La reina de los caribes. Emilio Salgari
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Estaban armados de mosquetes y sables, y sus vestidos consistían en simples camisas de lana y calzón corto, que mostraba sus piernas musculosas cubiertas de cicatrices.
—Henos aquí, capitán —dijo el negro.
—Que la chalupa vuelva a bordo.
—Perdona, capitán —dijo uno de los dos marineros—, no me parece prudente aventurarnos tan pocos en la ciudad.
—¿Tienes miedo, Carmaux? —preguntó el capitán.
—¡Por el alma de mis muertos! —exclamó Carmaux—. ¡No supondrás eso! Hablo por ti.
—El Corsario Negro no ha tenido nunca miedo, Carmaux.
—Si alguien se atreviese a sostener lo contrario, le cortaría la lengua, capitán.
—Entonces, ¡basta! ¡Síganme!
Se volvió hacia la chalupa, gritando a los que la tripulaban:
—¡Vuelvan a bordo, y díganle a Morgan que esté pronto a zarpar!
Y viendo que los remeros vacilaban, añadió con tono que no admitía réplica:
—¿No me entienden? ¡Márchense!
Cuando vio alejarse la chalupa, luchando contra las aguas, se volvió hacia sus tres compañeros, diciendo:
—Vamos en busca del administrador del duque.
—¿Me permites una palabra, capitán? —preguntó el llamado Carmaux.
—Habla, pero sé breve.
—No sabemos dónde vive ese excelente administrador, capitán.
—¿Y qué importa? Lo buscaremos.
—No veo ni un ser viviente en este pueblito. Parece que los habitantes, al ver al Rayo, han sentido necesidad de estirar las piernas.
—He visto por allá un fortín —repuso el Corsario Negro—. Si nadie puede decirnos por aquí dónde podemos encontrar al administrador, iremos a preguntárselo a la guarnición. Los españoles son muy galantes.
—¡Por los cuernos de Belcebú! ¿Ir a preguntárselo a la guarnición? ¡No somos más que cuatro, señor!
—¿Y los doce cañones del Rayo?, ¿no los cuentas? Vamos, ante todo, a explorar esas calles.
—Tendremos malos encuentros, señor —dijo el compañero de Carmaux.
—¡Oh, Wan Stiller! ¿Acaso los hamburgueses se han vuelto cobardes de algún tiempo a esta parte?
—No lo creo, capitán.
—Carguen los mosquetes, y vamos.
Mientras sus acompañantes obedecían, el Corsario Negro dobló el tabardo7 que sobre el brazo llevaba, se caló el fieltro hasta los ojos y, desenvainando la espada con ademán resuelto, dijo:
—¡Adelante, hombres del mar! ¡Yo los guío!
La noche había cerrado, y el huracán, en vez de calmarse, parecía aumentar. El viento se engolfaba8 por las estrechas callejuelas con mil siniestros rugidos, levantando remolinos de polvo, mientras por las nubes, negras como el azabache, cruzaban deslumbradores relámpagos, pronto seguidos del fragor del trueno.
La ciudad seguía pareciendo desierta. No se veía ni una luz en sus calles, y menos a través de las persianas que cubrían las ventanas. Hasta las puertas estaban cerradas, y probablemente atrancadas. La noticia de la llegada de los corsarios de las Tortugas debía haber corrido entre los habitantes, pues todos se habían apresurado a recluirse en sus casas.
El Corsario Negro, tras una breve vacilación, se internó en una calle que parecía la más larga de la ciudad. Un viento furioso barría el suelo, arrancaba las tejas y desbarataba persianas y compuertas. De cuando en cuando, piedras levantadas por el viento caían a la calle, deshaciéndose con el choque; pero los cuatro hombres ni se ocupaban de ellas.
Habían llegado ya a la mitad de la calle, cuando el Corsario Negro se detuvo bruscamente, gritando:
—¿Quién vive?
Una forma humana había aparecido en el ángulo de una esquina y, viendo a aquellos cuatro hombres, se había ocultado rápidamente tras un carro de heno abandonado.
—¿Una emboscada? —preguntó Carmaux acercándose al capitán.
—¡O un espía! —dijo éste.
—¿Era un hombre solo?
—Sí, Carmaux.
—Acaso la vanguardia de algún destacamento de enemigos. Yo creo, capitán, que has hecho mal en aventurarte por aquí con tan escasa compañía.
—Ve a prender a ese hombre y tráelo aquí.
—Yo me encargo de eso —dijo el negro empuñando su pesado espadón.
—¡Eh, compadre Saco de carbón! —exclamó Carmaux—. Primero los blancos; después, el negro.
—El compadre blanco puede cederme este favor.
—Saco de carbón, eres libre de ir a recibir un tiro —exclamó riendo Carmaux.
—¡Vamos, date prisa! —dijo el Corsario con un gesto de impaciencia.
El gigantesco negro atravesó en tres saltos la calle y cayó sobre el hombre escondido tras el carro. Agarrarle por el cuello y levantarle como si fuese un fantoche fue cuestión de un momento.
—¡Socorro!… ¡Me matan!… —aulló el desgraciado, defendiéndose con desesperación.
El negro, sin cuidarse de sus gritos, lo llevó ante el Corsario, y le dejó en el suelo.
—¡Buen tipo! —exclamó Carmaux, con una carcajada—. ¿Eh, compadre; dónde has pescado ese cámbaro9?
El hombre que el negro había dejado ante el Corsario no tenía el aspecto de un soldado ni de valiente.
Era un pobre burgués, algo viejo, con una nariz monumental, dos ojuelos grises y una monstruosa joroba plantada entre los hombros. Aquel desgraciado estaba lívido por el terror, y sentía tan pronunciado temblor nervioso que amenazaba desvanecerse de miedo.
—¡Un jorobado! —exclamó Wan Stiller, que le vio a la luz de un relámpago—. ¡Nos traerá buena suerte!
El Corsario Negro había puesto una mano en el hombro del español, preguntándole:
—¿Adónde ibas?
—Soy un pobre diablo que nunca hizo mal a nadie —gimió el jorobado.
—Te pregunto