La reina de los caribes. Emilio Salgari
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4 4. Los dos tigres (Le due tigri, 1904; también traducida como Los dos rivales).
5 5. El rey del mar (Il re del mare, 190ó).
6 6. A la conquista de un imperio (Alla conquista di un impero, 1907).
7 7. La venganza de Sandokán (Sandokan alla riscossa, 1907).
8 8. La reconquista de Mompracem (La riconquista del Mompracem, 1908).
9 9. El falso brahmán (Il bramino dell’Assam, 1911).
10 10. La caída de un imperio (La caduta di un impero, 1911).
11 11. El desquite de Yáñez (La rivincita di Yanez, 1913).
A los ciclos Piratas de las Antillas y Piratas de las Bermudas pertenecen:
1 1. El Corsario Negro (Il Corsaro Nero, 1898).
2 2. La reina de los caribes (La regina dei Caraibi, 1901).
3 3. La hija del Corsario Negro (La figlia del Corsaro Nero, 1905).
4 4. El hijo del Corsario Rojo (Il figlio del Corsaro Rosso, 1908).
5 5. Los últimos filibusteros (Gli ultimi filibustieri, 1908. También traducida como Los últimos piratas).
Otros títulos del autor:
1 1. El Capitán Tormenta (Capitan Tempesta, 1905).
2 2. El León de Damasco (Il leone di Damasco, 1910).
3 3. La favorita del Mahdi (La favorita del Mahdi, 1887).
*Referencias tomadas de Biografías y Vidas. Y de la Web.
1
El Corsario Negro
El mar Caribe, en plena tormenta, mugía furioso, lanzando verdaderas montañas de agua contra los muelles de Puerto-Limón y las playas de Nicaragua y de Costa Rica.
Aún no se había puesto el sol, pero las tinieblas comenzaban a invadir la tierra, como si estuvieran impacientes por presenciar la lucha encarnizada de los elementos.
El astro del día, rojo como un disco de cobre, solo proyectaba pálidos rayos a través de los jirones de las densísimas nubes que de cuando en cuando lo velaban por completo.
No llovía; pero las cataratas del cielo no debían de tardar en abrirse, y ese era el motivo por el cual casi todos los habitantes se habían apresurado a abandonar la ciudadela y los muelles del pequeño puerto, buscando un refugio en sus moradas.
Tan solo algunos pescadores y algunos soldados de la pequeña guarnición española se habían atrevido a permanecer en la playa, desafiando con obstinación la creciente furia del mar y las trombas de agua que el viento abatía sobre la tierra.
Un motivo, sin duda muy grave, los obligaba a estar en acecho. Hacía algunas horas que había sido señalada una nave en la línea del horizonte y, por la dirección de su velamen, parecía tener intención de buscar un refugio en la pequeña bahía.
En otra ocasión nadie habría reparado en la presencia de un velero; pero en 1680, época en que comienza nuestra historia, el caso era muy distinto. Cualquier nave que viniese de alta mar producía una viva emoción en las poblaciones españolas de las colonias del golfo de México, ya del Yucatán o de Guatemala, Honduras, Nicaragua, Costa Rica, Panamá o de las grandes islas antillanas.
El temor de ver aparecer la vanguardia de alguna flota de filibusteros, los audacísimos piratas de las Tortugas, sembraba el desconsuelo entre aquellas industriosas poblaciones. Bastaba que se notase algo sospechoso en las maniobras de las naves que arribaban, para que las mujeres y los niños corrieran a encerrarse en sus casas y los hombres se armaran precipitadamente.
Si la bandera era española la saludaban con estrepitosos vivas, celebrando el raro caso de haber esquivado los cruceros de los corsarios. Si era de otra nación, el terror invadía colonias y soldados, y hacía palidecer hasta a los oficiales, ennegrecidos por el humo de las batallas.
Los desmanes y saqueos llevados a cabo por Pedro el Grande, Brazo de Hierro, John Davis, Montbar, el Corsario Negro y sus hermanos el Rojo y el Verde y el Olonés, habían sembrado el pánico en todas las colonias del golfo; y aun más, porque en aquella época se creía de buena fe que los piratas eran de estirpe infernal y, por lo tanto, invencibles.
Viendo aparecer a aquella nave, los pocos habitantes que se habían detenido en la playa a contemplar la furia del mar habían renunciado a la idea de volver a sus casas, no sabiendo aún si tenían que habérselas con algún velero español o con algún osado filibustero en crucero por la costa en espera de los famosos galeones cargados de oro.
Viva inquietud se reflejaba en el rostro de todos, tanto pescadores como soldados.
—¡Nuestra Señora del Pilar nos proteja! —decía un viejo marinero, moreno como un mestizo y asaz barbudo—; pero les digo, amigos, que esa nave no es de las nuestras. ¿Quién se atrevería con semejante tormenta a empeñar tal lucha a tanta distancia del puerto, si no fuese tripulada por los hijos del diablo, esos bandidos de las Tortugas?
—¿Estás seguro de que se dirige hacia aquí? —preguntó un sargento que estaba en un grupo de soldados.
—Segurísimo, señor Vasco. ¡Mire! Ha dado una bordada1 hacia el Cabo Blanco, y ahora se prepara a volver sobre sus pasos.
—Es un bricbarca2, ¿no es cierto, Alonso?
—Sí, señor Vasco. Un magnífico leño, a fe mía, que lucha ventajosamente contra el mar, y que antes de una hora dará frente a Puerto-Limón.
—¿Y qué te induce a creer que no es una nave de las nuestras?
—Si ese leño fuese español, en vez de venir a buscar un refugio en nuestra bahía, que es poco segura, habría ido a la de Chiriqui. Allí las islas resguardan de las furias del mar, y puede encontrar seguro asilo una escuadra entera.
—Quizás tengas razón; pero yo dudo mucho que esa esté tripulada por corsarios. Puerto-Limón no puede excitar sus ambiciones.
—¿Sabes lo que pienso, señor Vasco? —dijo un joven marinero que se había destacado del grupo.
—Dime, Diego.
—Que esa nave es el Rayo, del Corsario Negro.
A tan inesperada salida, un estremecimiento de terror sobrecogió a todos los presentes: hasta el sargento, a pesar de haber ganado los galones en el campo de batalla, se tornó lívido.
—¡El Corsario Negro aquí! —exclamó, con acentuado temblor—. ¡Estás loco!
—Pues bien; voy a demostrarte lo contrario —dijo el marinero—. Hace dos días,