Una esquirla en la cabeza. Sergey Baksheev

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Una esquirla en la cabeza - Sergey Baksheev

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entender al muchacho. Por algún tiempo, Liuba estaba fuera del juego.

      El coronel viró el avión directamente hacia el sol poniente, bajó hacia sus ojos la esfera filtro y se lanzó, con ardor infantil, hacia las estrellas salientes. Se dirigió hacia la esfera púrpura como si fuera un objetivo.

      Cuando, hacía cinco días, Liuba había dado a luz un bebé sano, Vasily había celebrado, como se debe, con la esposa y el yerno. Pero euforia y éxtasis espiritual no sintió. La hija y el nieto todavía estaban en la maternidad y ellos tres estaban sentados en la cocina tomando vino y cognac, como se acostumbra en tales celebraciones. La conversación se centraba en el nombre del niño.

      Pero hoy, por fin, cuando trajeron al pequeñín a la casa y el coronel, con cuidado, cargó el frágil cuerpecito en sus brazos inseguros y miró su nariz respingadita y sus cacheticos hinchaditos y los ojitos húmedos del pequeño milagro y olió el olvidado olor de un bebé, algo dentro de él se estremeció. Esos inesperados temblores internos rompieron la entumecida cáscara del alma y liberaron una exuberante sensación. Como si una placa teutónica se hubiera desplazado bajo un volcán y se hubiera liberado toda la energía contenida bajo ella. Vasily disfrutó esa erupción del alma, y no se contuvo.

      En alguna película el coronel había visto como el héroe, en una explosión de éxtasis, conducía, a toda máquina, su carro deportivo y levantaba agua de los pequeños charcos y una nube de hojas. Pero, gran cosa un automóvil, inclusive deportivo, en comparación al caza más veloz del mundo Vasily se sintió como la punta de la flecha, la cual a toda velocidad corta el espacio, y está sujeta a su mínima voluntad.

      El coronel remontó el vuelo de nuevo, se recargó hacia un ala y cayó en barrena, pero de nuevo tomó altitud jugando con la obediente máquina.

      El día del nacimiento del nieto, Vasily bromeaba. “Ahora tengo que dormir con una abuela”. Pero en la siguiente vuelta, como un muchacho pensó: “Cuales abuelos! Ahora le mostraremos a la hija que todavía podemos hacer muchachos. Mi esposa todavía está en su jugo. ¿Por qué no lo pensamos antes?” Se imaginó, con alegría, dos niños gateando en su apartamento. “Ivancito tendría con quien jugar”. Así, imaginariamente, bautizó al recién nacido, como si toda la familia ya estuviera de acuerdo con él.

      Viró el avión hacia el este, y mientras lo llevaba en línea recta, de repente se preguntó, si él, Vasily Timofeev, había sido exitoso en su vida. Él pudo, como algunos de sus colegas, intentar convertirse en otro conquistador del Cosmos.

      Muchos años atrás hubo la posibilidad real de aplicar para cosmonauta. Mucho tiempo lo pensó, pero se abstuvo. Ahora el veía en qué consistía la vida de los candidatos a cosmonautas. Una laboriosa preparación de muchos años, bajo un control estricto. Y entonces, si tienes mucha suerte, un vuelo al Cosmos, una gloria rápida y honores oficiales. Después, de nuevo, años de espera y preparación.

      Algunos candidatos no soportaron el continuo stress y se “quebraron”. Los sacaron del plan y se perdieron. Una rigurosa comisión médica podía encontrar detalles microscópicos en la salud de algún candidato, ya en la admisión, y había que decir adiós, inclusive, a la amada aviación. Le daban de alta del ejército enseguida y completamente.

      No, eso no era para su naturaleza inquieta. Hacía muchos años y por milésima vez, Vasily había sacado esa conclusión. Era mucho mejor su práctica diaria como aviador militar que esas clases teóricas infinitas y esperar a ver si te sonreía la fortuna.

      El coronel no se quejaba de nada. A los treinta y seis años, él había pasado bastante trabajo, pero había tenido muchos éxitos. Claro, algunos de los aviadores se habían convertido en pilotos de prueba y por ese riesgo constante habían recibido sus estrellas de héroes. Pero esos eran pocos. Ahora todo se centraba en las pruebas del nuevo avión caza secreto: el MIG-29. Decían que era una máquina liviana supermaniobrable, con posibilidades formidables. Bueno, tarde a o temprano estaría lista para usarla de manera regular y el coronel, sin falta, la pilotaría. Y ahora, él estaba en la cabina del avión más rápido del mundo y el cual, puede subir a tales alturas desde las cuales, como desde el Cosmos, se ve que la Tierra es redonda.

      Vasily Timofeev, bruscamente, aumentó la potencia del avión y comenzó a subirlo. La línea del horizonte desapareció y ante sus ojos sólo estaba la profundidad del cielo. El altímetro pasó por la marca de los 15000 metros, después por la de los 20000, después por la de los 25000, pero el coronel continuó hacia arriba. El dirigía por los cambios de velocidad de los “veinticinco” y sabía sus posibilidades. Pasando la altura de los 32000 metros, el coronel, por unos segundos, niveló la máquina y miró hacia abajo. “Mira nuestro planeta, cubierto con una delgada capa azul de atmósfera”. Ni el “Phantom”, el avión americano, exageradamente alabado, y ni siquiera, el MIG-29, llegaría hasta aquí. ¡Y que velocidades alcanza su máquina! ¿A esta altura la velocidad se nota poco, y si lo lanzamos a la Tierra? El coronel dirigió la máquina a un brusco descenso bajo un gran ángulo de ataque. Esa era su manera preferida de caer en picada, y aunque eso parecía irracional, él controlaba, con seguridad, su máquina de guerra. Iba como un meteorito, cortando la densa atmósfera. No, la atmósfera frena los meteoritos, pero el avión, gracias a sus dos poderosos motores, más bien, aumentaba su velocidad.

      Timofeev sintió una enorme e incomparable excitación, la cual crecía junto con el aumento de la velocidad en los indicadores y el acercamiento a la superficie terrestre. El altímetro disminuía los miles de metros rápidamente y la velocidad aumentaba…

      El avión, repentinamente, entró en la zona de nubes. La Tierra, hasta hacía algunos instantes se apreciaba claramente, y ahora, de golpe estaba tapada por una blanca nube. El coronel contaba con que, rápidamente, atravesaría la capa blanca, pero pasaron segundos, y aquella no se disipaba.

      Miró los instrumentos, los instantes se estiraban infinitamente. Inclusive le pareció que el cronómetro se detenía, pero el altímetro definitivamente bajaba las cifras. La tierra se acercaba. Ya era tiempo de sacar la máquina de la caída en picada, pero el coronel seguía esperando la aparición de una visual tras los vidrios de la cabina.

      CAPITULO 3

      Un asunto viejo

      El jefe de la policía de la ciudad, el mayor Viktor Petrovich Petelin miró hacia la ventana. El avión caza vuela, no tan lejos, y se oye el ruido que hace.

      – Salieron los guerreros! Casi sobre la ciudad. Y sin querer piensa: – Se podrían romper los vidrios. —

      El mayor estaba sentado en su oficina y, nerviosamente, masticaba un palillo de fósforo, llevándolo de una comisura a la otra. En 1975, en los tiempos del programa cósmico conjunto “Soyuz-Apolo”, un periodista de la televisión norteamericana, le había regalado un paquete de goma de mascar. El paquetico “Rigley” consistía de cinco láminas, cada una dividida en tres partes, lo cual permitió repartirla entre los miembros de la familia. Y al mayor le quedó la costumbre indestructible de tratar de mover la mandíbula inferior. Como el “chicle” no se conseguía en los almacenes soviéticos, el mayor de la milicia tuvo que contentarse con los comunes palitos de fósforo. Los restos de los palitos mascados, junto con las colillas de cigarrillos, generalmente llenaban el cenicero que había en la mesa de trabajo.

      Hoy había llegado, a esa delegación, un memorándum donde se ordenaba preparar, inmediatamente, un informe sobre todos los delitos no resueltos. ¿Que será eso? Se preguntaba el mayor. ¿Sería para castigarlo? El pueblo crecía, la responsabilidad también. Ahora había que reunir un material para una presentación.

      A la oficina entró el teniente Martynov, al cual Petelin le había ordenado preparar la respuesta.

      – Camarada

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