Una esquirla en la cabeza. Sergey Baksheev

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Una esquirla en la cabeza - Sergey Baksheev

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coronel volvió en sí y reconoció que el avión, silenciosamente, flotaba sobre el lugar, aunque los instrumentos mostraban una gran velocidad. De una manera misteriosa, el avión caza estaba detenido a unas decenas de metros de la superficie y Vasily Timofeev entendía que si la máquina se iba contra la tierra y se estrellaba (como lo decían todas las leyes de la física), él no podría hacer nada. Inclusive catapultarse no serviría de nada, el paracaídas no tendría suficiente altura para abrirse.

      Un sudor frío recorrió al coronel y sintió como algo húmedo y pegajoso se extendía en su pecho bajo el ajustado traje de piloto. Febrilmente, Vasily aumentó la potencia de los motores tratando de levantar el avión. “Vamos, vamos, no te rindas mi bella”, le pedía a la máquina, y de nuevo miró los ojos bien abiertos de la jorobas blancas.

      La máquina de guerra, suavemente empezó a moverse, y, poco a poco, tomó velocidad, dirigiéndose hacia arriba. Pronto, el avión se encontró en una formación neblinosa. Nubes blancas pequeñas y grandes pasaban a lo largo de los vidrios de la cabina y el coronel se alegró al ver que el avión recuperaba la velocidad.

      Pronto la máquina salió de la zona de nubes y Vasily vio abajo la escena acostumbrada. El río Sir Daria y a su lado, a lo largo, la línea del ferrocarril. Y adelante, en sus orillas, se veían los contornos de la ciudad de Leninsk.

      El coronel dio la vuelta y se dirigió al sitio donde tuvo la visión. No había ni gente, ni camellos.

      – Cero uno, cero uno, ¿dónde está usted? – Timofeev escuchó en los auriculares la voz preocupada del controlador.

      – Me dirijo al aeródromo, lo escucho bien, pido pista. – respondió el coronel.

      – La pista está libre, camarada coronel. – le comunicó aliviado el controlador. – Su equipo desapareció de la pantalla por medio minuto. Y sonido tampoco había. ¿A usted le pasó algo? —

      – Me… No, revisa esos aparatos. – le respondió grosero el coronel y se calló.

      Cuando ya hubo aterrizado sin problemas, Vasily Timofeev se cambió rápido y sin hablar con nadie se fue a su casa. Un sonriente Epifanov se encontró con el rostro severo del coronel, dejó de sonreír y no le dijo nada. Tan pronto el “UAZ” de Timofeev abandonó el aeródromo Epifanov telefoneó al controlador.

      – El coronel volvió como muy hosco. ¿Qué le pasó? —

      – Llevó el “pajarito” para todos lados. El radar no lo podía seguir. – se rio el controlador.

      CAPITULO 5

      Hassim

      El comerciante Hassim hizo su oración vespertina, a la gloria del Altísimo, con mayor diligencia y durante más tiempo que lo acostumbrado, agradeciendo al Todopoderoso Alá porque de nuevo la suerte le sonreía. Aquí, en la ciudad china de Dunhuang, por fin, tuvo éxito. El encontró aquello por lo cual había hecho ese largo y peligroso camino en las estepas del Volga desde la esplendorosa Sarai, capital de la Horda de Oro hasta el mismo centro de China. Y el precio por la mercancía resulto aceptable. Ahora si el Gran Kan Tokhtamysh cumplía su palabra, podría no solamente resolver su difícil problema, sino además recibir una ganancia considerable.

      Hassim era del linaje de la famosa y rica ciudad de Urgench y además de entregas a sus paisanos en Asia Central, durante muchos años hizo negocios con la todopoderosa Horda de Oro. El conducía caravanas desde Damasco y China, estuvo en la India y, alguna vez llegó a Constantinopla. El conocía bien todos los caminos de caravanas que conducían a Sarai, la ciudad de los palacios. Y además de comerciar con seda, bronces, especies, perfumes y adornos, frecuentemente cumplía encargos especiales y secretos de los Kanes de La Horda de Oro.

      Aunque las rutas del Volga y de la seda, en Asia central, eran controladas por la Horda de Oro, los valientes que recorrían esos caminos desérticos y sólo buscaban el lucro, eran más que suficientes. Hassim, por supuesto, tenía su guardia de protección, pero quien lo salvó muchas veces fue la relación personal que tenía con el terrible señor de la Horda de Oro, Mamay. El documento firmado por Mamay le servía de pase para muchos territorios y, con frecuencia, obligaba a bandidos temerarios a cambiar sus planes de atracarlo.

      Pero todo sigue y todo cambia. Las piedras se transforman en arena y la arena se transforma en polvo y a éste se lo lleva el viento.

      Hacía algunos años el extraordinario general Mamay había sido derrotado por el príncipe ruso Dmitriy en alguna parte lejos, en la helada Rusia. El desacreditado Mamay volvió con su deshonra a la Horda, pero el despiadado y ambicioso Tokhtamysh, apoyado por el todopoderoso Tamerlán de Samarkanda, lo arruinó y exilió a Crimea. Los comandantes medios de los ejércitos tribales, ahora, no sabían a quién subordinarse.

      De cualquier discordia salía, como ola de espuma sucia, una gentuza perversa y vil, preparada para arrebatar lo ajeno. Los caminos cercanos a Sarai se hicieron intranquilos y peligrosos. Los bandidos podían, de día, cobrar peaje, y de noche, robar y asesinar a los paseantes.

      En aquel tiempo, Hassim y sus pertenencias fueron salvados, varias veces, por el guardia mayor de la caravana, el valiente Shaken. Este era un un sirviente entregado y fiel, quien con los años se convirtió en un amigo y sabio asesor.

      Por añadidura a estas dificultades, llegó al poder, en el kanato de Bukhara, el cojo y cruel emir Tamerlán. El destruyó totalmente Urgench, la ciudad natal de Hassim, la cual no quiso someterse. Mucha gente inocente fue decapitada, todos los comerciantes locales fueron robados y asesinados y a los obreros y artesanos el emir les ordenó mudarse a Samarkanda, donde Timur estableció su capital.

      Hassim, en ese momento, perdió casi toda su condición y de no haber sido por el escondite secreto que él había construido en la estepa hacía varios años, temiendo por los bandidos de toda calaña y donde había escondido los dirhames de oro y todas sus cosas de valor, no hubiera podido levantarse de nuevo.

      De todas maneras, a pesar del riesgo y del continuo transitar de caravanas, el infatigable Hassim no conseguía su buena condición anterior. Los mejores contratos ahora lo conseguían los comerciantes de Samarkanda. Estos se hicieron muy fuertes y a Hassim y sus mercancías le prohibieron la entrada a la nueva capital de Asia Central. A él solo le quedó intentar, como siempre, seguir comerciando con la Horda de Oro.

      Pero la Horda de Oro ya no era lo que fue cuando estaba el poderoso impostor Mamay. El Kan Tokhtamysh que tomó el poder en Sarai, dos años después de la vergonzosa derrota de Mamay, se vengó de los príncipes rusos que no quisieron pagarle gratificación. A fuego y espada atravesó su tierra y le prendió fuego a la ciudad rusa más importante: Moscú. Eso le dio gloria, pero no le sumó poder.

      Hassim se dio cuenta de que en el kanato no todo estaba tranquilo. Muchos querían ocupar el lugar de Tokhtamysh y urdían intrigas secretas. Pero el mayor peligro para Tokhtamysh era el cruel Tamerlán quién ya había tomado mucho poder y, en los últimos años, había conquistado toda el Asia Central y la India.

      La victoria sobre los rusos hizo subir los humos a la cabeza de Tokhtamysh e imprudentemente usurpó territorios de Tamerlán. El Emir cojo, quién en su tiempo, apoyó a Tokhtamysh en su lucha por el trono de Sarai, no podía perdonar esa osadía y, ahora todos, esperaban una guerra dura entre el Gran Kan y el poderoso Emir. Muchos comerciantes trataron de rodear la Horda, previendo, con anticipación, su caída.

      El año anterior Hassim había llevado consigo en su caravana, a su hijo mayor Rustam. El muchacho ya había cumplido 17 años, y ya era tiempo de que el joven se dedicara

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