Al filo del dinero. Sergey Baksheev

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Al filo del dinero - Sergey Baksheev

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style="font-size:15px;">      Katya me miró como si yo me negara a la curación de nuestra hija. Se disgustó:

      – Hay que hacer algo. No me encuentro, me retuerzo pensando como salvar a Yulia y tú… —

      – Yo también me estoy rompiendo la cabeza. —

      – Pide un adelanto de tu sueldo. O un crédito con un período de gracia. Katya cambió la ira por la dulzura, me abrazó desde atrás, pegando su mejilla a mi frente. – Tú trabajas en el banco hace mucho tiempo, ahí te aprecian, explícales la situación, te comprenderán. —

      – Otro préstamo, – Me sonrojé sin saber que decir, – no me van a dar. Yo acordé con el banco un período de veinte años. —

      – Pero se trata de nuestra hija. Yo puedo ir contigo, les suplicaré. ¿El Radkevich ese, no es un ser humano? —

      Me salí del abrazo femenino y casi dije, como esta personita buenecita me botó del trabajo sin ningún beneficio. En el último momento me contuve, bajé la cabeza y prometí:

      – Conseguiré el dinero, vas a ver. —

      – Cuando? Yulia no puede esperar. —

      – Actuaré rápido. —

      Mi rostro no reflejaba optimismo y Katya no esperó para reprocharme:

      – ¡Si, lo vas a conseguir! Por ahora solo gastas. Hoy reparaste el «Peugeot». —

      – Me lo hicieron unos amigos, de gratis. – respondí, desafiante.

      – Para cobrarte después. —

      De repente realicé que, a partir de hoy, tengo un círculo de amigos completamente nuevo, en nada parecidos a los colegas anteriores. En esencia me metí en una aventura riesgosa con personajes que no conozco. No tienen nombre ni apellido, solo apodos: Zorro, Apóstoles. Y ahora no hay ningún Yury Andreevich Grisov, sino un abstracto Doctor.

      Para apartar las ideas desagradables, me levanté de la mesa y prendí la tetera:

      – Bebamos té. ¿Dónde está mi taza? —

      – Agarra cualquiera. —

      Yo siempre agarraba la primera que veía, pero ahora decidí insistir:

      – Los Gromov me trajeron una para Navidad, ¿recuerdas? Me la trajeron de Egipto. —

      – En alguna parte está. Después la busco. —

      – La quiero ahorita. —

      Mi esposa me miró como reprochándome: que quisquilloso.

      – Yo creo que está en la caja de regalo todavía. —

      La busqué, la encontré y bebí té ahí. Ahora voy a hacer así siempre. Esta es mi taza, no se puede confundir y, además, es muy grande para Katya. Me tranquilizó esa idea.

      Antes de acostarme miré, con aprehensión, la sala de baño de nuestra habitación. Teníamos en común el inodoro, la ducha, el lavamanos y, al menos, teníamos toallas diferentes. Estiré mi mano hacia los cepillos dentales. Tres cepillos parecidos en un vaso, solo se distinguían por algún colorcito. ¡Eso era peligroso! El mío era azul oscuro, el de ella, azul claro, pero no me podía confiar. Las encías sangran a veces, y podría suceder lo irreparable.

      Me eché agua fría en la cara. Debía poner otro vaso para mi cepillo, pero entonces no podría evitar las preguntas. ¡Cuanto había cambiado mi vida, ese virus maldito se metía hasta en los detalles!

      Me cepillé los dientes y rompí el cepillo. Mañana voy a comprar uno nuevo, pero completamente diferente a los que quedan.

      Yo tomé el laptop con la intención de acostarme tarde, de tal manera que Katya estuviera dormida. Pero no dormía, todavía preocupada. Ella puso su cabeza en mi hombro y me pegó su hinchado y tibio vientre. Yo la abracé y, entre los dos, latía el corazoncito del futuro bebé.

      – Yury, seguro vas a conseguir el dinero? – me preguntó con mucha seriedad.

      – Claro, – le dije, tratando de que mi voz sonara segura.

      – No podemos perder tiempo. —

      – Lo haré lo más rápido posible. —

      – Para las operaciones de Yulia se necesita mucho dinero. —

      – No te preocupes, para la casa, yo hallé el necesario. —

      Agradecida, me besó en la mejilla.

      – Si quieres…, si te hace falta… – Katya se volteó, dobló sus piernas y pegó sus nalgas de mi cuerpo. – Pero ten cuidado. —

      Yo me separé. Sentí terror, pensé en las pesadillas que me recorrían internamente. Virus invisibles y perjudiciales recorren mi organismo y no estoy en condiciones de luchar contra ellos. Soy una bolsa caminante llena de virus. El peligro más inmediato para mi esposa y mi hijo. Que me joda yo, ya viví suficiente, pero el bebé que está por nacer no debe sufrir.

      No, desde hoy, nada de sexo. Lo mejor sería dormir separado o, por lo menos, con diferentes cobijas. Pero tendría que decir que estoy infectado. ¿Con cuales palabras? ¿Como explicarle a Katya? ¿Qué va a pensar ella? ¿Como decirle eso en su condición? Sus nervios ya están en el límite por lo de la hija y si le hablo de la fea enfermedad…

      Nooo! Eso la destrozaría. Mejor esperar. Hay que resolver un problema, al menos. Debo conseguir el dinero para la operación de Yulia. Y yo haré lo que sea para la curación de mi hija.

      – Mejor durmamos. – le dije e, instintivamente, me separé de ella.

      11

      Yo me acerqué a la dirección indicada y, sin salir del carro, observé los alrededores. Dicen que demasiada precaución te lleva a la paranoia, pero esta es la menor de las amenazas que se ciernen sobre mí. Cuando ya tenía todo el entorno controlado saqué mis conclusiones.

      En la planta baja del anexo al conjunto de edificios de apartamentos había un supermercado pequeño. A estas residencias se podía acceder desde todos lados. Un poco más allá en la calle había una parada de autobús y la entrada a una estación del metro, adonde se dirigían los habitantes de los edificios cercanos. El típico y enorme conjunto residencial estaba dividido, en la mitad, por una carretera ancha. Un lugar de mucha gente, que se apura hacia alguna parte y, donde nadie le pone atención a nadie. Para un pequeño laboratorio es una buena escogencia. Solo tengo que convencer a Zorro que no estacione el «Subaru» destartalado cerca del abasto y, que cada vez, lo estacione en un nuevo lugar, para que nadie se acostumbre a verlo.

      Como fue acordado por teléfono, encontré a Zorro, dentro del supermercado, en la estantería de vinos. Él miraba las botellas sin demasiado interés. Me paré a su lado como un parroquiano casual.

      – Hola, Doctor, – me susurró Zorro, sin mirarme. – Nuestra oficina está bajo nuestros pies, la entrada está detrás del abasto. —

      – ¿Trajiste el aparataje, no se te olvidó

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