La reina de los caribes. Emilio Salgari
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Ya había dado muchas pruebas de valor bajo las órdenes de filibusteros célebres como Montbar, llamado el Exterminador; Miguel el Vasco, el Olonés y el Corsario Verde, hermano del Negro, y por eso gozaba una confianza extrema hasta entre los marineros del Rayo, que ya habían podido apreciar su inteligencia y su coraje en gran número de abordajes.
Apenas estuvo sobre cubierta ordenó a un destacamento de marineros que se apoderasen de la lancha cañonera designada para servir de brulote y conducirla junto al Rayo. No se trataba, en verdad, de una lancha propiamente dicha, sino de una carabela destinada al cabotaje, ya muy vieja y casi impotente para sostener la lucha con las aguas del golfo de México. Como todas las naves de su clase, tenía dos altísimos palos de velas cuadradas, y el castillo de proa y el casco muy elevados; así que de noche se podía muy bien confundirla con un barco de mayor porte, y hasta con el Rayo mismo.
Su propietario, ante la aparición de los filibusteros, la había hecho desocupar por temor a que su cargamento cayese en manos de los rapaces corsarios; pero a bordo había quedado aún una notable cantidad de troncos de árbol de campeche, madera usada para fabricar cierto tinte muy apreciado entonces.
—Estos leños nos servirán a las mil maravillas —había dicho Morgan cuando saltó a bordo de la carabela.
Llamó a Carmaux y al contramaestre, y les dio algunas órdenes, añadiendo:
—Sobre todo, háganlo pronto y bien. La ilusión ha de ser completa.
—Déjanos hacer —había contestado Carmaux—. No faltarán ni los cañones.
Un momento después, treinta hombres bajaban al puente de la carabela, ya amarrada a estribor del Rayo. Bajo la dirección de Carmaux y del contramaestre se pusieron rápidamente a la obra para transformar aquel viejo armatoste en un gran brulote.
Ante todo, con troncos de campeche alzaron junto al timón una fuerte barricada para cubrir al piloto; luego, con otros aserrados convenientemente, improvisaron unos fantoches que colocaron a lo largo de las bordas como hombres prontos a lanzarse al abordaje, y cañones que colocaron en el castillo de proa y en el casco. Se comprende que aquellas piezas de artillería solo debían servir para asustar, puesto que eran troncos apoyados en el suelo.
Hecho esto, los marineros amontonaron en las escotillas algunos barriles de pólvora, pez, alquitrán, esparto y una cincuentena de granadas esparcidas por popa y proa, bañando además con resina y alcohol los sitios fáciles de prender fuego rápidamente.
—¡Por Baco! —exclamó Carmaux frotándose las manos—. ¡Este brulote va a arder como un tronco de pino seco!
—¡Es un polvorín flotante! —dijo Wan Stiller, que no se separaba de su amigo ni un instante.
—Ahora plantemos antorchas en las bordas y encendamos los faroles de señales.
—¡Y despleguemos a popa el estandarte de los señores de Valpenta y Ventimiglia! ¿Crees tú que las fragatas caerán en el lazo?
—Estoy seguro —repuso Carmaux—. Verás cómo tratan de abordarlo.
—¿Quién gobernará el brulote?
—Nosotros, con tres o cuatro camaradas.
—Es un buen peligro, Carmaux. Las dos fragatas nos cubrirán de fuego y de hierro.
—Estaremos ocultos tras la barricada. Bastará que dejen una antorcha para prender fuego a este amasijo de materias inflamables.
—¿Han terminado? —preguntó en aquel momento Morgan desde el Rayo.
—Todo está dispuesto —repuso Carmaux.
—Y son las tres.
—Haz embarcar a nuestros hombres, lugarteniente.
—¿Y tú?
—Reclamo el honor de dirigir el brulote. Déjame a Wan Stiller, Moko y otros cuatro hombres.
—Estén prontos a izar las velas; el viento sopla de tierra, y los llevará sobre las dos fragatas.
—No espero más que tus órdenes para cortar las amarras.
Cuando Morgan subió al puente del Rayo, el Corsario Negro se había acostado ya sobre dos cojines de seda extendidos sobre un tapiz persa. Yara, no obstante el deseo del Corsario, había querido desafiar la muerte al lado de su señor, y con él abandonó el camarote.
—Todo está dispuesto, capitán —dijo Morgan.
El Corsario Negro se sentó y miró hacia la salida de la bahía. La noche no era muy oscura y permitía distinguir a las dos fragatas. En los Trópicos y en el Ecuador las noches tienen una extraordinaria transparencia. La luz proyectada por los astros basta para distinguir un objeto, aun pequeño, a distancias notables, casi increíbles.
Las dos grandes naves no habían tocado sus anclas y su masa se destacaba en la línea del horizonte. El flujo las había aproximado algo, dejando a babor y estribor un espacio suficiente para que cada una pudiera maniobrar libremente.
—Pasaremos sin que nos dé mucho que sentir el fuego de los treinta y dos cañones —dijo el Corsario—. ¡Todos a su puesto de combate!
—Ya están, señor. Y un hombre de confianza al mando del brulote, Carmaux..
—¡Un valiente! Está bien —repuso el Corsario—. Le dirás que, apenas prendido el fuego a la carabela, embarque a sus hombres en la chalupa y venga a bordo con la mayor celeridad posible. Un retraso de pocos minutos puede ser fatal. ¡Ah!
—¿Qué tienes, señor?
—Veo luces cerca de la playa.
Morgan se volvió, frunciendo el entrecejo.
—¿Tratarán de sorprendernos? —dijo.
—Llegarán tarde —añadió el Corsario—. Manda levar anclas y orientar las velas.
Y volviéndose a la joven india, le dijo:
—Retírate al cuarto, Yara.
—No, señor.
—Dentro de poco lloverán aquí balas y granadas. Y silbará la metralla.
—Si tú desafías todo, quiero desafiarlo contigo.
—Puede sorprenderte la muerte.
—Moriré a tu lado, señor. La hija del cacique de Darién no ha temido nunca el fuego de los españoles.
—¿Has combatido alguna vez?
—Sí; al lado de mi padre y de mis hermanos.
—Ya que eres valiente, quédate a mi lado. Acaso rae traigas buena suerte.
Con