La reina de los caribes. Emilio Salgari

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La reina de los caribes - Emilio Salgari

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      —Me parece que los españoles han deshecho la barricada y han entrado.

      —Sí; oigo murmullo de voces debajo de nosotros —dijo Wan Stiller—. Deben de haber destrozado el entredós.

      —Hay que impedirles la entrada hasta que hayamos hecho las señales —dijo el Corsario—. Ya es mediodía.

      —Aún podemos resistir ocho o nueve horas —repuso Carmaux—. ¡Ánimo, amigos! ¡Parapetémonos aquí y abramos agujeros para pasar el cañón de nuestros arcabuces!

      —Vayan, pues, valientes.

      —Y tú acuéstate, señor —dijo la joven india.

      —¡Imposible! —dijo el Corsario con voz sorda—. ¡Me interesa demasiado mi nave para abandonar esta ventana!

      Mientras Carmaux y sus compañeros hacían sus preparativos de defensa, las dos naves de alto bordo habían echado anclas frente a la bahía, guardando una distancia de doscientos metros entre sí, y presentando el estribor a la costa, a fin de descargar toda la banda contra el Rayo en el caso de que este hubiese intentado forzar el bloqueo.

      Morgan no tenía intención alguna de presentar batalla a tan fuertes adversarios. Aunque tuviese a sus órdenes una tripulación resuelta a todo, no se consideraba bastante fuerte para luchar contra los cuarenta o más cañones de las fragatas, y menos con su capitán en tierra. Rechazadas con algunos certeros disparos las chalupas que habían intentado abordar al Rayo, y reducidos al silencio los cañones del fortín, había hecho anclar tras el islote, conservando sueltas, sin embargo, las velas bajas, para poder aprovechar cualquier acontecimiento que le permitiese forzar el paso o asaltar una u otra nave.

      Los dos barcos enemigos, tras algunos ineficaces disparos, habían botado al agua algunas embarcaciones que se habían dirigido hacia el fortín. Probablemente sus comandantes iban a ponerse de acuerdo con la guarnición para intentar un nuevo ataque contra el Rayo.

      —La cosa se pone seria —murmuró el Corsario, que las había seguido con la mirada—. Si logro libertarme de los soldados que me tienen prisionero, prepararé a las dos fragatas una desagradable sorpresa. Veo una barcaza amarrada junto al islote, que servirá admirablemente a mis proyectos. ¡Yara, ayúdame a volver al lecho!

      —¿Estás fatigado, señor? —preguntó la joven india.

      —Sí —repuso el Corsario—. Más que las heridas, me ha rendido la emoción.

      Se separó de la ventana y, apoyándose en la joven, volvió a acostarse, sin apartar de sí las pistolas ni la espada.

      —¿Cómo va eso, valientes? —preguntó a Carmaux y a sus dos compañeros, ocupados en abrir agujeros en el suelo.

      —¡Mal, capitán! —repuso Carmaux.

      —¿Qué hacen?

      —Están en consejo.

      —¿Son muchos?

      —Unos veinte, lo menos.

      —¡Si nos dejasen en paz hasta la noche!

      —¡Uf! Lo dudo, capitán.

      En aquel momento se oyó un golpe violento que hizo retemblar el suelo. Carmaux, que estaba echado espiando a los españoles por una pequeña rendija que había abierto en el entarimado, se puso en pie y cogió su arcabuz.

      En la estancia inferior se oyó una voz imperiosa que gritaba:

      —¿Con que se rinden? ¿Sí, o no?

      Carmaux miró al Corsario riendo.

      —¡Contesta! —le dijo este.

      —Te ruego que repitas la pregunta, por ser yo algo corto de oído —gritó el filibustero pegando los labios a la rendija.

      —Te pregunto si se rinden —repitió la voz.

      —¿Y por qué motivo quieres que te cedamos las armas?

      —¿No ven que ya están presos?

      —Realmente, no nos habíamos dado cuenta—, repuso Carmaux.

      —Estamos debajo de ustedes.

      —Y nosotros estamos encima, querido señor.

      —Podemos hacerlos saltar por los aires.

      —Y nosotros podemos hundir el piso y aplastarlos a todos. Ya ves que tenemos ventajas.

      —Dile al Corsario Negro que se rinda si quiere salvar la vida.

      —¡Sí, como la salvaron el Corsario Rojo y el Verde! —replicó Carmaux con ironía—. Los conocemos ya muy bien, señores míos, y sabemos lo que valen sus promesas.

      —Les advierto que los haremos prisioneros lo mismo. ¡Y que su Rayo está bloqueado!

      —¡Sus cañones no están cargados con pastillas de chocolate precisamente!

      —¡Camaradas, hundamos el parapeto! —gritó el español.

      —¡Amigos, preparémonos a desplomar el pavimento sobre la cabeza de estos señores! —gritó Carmaux—. ¡Haremos de ellos una soberbia mermelada!

Illustration

      1. Trinquete: vela que se larga en el trinquete (palo de proa).

      2. Gavia: vela que se coloca en uno de los masteleros (palo o mástil menor) de la nave.

      

      6

      La llegada de los filibusteros

      Después de aquel cambio de frases irónicas y amenazadoras, que revelaban el buen humor de los sitiados y la impotente rabia de los sitiadores, hubo un breve silencio que nada bueno pronosticaba. Se comprendía que los españoles se preparaban a dar un nuevo y más formidable ataque para obligar a rendirse a aquellos endemoniados filibusteros.

      Carmaux y sus compañeros, después de un breve consejo con su capitán, se habían colocado alrededor de la abertura de la escalera con los fusiles cargados, prontos a enviar una buena descarga a sus enemigos. Entretanto, Yara, que estaba en la ventana, les había dado la buena noticia de que todo estaba tranquilo en la bahía, y las dos fragatas seguían sobre sus anclas, sin intentar abordar al Rayo.

      —Esperemos —había dicho el Corsario—. Si podamos resistir aún cinco horas, vendrán a libertarnos los hombres de Morgan.

      Apenas había transcurrido un minuto cuando otro golpe más violento resonó bajo el suelo, haciendo vacilar los muebles. Los asaltantes habrían arrancado alguna gruesa

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