Breve historia de la verdad. Julian Baggini
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La promesa de «la Verdad» siempre ha sido muy atractiva. El versículo más citado en los pósteres de la literatura evangélica es Juan 14:6, en el que Jesús proclama: «Yo soy el camino, y la verdad, y la vida». Es una afirmación que nos llega hondo porque sentimos de algún modo que la verdad no es una mera propiedad abstracta de las proposiciones, sino algo esencial para vivir bien. Si descubres que tu vida está basada por completo en mentiras, es como si no hubiera sido real. Creas o no que Jesús muestra el camino, la promesa de Juan de que «la verdad os hará libres» (8:32) suena a cierta.
Volviendo la vista a La Pura Verdad, no obstante, ahora me parece que el adjetivo del título es tan interesante como el nombre y su artículo supremamente definido. «Pura» y «simple» son los calificativos más habituales que acompañan a la verdad, porque la verdad nos parece así exactamente. París es la capital de Francia, George Washington fue el primer presidente de Estados Unidos, el agua es H2O: hay innumerables verdades como estas, que solo los idiotas o los académicos más obtusos —dos condiciones que a menudo se consideran sinónimas— se atreven a negar. A veces es difícil descubrir la verdad, pero no porque no comprendamos lo que la verdad en sí misma significa. Puede que nunca sepamos qué pasó en el Mary Celeste,* pero sabemos que hay una verdad sobre lo que sucedió y, si la conociéramos, sería, sin duda, pura y simple.
Incluso las teorías sobre la verdad dominantes en la filosofía anglófona del siglo xx parecen simples hasta rozar la banalidad. En la década de 1930 Alfred Tarski afirmó: «Toda proposición “P” es verdad si y solo si P es verdad».1 Por ejemplo: «La nieve es blanca» si y solo si la nieve es blanca. Si uno no presta atención, podría creer que nos encontramos ante una tautología vacía, similar a afirmar «el azul es azul». Lo que salva de la vacuidad es que «P» entre comillas es una afirmación lingüística, mientras que P sin comillas es una verdad sobre el mundo. Así pues, quizá no sea tan vacía y puede incluso que sea importante a nivel teórico, pero, desde luego, no resulta de gran ayuda para quien busca la verdad en su día a día.
De algún modo, sin embargo, la verdad ha dejado de ser pura y simple. Desde luego, se ha vuelto habitual afirmar que no existe tal cosa como la verdad, y que solo hay opiniones, lo que es «verdad-para-ti» o «verdad-para-mí». En un rápido repaso a millones de libros y textos, la herramienta N-Gram de Google revela que en el cambio de milenio, la palabra «verdad» se usaba solo una tercera parte de lo que se utilizaba ciento cincuenta años antes. El declive de las verdades puras y simples es aún más calamitoso.
El problema no es que no comprendamos lo que significa la «verdad». En un sentido práctico, es difícil mejorar la temprana definición de Aristóteles: «Decir de lo que es que no es, o de lo que no es que es, es falso, mientras que decir que lo que es, es, y lo que no es, no es, es verdad».2 Si eso suena obvio, aunque quizá un poco rebuscado, quizá sea porque no hay nada misterioso sobre el significado corriente de la verdad. Si actualmente hay una crisis de verdad en el mundo, el problema de raíz no es que las teorías filosóficas de la verdad no sean adecuadas. Podría incluso argumentarse que, en su terca persecución de la verdad, la filosofía desencadenó precisamente las fuerzas del escepticismo que han llevado a socavar la verdad. «¿Cómo lo sabes?» y «¿Qué quieres decir con…?» son preguntas de filósofos que han sido corrompidas por una sociedad cínica.
Nuestro problema no consiste primordialmente en qué significa la verdad, sino en cómo se establece la verdad y quién lo hace. La verdad acostumbraba a ser simple porque era fácil asumir que lo que pensábamos que era verdad realmente era verdad, que las cosas eran como parecían, que la sabiduría que nos había llegado a través de las generaciones era atemporal. Pero distintas fuerzas han erosionado esta confianza. La ciencia ha demostrado que mucho de lo que pensábamos sobre el funcionamiento del mundo es falso y estábamos equivocados sobre la forma en que creíamos que funcionaba nuestra mente. La velocidad de estos descubrimientos nos ha dejado preguntándonos si la ortodoxia de hoy no será mañana una falacia pasada de moda. Además, cuanto más se encoge el mundo debido a la globalización, más motivos tenemos para cuestionarnos si lo que nos parece verdad en nuestra cultura lo es realmente o es un prejuicio local. La apertura de la que hacen gala las sociedades democráticas ha dado, además, libertad a la prensa para exponer lo que sucede realmente en los pasillos del poder, cosa que, a su vez, nos hace más conscientes del modo en que nos engañan. Y el auge de la psicología ha permitido que más gente domine una infinidad de técnicas de manipulación y más gente que nunca entienda cómo funcionan, en una especie de carrera armamentística de engaños en la que la verdad es la primera víctima.
La verdad se ha vuelto menos pura y simple, pero no veo ningún indicio de que la gente haya dejado de creer en ella. La gente sigue indignándose ante las mentiras como siempre, lo que no tendría sentido si no creyeran que no son ciertas. Acuse falsamente al más ferviente defensor de la postmodernidad de haber cometido un crimen y no se encogerá de hombros y aceptará la versión de los hechos que usted le plantea como una narrativa más, como una construcción de la realidad tan legítima como cualquier otra. Puede que se oponga al lenguaje de la verdad en los seminarios y aulas, pero en un tribunal ese posmodernista se morderá la lengua y para defenderse jurará decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, sabiendo muy bien qué significa eso y por qué es importante.
Por ello, hablar de una sociedad «posverdad» es prematuro y erróneo. Los mismos datos que demuestran que en el último siglo y medio se ha producido un declive en el uso de la palabra «verdad», también muestran que ha experimentado un resurgimiento en el siglo xxi. Ni siquiera estaríamos hablando de posverdad si no creyéramos que la verdad es importante. El mundo no está preparado ni desea decir adiós a la verdad, ni siquiera en la política, una actividad en la que, en ocasiones, parece que la verdad ya haya desaparecido. El filósofo francés Bernard-Henry Lévy acierta solo a medias cuando dice: «La gente escucha cada vez menos a los políticos y le preocupa aún menos si los candidatos están diciendo o no la verdad».3 De hecho, las mentiras todavía resultan muy perjudiciales para los políticos. La pérdida de interés en la verdad política se centra en las promesas y en los datos que utilizan para sustentarlas. El electorado está cada día más convencido de que los compromisos que se adoptan en los manifiestos de los partidos, sustentados por datos arteramente elegidos o por hechos y cifras directamente inventados, no valen siquiera el papel en el que ya no se imprimen.
Este inveterado cinismo apuntala cierto derrotismo, una aceptación de que no tenemos los recursos necesarios para discernir quién dice la verdad y quién está, sencillamente, tratando de engatusarnos. Al sentirse incapaz de distinguir la verdad de la mentira, el electorado escoge a sus políticos basándose en factores más emocionales. Y es que, cuando perdemos confianza en nuestro cerebro, nos dejamos guiar por las tripas y el corazón.
El antídoto no es un retorno a la comodidad de las verdades puras. La Pura Verdad desapareció en su formato original, seguramente en parte porque no representaba ni de lejos lo que su cabecera anunciaba. Era el altavoz de una excéntrica secta evangélica dirigida por su intimidante y autocrático fundador, Herbert W. Armstrong. Su promesa de la pura verdad era atractiva, pero falsa, como los compromisos de los políticos populistas de hoy. Se alimentan de un comprensible desencanto con las élites políticas y venden el tranquilizador mensaje de que no hace falta escuchar a los expertos; basta con escuchar la voluntad del pueblo. Prometen un mundo que es tanto de posverdad como de poscomplejidad, y ese es un mensaje muy potente en un mundo cada día más desconcertante y dudoso.
Para reconstruir la fe en el poder y el valor de la verdad, no podemos esquivar su complejidad. La verdad puede ser, y a menudo es, extremadamente difícil de comprender, descubrir, explicar y/o verificar. También resulta perturbadoramente fácil esconderla, distorsionarla, manipularla o retorcerla. A menudo no podemos afirmar con certeza que conocemos la verdad. Necesitamos evaluar una serie de verdades reales y supuestas y comprenderlas para