Una esquirla en la cabeza. Sergey Baksheev

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Una esquirla en la cabeza - Sergey Baksheev

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delgada.

      – Lo recuerdo. – El mayor, irritado, escupió un palillo. – Desapareció en el medio de la estepa bajo los ojos de testigos. Sin dejar huellas. Y nunca hallaron el cuerpo. —

      – El ciudadano Bortko tampoco ha aparecido con vida. Y ya pasaron dos años.

      – ¿Y entonces? ¡No hay difunto, no hay asunto! Y a toda la unión nosotros informamos de eso, ¿no? —

      – Sí. Tres días después de la desaparición. —

      – Bueno. Ahora no es asunto nuestro. Hicimos todo lo que debíamos. Mete toda la información en un resumen general. Que vean que no escondemos nada. —

      Andrei Martynov se despidió del jefe y repasó de nuevo el asunto Bortko. El recordaba este caso absolutamente improbable. Esta persona había desaparecido, en el transcurso de minutos, bajo la mirada de decenas de estudiantes. Todas las acciones de búsqueda fracasaron. Y ni siquiera con un perro bien entrenado.

      Martynov se puso pensativo.

      Un profesor del instituto. El crimen más sonado en su corta experiencia, el asesinato de las muchachas estudiantes el año anterior, también relacionado con el instituto.

      La desaparición de una persona. Y en aquel caso, las muchachas, primero desaparecieron y después hallaron sus cuerpos. A propósito, quién halló el cadáver fue el estudiante de la cicatriz, Tikhon Zakolov.

      No, él todavía no era estudiante, él iba a ingresar al instituto. Y la cicatriz la obtuvo después. Por curiosidad, ¿todavía tendrá el instinto para descubrir los asesinatos misteriosos?

      Aunque en los dos últimos anos Zakolov no apareció por el pueblo. Y todavía no hay pruebas de que el ciudadano Bortko esté muerto.

      A regañadientes, el policía cerró la carpeta y la colocó en el archivador a prueba de fuego.

      Un asunto viejo. Su lugar es el estante.

      CAPITULO 4

      La camella de jorobas blancas

      El MIG-25 cortaba la densa niebla y se acercaba peligrosamente a la tierra. Timofeev, tenso, seguía la lectura de sus dispositivos.

      Esta nube no puede ser tan grande, antes de salir, el cielo estaba completamente claro.

      Cuando llegó a la altura crítica, el coronel colocó la máquina en vuelo horizontal. Por un instante, por la sobrecarga producida, la vista se obscureció y, enseguida, se oyó un suave clic como si hubieran conectado una palanca desconocida a los auriculares y, de pronto, fuera de la cabina se aclaró todo.

      El avión volaba muy bajo sobre la desierta estepa. A la izquierda culebreaba el río, y adelante, en el horizonte, se metía el sol rojizo. En la tierra se distinguían los pocos arbustos de ramas peladas y al coronel le pareció que volaba muy lentamente, como si fuera en bicicleta.

      Los instrumentos mostraban una enorme velocidad, pero Vasily Timofeev no sabía a quién creer, si a los aparatos o a sus ojos.

      Inesperadamente, adelante apareció una nube de polvo. Ella se extendía sobre la tierra como humo de una fogata enorme, impulsado por un fuerte viento. El coronel, con asombro, observó que el polvo era levantado por innumerables columnas de personas que iban caminando a lo largo del río en la misma dirección que el avión. Este los alcanzó.

      Desde el principio vio que eran caminantes con altos arcos y carcajes de flechas a la espalda. A su lado arrastraban grandes carros cargados. Después iban jinetes sobre camellos con largas lanzas y cascos puntiagudos y muy adornados sobre sus cabezas. También iban jinetes sobre caballos, armados con sables y escudos. Todos ellos era un ejército antiguo de varios miles de soldados.

      Al principio, el coronel pensó que estaban rodando una película histórica. ¿Pero como pudieron los productores, reunir tal masa de gente vestida en esa ropa antigua? Decenas de miles de personas extendidas a lo largo de kilómetros. Estaban vestidos de vistosos uniformes y llevaban armaduras guerreras.

      El avión pasó por encima de la muchedumbre y adelante se extendía de nuevo la acostumbrada estepa desierta.

      El coronel estaba profundamente perplejo. Todo lo que vio, parecía absolutamente real, pero de ninguna manera se relacionaba con lo que debía verse, en estos sitios, bajo las alas de un avión. Por todos los datos que mostraban los instrumentos el volaba hacia el noroeste a lo largo del río Sir Daria, en dirección del aeródromo. Pero a los bordes del río no estaban ni la línea del tren ni la vía para automóviles. ¿Dónde estaba todo? Y el río tampoco se veía igual. Se veía más ancho, y los meandros menos acentuados.

      Todavía no salía de su confusión cuando vio, en el suelo, justo enfrente de él, a dos hombres, vestidos a la manera centroasiática, con turbantes y largas batas. Los hombres estaban de pie, al lado de un pozo rectangular con bordes bien delineados. En el pozo había unos cántaros y sacos. En los cántaros brillaban monedas de oro y adornos. Uno de los hombres los señalaba con el dedo y explicaba algo al otro.

      El coronel miraba tan fijamente la escena que, enseguida no se dio cuenta, que el avión flotaba inmovilizado sobre la tierra. Sin creer lo que veía miró los instrumentos. Los instrumentos le decían que la máquina de guerra continuaba moviéndose a gran velocidad. El coronel no entendió que sucedía y llamó a la torre de control. Pero el radio se quedó mudo, como si hubiera salido completamente del sistema de comunicación. Por añadidura, el coronel, en absoluto, no oía el ruido de los motores. ¿Se habría quedado sordo?

      Los dos hombres, en la tierra, también notaron el avión. Los morenos y asustados rostros estaban dirigidos hacia arriba. Uno de ellos era bastante mayor que él otro. Su rostro estaba ceñido por una barba bien cortada con un mechón de canas en el medio, como si alguien le hubiera pasado una brochita con pintura blanca desde el labio inferior. El otro hombre era joven y de rostro lampiño. Se quedaron inmóviles y en sus rostros petrificados se leía el pánico.

      Junto a ellos estaban tres camellos. Dos de ellos dirigían sus hocicos hacia la tierra buscando comida en ese suelo árido. Pero el tercero y más grande, con dos jorobas, tenía su cabeza levantada y miraba fijamente al avión. Generalmente los camellos tienen sus ojos semicerrados; éste los tenía, completamente abiertos, pero no reflejaban ni asombro ni miedo. Al coronel le pareció que la mirada del camello estaba dirigida directamente a la cabina del avión, a sus ojos. Esta mirada penetrante incomodó a Vasily Timofeev. Ni siquiera los perros pueden mirar tan profundamente.

      El coronel, ya desde Egipto, estaba familiarizado con los camellos y se dio cuenta que, ante él, estaba una camella, que ya hacía tiempo había pasado sus años juveniles. Y sus ojos ya decían todo. Esa mirada penetrante, en todos los animales, incluyendo al humano, la tienen sólo las hembras inteligentes. Los machos pueden mirar despreciativamente, indiferentemente, fríamente, estúpidamente, servilmente, agresivamente, amorosamente; casi como quiera, pero la mirada penetrante de un ser femenino, el macho no la puede tener.

      Un detalle más sorprendía al coronel: las dos jorobas de la camella pelirroja eran muy blancas, ¡como si fueran canosas! Ellas brillaban como nieve fresca en una helada mañana de sol radiante. Él nunca había visto un camello como ese.

      El piloto Vasily Timofeev, desde la cabina del avión, miraba, como hipnotizado, la extraña escena: dos personas, en vestiduras antiguas, al lado de un pozo con oro y muchas cosas de valor y tres camellos… Los dos hombres miraban asustados hacia arriba y solo la brisa

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