Historia secreta mapuche 2. Pedro Cayuqueo

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Historia secreta mapuche 2 - Pedro Cayuqueo

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un bravo capitanejo del lonko, y otros guerreros. Se sorprende con la destreza ecuestre de sus escoltas.

      Cabalgando con los indios no es posible marchar unidos. Ellos le aflojan la rienda al caballo para que dé todo lo que puede de modo que los jinetes cuyo caballo tiene el galope corto siempre quedarán atrás. Toda marcha de indios se inicia en orden, pero al rato se han desparramado como moscas, salvo en los casos de guerra. En esta, pelean unidos, en formación, a pie o a caballo, interpolados según las circunstancias. En un combate que mis fuerzas tuvieron con ellos en los Pozos Cavados los pedestres se agarraban de las colas de los caballos y ayudados por el pulso de estos se ponían en un verbo fuera del alcance de las balas (Mansilla, 1871:109).

      Cuenta Mansilla que los mismos caballos que los mapuche toman de los blancos, “sometidos a un régimen peculiar y severo, cuadruplican sus fuerzas, reduciéndonos muchas veces en la guerra a una impotente desesperación”.

      Montura, transporte, arma; los jinetes mapuche ni siquiera para descansar desmontan sus briosos corceles, escribe.

      Tienen ellos la costumbre de descansar sobre el lomo del caballo. Se echan como en una cama, haciendo cabecera en el pescuezo y extendiendo las piernas cruzadas en las ancas, así permanecen horas enteras. El caballo del indio además de ser fortísimo es mansísimo. ¿Duerme el indio? No se mueve. ¿Está ebrio? Lo acompaña a guardar el equilibrio. ¿Se apea y baja la rienda? Allí se queda todo el día. El indio vive sobre el caballo como el pescador en su barca; su elemento es la pampa como el elemento de aquel es el mar. Todo puede faltar en el toldo de un indio, será pobre como Adán, pero hay una cosa que jamás falta. De día, de noche, brille espléndido el sol o llueva a cántaros, en el palenque hay siempre atado de la rienda un caballo. A horse. A horse! My kingdom for a horse! (Mansilla, 1871:110).

      No había sido fácil empresa llegar hasta la morada del legendario jefe rankülche Mariano, anota el militar. Por ello, cuando le anuncian “¡allí está Leubucó!”, fijó la vista “como si después de una larga peregrinación por las vastas y desoladas llanuras de la Tartaria, al acercarme a la raya de la China, me hubieran dicho: ¡Allí es la gran muralla!”.

      Tenían razón los werkén (mensajeros): a Mansilla lo esperaba una gran recepción por parte del lonko Mariano Rosas. Este era en aquellas décadas el principal jefe del gran territorio rankülche y su historia bien vale la pena de contar.

      Su verdadero nombre era Panguitruz Gner (“Zorro cazador de pumas”) y era miembro de un linaje con mucha historia. Era hijo del gran cacique Paine o Painegner (“Zorro celeste”) y nieto nada menos que del célebre Yanquetruz.

      Su abuelo, guerrero de prestigio y poder, había sido elegido jefe de los rankülche en 1818 tras la muerte de Carripilún. Dos años más tarde, en 1820, Yanquetruz, junto a otros dos mil guerreros, acompañaba al héroe chileno José Miguel Carrera en sus correrías por las provincias argentinas.

      Entre 1833 y 1834, Yanquetruz hizo frente a la expedición militar que el exgobernador Juan Manuel de Rosas realizó contra las tribus de la pampa y el norte de la Patagonia, derrotando a los argentinos en numerosas batallas. Esta expedición es conocida como la primera Campaña al Desierto.

      Fue en el marco de esta guerra de invasión que su nieto Panguitruz Gner, por entonces de nueve años, fue capturado por guerreros enemigos mientras cuidaba caballos en las cercanías de la laguna Lanqueló.

      Cuenta Mansilla que el menor fue entregado a las tropas argentinas por sus captores y permaneció un año preso y engrillado “en los Santos Lugares y tratado con dureza”. Cuando él y los otros prisioneros perdían la esperanza de mejorar su suerte, fueron llevados a Palermo ante el dictador Juan Manuel de Rosas.

      Tras interrogarlos, Rosas cayó en cuenta de que el niño era hijo de un importante jefe de los rankülche y nieto de Yanquetruz.

      Estratégico, decide entonces tratar bien al muchacho.

      Lo hace bautizar con el nombre de Mariano, le da su apellido y lo manda junto a sus peñi de peón a su estancia El Pino. Ubicada en las cercanías del actual municipio de La Matanza, a unos cuarenta kilómetros al suroeste de Buenos Aires, era por esos años la más antigua estancia de la provincia.

      Entre rebencazos gratuitos y también muestras de afecto, Panguitruz aprendió a leer y escribir y se hizo diestro con el caballo y las faenas rurales. Pero en los seis años que permaneció cautivo en El Pino jamás perdió la nostalgia por su tierra.

      Una noche de luna llena del año 1840, acompañado de otros jóvenes ranqueles, se hizo de los mejores caballos y escapó.

      Tras una larga travesía hacia el oeste por la ruta que conectaba los fuertes Federación —actual Junín, en medio de la provincia de Buenos Aires— y Villa de Mercedes —actual Villa Mercedes, en la provincia de San Luis—, los jóvenes tomaron rumbo sur para llegar a la laguna Leubucó, su tierra natal.

      ¡Habían cabalgado cerca de mil kilómetros!

      Su llegada causó gran alegría en las tolderías de su padre, quien intentó varias veces canjear inútilmente su libertad. Había regresado uno de sus hijos más queridos, convertido en un joven educado en el kimün winka (conocimiento del blanco) y ahijado nada menos que de Juan Manuel de Rosas.

      A juicio del historiador Marcelo Valko, aquello para nada resultaba trivial. “Resulta obvio que el apellido winka que le otorgan no puede tomarse a la ligera. Pertenece, quiérase o no, al hombre más importante de su tiempo en Argentina”, apunta.

      Aquello implicaba para el joven Mariano alianzas, prestigio y poder. Porque, a pesar de haber sido prisionero y luego peón de estancia contra su voluntad, el joven no abrigó jamás rencores con su célebre padrino ni tampoco su padrino hacia él.

      Se cuenta que, a poco de llegar a Leubucó, recibió incluso una carta y un regalo de Rosas, quien por cierto no daba puntada sin hilo. En la carta aclara que no está enojado por la fuga, pero que hubiera preferido saber de sus deseos de partir para “evitarse el disgusto”. También lo invita, cordialmente, a visitarlo en Buenos Aires cuando lo desee.

      El regalo, por su parte, “consistía en doscientas yeguas, cincuenta vacas y diez toros, dos tropillas de overos negros, un apero completo con muchas prendas de plata, algunas arrobas de yerba y azúcar, tabaco y papel, ropa fina, un uniforme de coronel y muchas divisas coloradas”.

      Cuenta el coronel Mansilla al respecto:

      Mariano Rosas conserva el más grato recuerdo de veneración por su padrino; hablaba de él con el mayor respeto, dice que cuanto es y sabe se lo debe a él; que después de Dios no ha tenido otro padre mejor; que por él sabe cómo se arregla y compone un caballo parejero; cómo se cuida el ganado vacuno, yeguarizo y lanar para que se aumente pronto y esté en buenas carnes en toda estación; que él le enseñó a enlazar, a pialar y a bolear a lo gaucho en los campos (Mansilla, 1871:183).

      Panguitruz, quien asumió el mando de los rankülche en 1858, sucediendo a su hermano mayor, conservó hasta en las firmas su nombre cristiano. Pero, si bien guardó eterna y pública gratitud hacia Rosas, jamás puso nuevamente un pie fuera de su territorio.

      Se cuenta que aquel era el fatídico vaticinio de las machi: que si volvía donde los blancos jamás regresaría a su tierra. Al menos no con vida. Estos temores del ahora gran jefe eran conocidos por el coronel Mansilla. Ya lo había invitado, sin éxito, a parlamentar en numerosas ocasiones

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