Breve historia de la verdad. Julian Baggini
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La religión no solo promueve verdades distintas, sino que propugna distintos fundamentos de verdad. La verdad de la religión es algo que muchos creyentes sienten de forma visceral. Está unido a su yo, a su identidad y a su sentido de pertenencia. Es casi tanto, o más, sentida que pensada.
Al ateo impaciente esto le parecen evasivas. Según el punto de vista moderno y científico, se puede hacer una lista de supuestos hechos sobre el mundo y marcar cada uno como verdadero, falso o desconocido. Y, ciertamente, no se realiza esa calificación en base a sentimientos, por muy fuertes que sean. Esto parece obvio, pero cuando se trata de las verdades que rigen la vida de la gente, la historia nos demuestra que las cosas no funcionan así.
Hay ateos que creen que sería un progreso eliminar todas las creencias en verdades reveladas. Pero probablemente invertir demasiados esfuerzos en acabar con la religión resulte contraproducente, además de innecesario. El fundamentalismo es problemático; pero, como hemos visto, algunas formas de literalismo pueden convivir con la verdad secular, por incómoda que resulte la convivencia.
En un mundo ideal, tanto el ateo como el creyente estarían de acuerdo en que todas las verdades religiosas dignas de ese nombre son de un tipo muy especial. Puede que no sean más que meras ficciones, pero no pertenecen a la lista de hechos objetivos del mundo, es decir, no deben figurar junto al peso atómico del oro o la fecha de la llegada del hombre a la luna. Nadie debería confundir la teología con la ciencia, ni el mito con la historia. Si existen verdades eternas, lo que debería hacerlas especiales es precisamente no ser del tipo común y empírico. Irónicamente, los que las tratan como tales perjudican a su religión en lugar de defenderla.
Esta es una de las muchas razones por las que los amantes de la verdad deberían evitar hablar de «La Verdad». La religión y el conocimiento secular colisionan cuando ambas consideran que ofrecen realidades alternativas en conflicto. Cuando aceptan que ofrecen dos especies distintas de verdad, la coexistencia es posible. Debería animarnos el hecho de que muchos teólogos concuerdan con este diagnóstico, a pesar de que mucho de lo que luego dicen lo contradiga. La difusión de esta noción de verdad religiosa, en lugar de reducir el espacio de la fe religiosa, supone nuestra mejor esperanza de reducir el papel de la religión como fuente de conflictos en el mundo.
Verdades de autoridad
Sathya Sai Baba afirmó ser un dios viviente que podía hacer que objetos como vibhuti (cenizas sagradas), joyas y relojes se materializasen de la nada, curar enfermos y predecir el futuro. Después de haber predicho que viviría con buena salud y moriría a los noventa y seis años, murió en 2011, a la edad de ochenta y cuatro, después de pasar la mayor parte de sus últimos siete años en una silla de ruedas. Fueron seguidores de Sai Baba la leyenda del cricket Sachin Tendulkar, el fundador del Hard Rock Cafe, Isaac Tigrett, la música de jazz Alice Coltrane y el primer ministro indio Atal Bihari Vajpayee. En el momento en que escribo estas líneas, la Organización Sathya Sai, fundada por él mismo, tiene más de mil oficinas en más de cien países.
Sai Baba no es un caso aislado. La India siempre ha tenido multitud de swamis o gurús con gran número de seguidores, muchos de ellos considerados estafadores o charlatanes. A los observadores externos les resulta incomprensible cómo se concede tanto crédito a alguien como Sai Baba. Pero la confianza en la sabiduría de la autoridad, y en la autoridad de nuestras percepciones, es ubicua a lo largo de la historia.
Para comprender por qué se toma a alguien como autoridad epistémica —una autoridad en lo que atañe a la verdad— es vital comprender aquello que los autoriza. En ocasiones resulta tentador creer que esa autoridad es autogenerada, una especie de culto a la personalidad creado por el carisma del individuo. Pero ni el orador o el personaje mediático más persuasivo logra que la gente crea cualquier cosa. Su supuesta autoridad viene siempre estampada por algún sello.
Los dos validadores más comunes de la autoridad epistemológica son la experiencia o la divinidad. Por tomar primero la última: cuando sale humo blanco de la chimenea del Vaticano, se cree que el Espíritu Santo asegura que el candidato adecuado ha sido elegido papa. Creencias similares sobre lo divino gobiernan la elección de otros líderes religiosos. De hecho, durante buena parte de la historia de Europa se creyó que los monarcas eran elegidos por Dios, al igual que la aristocracia. Algunas congregaciones eclesiásticas todavía cantan el verso del himno «Todas las cosas buenas y bellas» que dice: «El rico en su castillo, el pobre a su puerta. Dios los creó elevados y humildes, y ordenó su estado».
Guste o no, la autoridad divina de ese tipo todavía concita un gran respeto. Por mucho que a algunos esto les resulte preocupante, no basta con desear que no sea así y tampoco es posible persuadir a miles de millones de personas que ese tipo de autoridad no existe. Tienen, no obstante, todo el derecho a protestar si los que afirman poseer un mandato del cielo intentan imponer su autoridad más allá de lo puramente teológico, y hablan no solo de las verdades eternas que vimos en el capítulo anterior, sino también de las verdades seculares que corresponde dirimir a los que estudian el mundo y no a los que estudian los cielos.
En cualquier caso, lo cierto es que hoy pocos afirman hablar directamente en nombre de la divinidad y esperan que la gente se contente con eso. Incluso en la religión, la autoridad reside en alguna afirmación de pericia. Sai Baba, por ejemplo, ganó su autoridad afirmando que poseía cierta clase de pericia espiritual, manifestada en sus milagros y en su adivinación del futuro. Todas las afirmaciones de que sus palabras eran palabras de Dios se consideraban creíbles debido a esa pericia.
La misma idea de «pericia espiritual» puede parecer extraña, pero no a aquellos que viven en una cultura en la que muchos (pero de ningún modo todos) creen que el mundo es fundamentalmente el mismo que el de las innumerables deidades y milagros descritos en los antiguos Vedas. La idea de excelencia espiritual no es más extraña en la India que la excelencia deportiva en el resto del mundo, y en ambos casos se acepta que uno puede alcanzarla con una combinación de esfuerzo y talento, en diversa proporción.
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