreta mapuche 2 - Pedro Cayuqueo

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que los mapuche se habían informado del contenido del referido proyecto de ley aun antes que la información oficial fuera incluso dada a la prensa”, comenta el historiador Arturo Leiva. Así lo reconoció el propio periódico en una nota publicada el 13 de octubre de 1853.

      ¿Quién lo sabía primero, nosotros o los indios? Nosotros dirá usted, porque nosotros lo supimos por El Correo del Sur; pero no señor, que fueron los indios que tuvieron noticias de él como quince días antes que nos llegase la información al Correo. Vea usted si los indios se descuidan en averiguar lo que les concierne de cerca.

      Después —agregaba el periódico—, por noticias recibidas desde Arauco y Tucapel, se sabía que diversos lonkos habían pedido al principal jefe mapuche de aquel entonces, Juan Mañilwenu, que se celebrara lo antes posible un Füta Trawün o junta general.

      En vista de lo grave de la información recibida por sus espías desde Santiago, las jefaturas mapuche consideraban urgente tener una opinión colectiva acerca de los planes del gobierno.

      No era tan extraño entonces que Painetruz tuviera información de primera mano acerca de la situación política de Argentina y de los planes expansionistas que hacendados, políticos y jefes militares fronterizos fraguaban —por lo visto, inútilmente— a sus espaldas.

      Pero Mansilla, así lo cree Panguitruz, era un jefe militar que privilegiaba la paz antes que la guerra. Por ello aceptó recibirlo en su toldería en Leubucó. Sabía también que lo realmente clave era cuánto respaldo político tenía el coronel y la correlación de fuerzas existente en Buenos Aires.

      De allí sus preguntas iniciales sobre el primer mandatario, el Congreso y la propia familia de su padrino Rosas, estos últimos hipotéticos “aliados” si las circunstancias así lo requiriesen.

      ¿Qué sucedió finalmente en el parlamento entre Mansilla y los rankülche? ¿Logró el coronel ratificar la paz frente al medio centenar de lonkos y otros tantos guerreros que Panguitruz logró reunir días más tarde en Leubucó?

      Será tarea de los lectores averiguarlo.

      El viaje de Lucio Mansilla se publicó por entregas en el diario La Tribuna y bajo el formato de cartas dirigidas a su amigo Santiago Arcos, quien por entonces residía en España.

      Comenzaron a publicarse el 20 de mayo de 1870, pero se interrumpieron en septiembre del mismo año. Héctor Varela, director del diario, recopiló las cartas publicadas más otras cuatro finales y completó en 1871 la primera edición del libro bajo el nombre Una excursión a los indios ranqueles.

      En 1875 Mansilla recibió el primer premio en el Congreso Geográfico Internacional de París. Una segunda edición de su obra se publicó en 1877 en Leipzig, Alemania, como parte de una colección de autores de lengua española. Una tercera fue publicada en 1890 por Juan Alsina. Llevaba un prólogo de Daniel García Mansilla, escritor, diplomático y sobrino del autor.

      Desde entonces las reediciones del libro se cuentan por docenas. Para no pocos estudiosos se trataría del verdadero clásico fundador de la literatura argentina, a la altura de grandes obras como Martín Fierro de José Hernández o Facundo de Domingo Faustino Sarmiento.

      No fue —desde luego— Mansilla el primero en ocuparse del tema de la otredad (o del “indio”) en la literatura argentina. Antes lo hizo la generación del 35 a través de autores como Esteban Echeverría (El matadero, 1840; La cautiva, 1837), en donde ya se plantea el binomio civilización/barbarie desarrollado más tarde por Sarmiento.

      Pero Mansilla llegó mucho más lejos al lograr retratar y entender la conflictiva relación existente entre ambos mundos, aquel choque cultural donde la gran pregunta que ronda su escritura pareciera ser quiénes son los civilizados y quiénes en verdad los bárbaros.

      Sucede que el militar se enamoró de las pampas y de aquella libertad de los rankülche.

      ¡Es tan agradable el varonil ejercicio de correr por la pampa que yo no he cruzado nunca sus vastas llanuras sin sentir palpitar mi corazón gozoso! Mentiría si dijese que al oír retemblar la tierra bajo los cascos de mi caballo, he echado alguna vez de menos el ruido tumultuoso de las ciudades donde la existencia se consume. Lo digo ingenuamente, prefiero el aire libre del desierto, su cielo, su sublime y poética soledad, a estas calles encajonadas (Mansilla, 1871:235).

      Contrario a lo planteado por la historiografía argentina, Mansilla demuestra además que de “desierto” aquel territorio tenía bastante poco. En lugar de encontrarse con la nada, el territorio que visita en 1871 está lleno de vida y movimiento.

      Y es que ello era Puelmapu, un vasto territorio con prácticas, formas y tradiciones propias. Y con rutas que conectaban en pocas jornadas a caballo las principales tolderías. Aquella era una tierra donde no solo el mapuche era bienvenido. Así lo demuestran los numerosos winkas viviendo a gusto en las tolderías.

      Un último dato sobre nuestro viajero.

      Se cuenta que, ya anciano y radicado en la ciudad de París, quiso mostrarle a un amigo un regalo que para él tenía un gran valor afectivo: el poncho que le regalara la mujer principal del cacique Mariano Rosas en aquella célebre excursión.

      Pero al hacerlo se encontró con una terrible noticia: el bello makuñ estaba siendo devorado por las polillas. Mansilla, que a esa altura ya había perdido a cuatro de sus hijos, cayó al instante sobre su sillón, llorando tristemente.

      Panguitruz o “Mariano Rosas”, por su parte, fallecería en Leubucó de viruela el 18 de agosto de 1877.

      Para que lo acompañaran en su viaje al Wenumapu (la tierra de arriba) se cuenta que mataron a sus tres mejores caballos y a una yegua gorda. Siete mantas, una por cada una de sus esposas, envolvieron su cuerpo a modo de vendajes protectores. Otros siete pañuelos coronaron su frente. Su lanza y espada también fueron depositadas en el sepulcro.

      Sus honras fúnebres tradicionales fueron tan magníficas que quedaron consignadas para la posteridad en el periódico La Mañana del Sur de Buenos Aires.

      Un año más tarde, en 1878, y violando diversos tratados de paz, la República Argentina comenzó a preparar la mal llamada Conquista del Desierto encabezada por el general Roca. Sería el comienzo del fin de la célebre dinastía de los zorros.

      A partir de entonces los rankülche serían perseguidos y diezmados por la Tercera División al mando del comandante Eduardo Racedo, quien arrasó con las tolderías desde Leubucó hasta Salinas Grandes, esta última la tierra del gran Calfucura.

      No contento con eso, Racedo hizo desenterrar los restos del lonko Mariano Rosas. Estos pasaron luego a formar parte de la colección de antropología del naturalista, político y apologista de la guerra contra los mapuche Estanislao Zeballos.

      La colección, formada por cien cráneos “de indígenas antiguos y modernos, varios de estos de jefes de renombre”, según una publicación de la época, fue donada por Zeballos en 1889 al macabro Museo de Ciencias Naturales de La Plata.

      Allí los cráneos fueron exhibidos por más de un siglo.

      Fundado por Francisco P. Moreno, el Museo de La Plata en esos mismos años también se hizo con los restos de otros grandes lonkos y guerreros mapuche tales como Calfucura,

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