La reina de los caribes. Emilio Salgari

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La reina de los caribes - Emilio Salgari

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hacer las señales a Morgan.

      —Resistiremos, señor.

      —¿Podremos? Esta torre es independiente de la casa, y los españoles podrán incendiarla sin amenazar al palacio.

      —¡Por cien mil diablos! —exclamó Carmaux.

      —Has hecho mal en cortar la escalera, amigo mío. Toda la resistencia debía oponerse detrás de la barricada. Es necesario impedir a los españoles la entrada en el torreón.

      —Tendremos tiempo. Aún no han echado abajo la puerta; pero la escalera ya está cortada.

      —Aún puede servirnos.

      —¡No pierdan tiempo, mis bravos!

      —¡Vamos, Saco de carbón! —dijo Carmaux cogiendo su arcabuz.

      —Yo seré también de la partida —dijo el hamburgués—. Entre los tres haremos prodigios e impediremos a los españoles la entrada, por lo menos hasta esta noche.

      Los tres valientes volvieron a abrir el boquete y, apoyando uno de los largueros de la escalera, se dejaron deslizar al piso inferior, decididos a hacerse matar antes que rendirse. Los españoles, en tanto, habían comenzado a asaltar la puerta y golpeaban las tablas con la culata de sus mosquetes, sin buen éxito. Habrían sido precisas hachas y catapultas para abrir una brecha en aquella maciza barricada.

      —¡Apostémonos tras este entredós, y apenas veamos la menor rendija, hagamos fuego! —dijo Carmaux.

      —Ya estamos preparados —contestaron el negro y Wan Stiller.

      Los golpes menudeaban contra las tablas de la puerta. Los españoles golpeaban hasta con sus espadones, tratando de abrir alguna brecha que les permitiese introducir las armas de fuego. Los tres filibusteros los dejaban hacer, seguros de poder rechazar fácilmente el primer ataque, no obstante la desigualdad del número. Así, Carmaux había liado tranquilamente un cigarrillo, y entre chupada y chupada gritaba:

      —¡Más fuerte! ¡Pero cuiden de los mosquetes, que se les van a romper!

      Los soldados, enfurecidos por tan irónicas palabras, arreciaron en sus golpes, haciendo tal estrépito que retemblaban las paredes del torreón. Pasado un cuarto de hora se oyó una voz gritar fuera:

      —¡Basta!

      —¿Algún nuevo refuerzo? —preguntó el negro frunciendo el ceño.

      —Me temo algo peor —repuso Carmaux, algo inquieto.

      Se oyó un golpe tremendo seguido de un crujido prolongado.

      —¡Apelan a las hachas! —dijo el hamburgués.

      —¡Se ve que les corre prisa prendernos! —dijo el negro.

      —¡Oh! ¡Lo veremos! —exclamó Carmaux montando su arcabuz—. Espero que les haremos frente hasta que las tinieblas nos permitan hacer las señales a Morgan.

      —Pero si golpean con tanta furia acabarán por abrir alguna brecha.

      —Déjalos, Wan Stiller. Luego hablará la pólvora.

      Los españoles continuaban su tarea con verdadera saña. Además de las hachas hacían uso de las espadas y de las culatas de los mosquetes, tratando de derribar la puerta. Los tres filibusteros, no pudiendo por el momento rechazar aquel ataque, los dejaban hacer. Se habían arrodillado detrás del entredós, teniendo a mano los arcabuces y las espadas.

      —¡Qué furia! —dijo al cabo de un rato Carmaux—. Me parece que ya han abierto una raja.

      —¿Será el momento de abrir el fuego? —preguntó el hamburgués poniéndose en pie.

      —¡Espera un poco! —replicó el filibustero—. Aún tienen que atravesar el entredós.

      —¡Yo veo un agujero! —dijo Moko alargando rápidamente su arcabuz.

      Iba a disparar cuando se oyó una detonación. Una bala fue a romper un viejo candelabro que había en un rincón.

      —¡Ah! ¡Ya empiezan! —gritó Carmaux—. ¡Por Baco! ¡Nosotros también debemos hacer algo!

      Se acercó al sitio por donde había pasado la bala y miró con precaución, cuidando de no exponerse a recibir un balazo. Los españoles habían logrado abrir un boquete en la puerta y habían introducido ya otro mosquete.

      —¡Muy bien! —murmuró Carmaux—. Esperemos a que hagan fuego.

      Con una mano agarró el arcabuz, y trató de separarlo. El soldado que lo empuñaba, sintiendo la presión, dejó escapar el tiro y lo retiró instantáneamente para dejar el puesto a otro. Carmaux, más rápido, avanzó el suyo y lo apuntó a través del boquete. Se oyó una detonación, seguida de un grito.

      —¡Tocado! —dijo Carmaux.

      —¡Toma esta! —gritó una voz.

      Otro disparo sonó afuera, y la bala, pasando a pocas pulgadas de la cabeza del filibustero, arrancó la cornisa superior del entredós. Simultáneamente algunos golpes de hacha bien dirigidos partían una tabla de la puerta. Cuatro o cinco arcabuces y algunas espadas aparecieron por la abertura.

      —¡Tengan cuidado! —gritó Carmaux a sus compañeros.

      —¿Entran ya? —preguntó Wan Stiller, que había empuñado su arcabuz por el cañón, a fin de usarlo como maza.

      —¡Aún hay tiempo! —repuso Carmaux—. Si la puerta ya no resiste, todavía queda el entredós, y tan macizo mueble les ha de dar mucho que hacer.

      —¡Lástima que no tengamos la bomba! —dijo Moko.

      —Habría sido demasiado peligrosa, compadre Saco de carbón. Habríamos volado nosotros también.

      En aquel momento gritó una voz:

      —¿Se rinden? ¿Sí, o no?

      —¿Quién eres? —preguntó Carmaux con flema irritante.

      —¡Muerte del infierno! ¿Acabarán?

      —Aún no hemos empezado.

      —La puerta ha cedido.

      —No lo creo.

      —¡Desfondaremos este mueble que nos impide el paso! —gritó el español.

      —Hazlo, estimado guerrero. Pero debo advertirte que detrás del entredós hay mesas, y detrás de las mesas arcabuces y hombres decididos a todo. Ahora, entren si lo desean.

      —¡Los ahorcaremos a todos!

      —¿Has traído la cuerda?

      —¡Tenemos las correas de nuestras espadas, canallas! ¡Compañeros! ¡Fuego sobre estos bergantes!

      Cuatro o cinco disparos retumbaron; las balas se incrustaron en el entredós,

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