Una esquirla en la cabeza. Sergey Baksheev

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Una esquirla en la cabeza - Sergey Baksheev

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cuantos goles no marcaríamos ¡Sin mucho esfuerzo!

      Pero con un automático no es interesante. Ves la manada, te paras en el medio de la estepa y le das para todos lados. Las balas son suficientes. Esto es una satisfacción, pero para tenienticos nuevos. ¡En el momento de la caza todo el gusto está en la persecución! Cuando ves, ante ti, como parpadean esos traseros grasientos a la luz de los faros. El carro lo tiras por los mogotes, los saigas saltan, y es necesario saber tener los saltarines en la mira y poner el proyectil en el blanco. No es lo mismo estar en la galería de tiro y darle a un blanco fijo.

      Pero el mayor tiene una gran experiencia en esa caza. Habrá presas.

      Petelin se imagina claramente, frente a sus ojos, las chispas de ese fuego emocionante, y en su garganta, el gusto de la bebida vigorizante en el aire fresco. Epa! ¿Qué voy a esperar? La “Rusa” blanca, que compramos esta mañana junto con la carne, se puede descorchar ahora.

      Viktor Petrovich sacó de su maletín la botella de vodka, le quitó, con los dedos, la fácil tapa que tiene una “lengüita”, ya que en los últimos tiempos, la fábrica ha empezado a economizar en esas tapas. Se sirvió dos tercios de un vaso. Se contuvo: “Por ahora está bien”.

      Lentamente, en varios tragos, bebió el agradable líquido. El policía metió la mano en el maletín y sacó, envuelto en periódico, un tomate grande, del tipo “Corazón de buey”. Mordió la jugosa pulpa roja y el mayor, con satisfacción, se dijo: al menos algo bueno crece en este infierno kazajo. Ni por el carrizo se dan los pepinos, no importa cuánto los riegues, las hojas se ponen amarillas y se caen. Y los frutos se doblan ya temprano. Pero los tomates parece que aman el sol. Mira que gordos salen, carnosos y enormes. Más de medio kilo llegan a pesar. Lástima que no se puede echarles sal.

      Las patillas también crecen aquí, y los melones. El mayor recordó algo. Sería bueno mandar a Fedorchuk a un koljoz, para que traiga melones. Ahora ya maduraron, se pusieron amarillos, las cáscaras ya se cubrieron de venitas y ya se siente el aroma. Claro, no estamos en Uzbekistán y los melones no son de aquel tipo, no tan jugosos, pero son gratis y hasta un quintal se puede recoger.

      ¿Pero dónde está Fedorchuk con el carro? Ya empieza la noche y es el momento apropiado para salir a buscar esa carne tonta que está saltando en cuatro patas.

      ¿Cuántos saigas debemos cazar hoy? Cinco serían suficientes. Uno para mí, uno para Fedorchuk, un tercero para los muchachos de la comisaría. El cuarto, probablemente se lo doy al procurador. Claro, ellos podrían cazar los suyos, pero hay que mostrar cierto respeto, trabajamos juntos, tenemos un objetivo común. Hay que darles un macho, robusto, con cuernos largos.

      Los militares aman esos cuernos que rompen cráneos, para ponerles barniz y ponerlos en cualquier placa de madera tallada. Entre los soldados hay bastantes que pueden hacerlo muy bien y los ponen bonitos. Y después esos oficiales se regalan, entre ellos, esas producciones de arte, fanfarroneando y bromeando. Viktor Petrovich tiene, por supuesto, de esos cuernos. Ahí, en la entrada de la oficina, tiene unos colgados. Es cómodo colgar la gorra ahí, inclusive lanzarla desde algunos metros.

      Y la quinta pieza de la “compra”, se la llevamos a Kupchikha, Petelin pensó saboreándose. Esta kazaja Kupchikha, que vivaracha que es, vende vino y vodka tarde en la noche. Claro, todos los desvelados de la ciudad van para allá. No importa que quede a cuatro kilómetros, de todas maneras, van. ¿Y donde más puedes comprar? Los almacenes cierran a las ocho y los restaurantes a las once. Y en los almacenes no siempre hay vodka. Donde Kupchikha siempre hay, más cara, por supuesto. Eso es, la quinta saiga se la llevamos cuando volvamos en la mañana. Sería bueno que la saiguita sea joven, para que la carne sea más tierna. Y allá desayunamos. La diligente Kupchikha nos escogerá el filete más tierno y nos lo asará ahí mismo en el patio.

      El mayor cerró los ojos y se imaginó un colorido acorde final en la suite de nombre “Caza de los saigas”. El olor de la carne sangrienta asada en un fuego vivo, en un aire matinal lleno de vida, multiplicador de un ya existente apetito de fiera, después de una noche movida, y con una buena vodkita.

      ¿Qué más hace falta a un tipo cansado, de regreso a su hogar con una buena producción?

      “Pero donde diablos está Fedorchuk?” – de nuevo se disgustó Petelin y se sirvió otro medio vaso de vodka. La mitad del gran tomate rojo, carnoso y jugoso, resaltaba en la mesa. Bueno, vamos a terminar de comerlo, pensó Viktor Petrovich, levantando el vaso hacia sus labios.

      De repente, la puerta de la oficina se abrió y en el umbral apareció Fedorchuk. Su mano derecha, pegada al pecho, estaba cubierta por un trapo grande y sucio.

      – Dónde estabas? – de mal humor y sorprendido, gritó el mayor.

      – Mire! ¿Para qué le cuento?! – indignado, el sargento levantó la mano izquierda.

      – No. Cuenta! ¡Cuenta! – gruñó Petelin. Ya terminaba de comerse los restos del tomate. – Cuenta con detalles. —

      – Mire! Le estoy diciendo. – Fedorchuk trató de concentrarse. – Derechito por la estepa regresaba. Todo iba normal, pero cuando doblé en la línea del tren apareció un pedazo de hierro grande, no lo pude evitar y le di. De algún tren se cayó, o de un tractor. Bueno, se metió bajo el carro cerca de la rueda y la trancó. Levanté el carro con el gato y traté de quitar la rueda. No pude, coño. Y usted sabe que no tenemos herramientas. Metí las dos manos y traté de sacar el pedazo de hierro con toda la fuerza. El carro se balanceó hacia mi lado, el gato voló, la rueda se rompió y ¡la palanca del gato me dio con fuerza en la mano! Mire. —

      El sargento levantó el trapo sucio y mostró la mano.

      – El hierro ese me rasgó la palma de la mano hasta el hueso. Y lo peor, por añadidura, es que no podía sacar la mano de debajo del carro. Y siquiera hubiera pasado un tipo por ahí, pero usted sabe, el desierto… Yo grité y grité, y empecé a excavar debajo de la mano. Al fin la saqué y mientras la limpiaba, afortunadamente tenía agua en el carro, pensaba como iba a levantarlo. El gato se había quedado debajo. Me traje el carro así, varias horas, la mano me duele mucho. Vine directo para acá. —

      – Siempre te pasa algo. – murmuró el mayor. – Tenemos que irnos para la caza. —

      – ¿Cual caza, camarada mayor? Me gustaría, pero tengo que ir al hospital. Es una herida seria en la mano. Mire, – Fedorchuk dio un paso hacia la mesa, se quitó el trapo otra vez y le puso al mayor la mano frente a la cara.

      – Aparta esa mano. – arrugó la cara Petelin. – Tú eres el que siempre me llevas. ¡No se puede confiar en nadie! – El mayor miró la botella y se suavizó. – Tómate un trago y ve para el médico. —

      El jefe y el subalterno se bebieron el resto del vodka. Petelin sacó otro tomate grande del maletín y lo cortó por la mitad.

      – Come. – le alcanzó el fruto rojo a Fedorchuk. – Quedó bastante gasolina? ¿No nos pasamos del límite? —

      – Hoy es primero de septiembre. Empieza un nuevo mes y tenemos un nuevo límite. En el tanque hay bastante. —

      – Ya septiembre. – dijo, pensativo, Petelin e hizo un gesto hacia la mesa. – Déjame las llaves. —

      El sargento puso las llaves en la mesa y preguntó, temeroso:

      – Puedo irme? —

      – Vete. —

      Viktor Petrovich no

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