La reina de los caribes. Emilio Salgari
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—¡Capitán! ¡Capitán!
Carmaux y Wan Stiller se habían dejado caer al piso inferior, y después de haber colocado una escalera en el agujero se lanzaron por el corredor.
Morgan, el lugarteniente del Rayo, avanzaba al frente de cuarenta hombres elegidos entre los más audaces y vigorosos marineros de la nave filibustera.
—¿Dónde está el capitán? —preguntó el lugarteniente con la espada en alto, creyendo tener ante sí españoles.
—¡Encima de aquí; en el torreón, señor! —repuso Carmaux.
—¿Vivo?
—Sí, pero herido.
—¿Gravemente?
—No, señor; pero no puede tenerse en pie.
—Quédense ustedes de guardia en la galería —gritó Morgan volviéndose a sus hombres—. ¡Que bajen a la calle y que continúen el fuego contra las casas! —agregó y seguido de Carmaux y Wan Stiller, subió al piso superior del torreón.
El Corsario Negro, ayudado por Moko y Yara, se había puesto en pie. Viendo entrar a Morgan, le tendió la mano diciéndole:
—Gracias, Morgan; pero no puedo menos que hacerte un reproche: tu sitio no es este.
—Es cierto, capitán —repuso el lugarteniente—. Mi puesto es a bordo del Rayo; pero la empresa reclamaba un hombre resuelto para llevar a los míos a través de una ciudad llena de enemigos. Espero que me perdonarás esta imprudencia.
—Todo se perdona a los valientes.
—Entonces, partamos pronto, mi capitán. Los españoles pueden haberse dado cuenta de lo escaso de mi banda y caer encima de nosotros por todas partes. ¡Moko, coge ese colchón! Servirá para acostar al capitán.
—Déjame a mí eso —dijo Carmaux—. Moko, que es más fuerte, llevará al capitán.
El negro había levantado ya con sus nervudos brazos al Corsario, cuando este se acordó de Yara. La joven india, acurrucada en un rincón, lloraba en silencio.
—Muchacha, ¿no nos sigues? —le preguntó.
—¡Ah, señor! —exclamó Yara, poniéndose en pie.
—¿Creías que te había olvidado?
—Sí, señor.
—¡No, valiente joven! Si nada te retiene en Puerto-Limón, me seguirás a mi nave.
—¡Tuya soy, señor! —repuso Yara besándole la mano.
—Ven, pues. ¡Eres de los nuestros!
Dejaron rápidamente el torreón y bajaron al corredor. Los marineros, viendo a su capitán, a quien ya creían muerto o prisionero de los españoles, prorrumpieron en un grito inmenso:
—¡Viva el Corsario Negro!
—¡A bordo, valientes! —gritó el señor de Ventimiglia—. ¡Voy a dar batalla a las dos fragatas!
—¡Pronto! ¡En marcha! —ordenó el lugarteniente.
Cuatro hombres colocaron al Corsario sobre el colchón, y formando en tomo suyo una barrera con sus mosquetes, salieron a la calle, precedidos y seguidos por los demás.
7
El brulote
Los veinte hombres que habían sido mandados para desembarazar la calle de enemigos habían empeñado la lucha contra los habitantes de la ciudad y contra los soldados que habían buscado refugio en las casas.
Desde las ventanas partían arcabuzazos en buen número, y eran precipitados a la calle sillas, jarros de flores, muebles y hasta recipientes con agua de más o menos problemática pureza; pero los filibusteros solo estaban atentos a defender la casa de don Pablo.
Con nutridas y bien dirigidas cargas habían obligado a los habitantes a retirarse de las ventanas, y enviado un destacamento de tiradores con orden de tener despejadas las calles laterales, a fin de impedir una sorpresa. Cuando apareció el Corsario Negro, un buen trozo de la calle había caído en poder de la vanguardia, mientras otros que iban delante continuaban haciendo descargas contra toda ventana que veían iluminada o abierta.
—¡Adelante otros diez hombres! —ordenó Morgan—. ¡Otros diez a retaguardia, y fuego en toda la línea!
—¡Cuidado con las calles laterales! —gritó Carmaux, que llevaba el mando de la retaguardia.
La banda, siempre disparando y gritando para esparcir mayor terror y hacer creer que estaba formada por mayor número, partió a la carrera hacia el puerto. Los habitantes, asustados, habían renunciado a la idea de perseguir a los filibusteros en su retirada; pero de cuando en cuando partían de alguna terraza tiros aislados o muebles que arrojaban a su paso.
Ya estaba la banda a unos trescientos metros de la bahía, cuando hacia el centro de la ciudad se oyeron algunas descargas. Poco después aparecieron los hombres de la retaguardia, que corrían rasando las paredes de las casas.
—¿Nos atacan por la espalda? —preguntó el Corsario Negro, a quien llevaban en veloz carrera.
—¡Los españoles se han reunido y caen sobre nosotros! —gritó Carmaux, que le había alcanzado, seguido de Wan Stiller y Moko.
—¿Son muchos?
—Un centenar lo menos.
En aquel momento se oyeron hacia la bahía algunos cañonazos.
—¡Bueno! —exclamó Carmaux—. ¡Hasta las fragatas quieren tomar parte en la fiesta!
El destacamento que Morgan había enviado delante, al oír los disparos de mosquete, se había replegado rápidamente hacia el Corsario Negro, con el fin de protegerle contra el ataque.
—¡Morgan! —gritó el señor de Ventimiglia viendo a su lugarteniente—, ¿qué ocurre en la bahía?
—Nada grave, señor —repuso aquél—. Son las fragatas, que disparan contra la playa, creyendo acaso que tratamos de abordarlas.
—Tenemos la guarnición del fuerte sobre nosotros.
—Lo sé, señor; pero nos molestará poco. ¡Ohé! ¡Treinta hombres a retaguardia, y replegarse haciendo fuego! ¡Y nosotros, adelante! ¡Paso ligero! ¡El camino está libre!
Mientras la retaguardia, reforzada por otros veinte hombres, detenía a los españoles en su carrera, la vanguardia, apresurando el paso, llegaba a la bahía, precisamente frente al lugar ocupado por el Rayo.