El lado perdido . Sally Green

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El lado perdido  - Sally  Green Una vida oculta

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pero sólo porque ya no lo está haciendo. Luego la veo, sorprendentemente cerca, en el suelo, medio escondida detrás de un árbol, con el brazo extendido hacia mí y los ojos abiertos.

      Eso significa que quedan dos Cazadoras.

      Escucho un sonido a mi derecha. Lanzo rayos en esa dirección. El relámpago más grande que puedo crear. Y corro unos cuantos pasos entre los árboles. Comienzan los disparos, de nuevo. Me tiro al suelo y me extiendo bien.

      Cae el silencio.

      Espero.

      Y espero.

      Si están muertas, serán visibles. Levanto la cabeza para comprobarlo.

      Nada… o quizá algo. Humo. Y luego veo a la séptima Cazadora. No está muerta, pero está arrodillada en el suelo, ennegrecida. Su chaqueta humea. Su brazo derecho yace flácido a un costado y su mano izquierda sostiene la pistola con firmeza. Mira a su alrededor. Aturdida.

      Y detrás de ella, la última Cazadora retoma su forma. De alguna manera le di a ella también, aunque está más lejos. No puedo ver su rostro. Yace en el suelo.

      Tengo que concentrarme arduamente en mantenerme invisible —respira lentamente, piensa en el aire— y luego me muevo para mirar más de cerca a la chica que está tumbada en el suelo. Tiene el rostro quemado y ennegrecido. Los ojos abiertos. Definitivamente no está fingiendo. Me permito ser visible.

      La Cazadora que se halla de rodillas jadea. Doy un paso hacia ella para que pueda mirarme; trata de levantar la pistola. El Fairborn le corta el cuello. Más sangre en mis manos. Otro cuerpo descansa en el suelo.

      La prisionera aún está hecha un ovillo y tiene los tobillos encadenados al árbol y las manos atadas al frente. Una capucha de lona le cubre la cabeza y el cuello, de donde le sobresalen mechas de cabello rubio.

      Tiemblo. Inhalo y exhalo, una y otra vez.

      Tengo las manos pegajosas de sangre. Aferro con fuerza el Fairborn y sujeto a la prisionera por el hombro. Da un tumbo para atrás, pero se queda callada. Corto sin ningún cuidado el lazo que ata la capucha con la punta del Fairborn y éste le araña el cuello. Es lo menos que merece Annalise. Retiro la capucha.

      El pelo rubio cae y le cubre el rostro a medias. ¿El pelo de Annalise?

      Es difícil apreciarlo en la oscuridad.

      Agita la cabeza. Está amordazada pero sus ojos me miran fijamente. Ojos azules llenos de miedo, llenos de plata. Ojos de Bruja Blanca.

      Las manos me tiemblan con más fuerza, tiemblan de rabia y furia, el Fairborn zumba en mi puño, lo clavo en el suelo y me alejo caminando.

      LA PRISIONERA

      La fogata, una mochila, un saco de dormir: pateo estas cosas y las maldigo. Estoy a punto de patear un cadáver pero sólo lo maldigo, y a todo lo demás que está tirado en este campamento de mierda. Cuando regreso al lado de la prisionera, no sé si me he calentado o enfriado, pero todavía estoy cabreado. No sé quién es, pero no es Annalise.

      La chica me mira. Una parte del miedo ha desaparecido de sus ojos e intenta hablar, sin embargo se encuentra amordazada y no estoy de humor para resolver su situación. Le doy la espalda y busco una garrafa de agua para lavarme las manos y limpiar el Fairborn. Al hacerlo, maldigo. Las imprecaciones me ayudan, un poco.

      Reviso el campamento en busca de algo que pueda ser útil: para mí y para Greatorex. Hay muchos objetos pero nada de documentos, planos u órdenes. En una mochila meto una manta, agua, comida, cuchillos, pistolas y municiones. También encuentro cuerdas, bridas de plástico y llaves, supongo que para el candado de la prisionera. Hay un botiquín también. No lo necesito, pero seguramente será útil en el campamento.

      Cuando trato de poner la mochila en mi espalda, apenas puedo moverla. Saco cuatro de las pistolas, la manta, el botiquín, casi toda el agua, pero conservo la garrafa, las municiones y la comida. Hay algo de ropa en el suelo, junto a uno de los sacos de dormir. Elijo un forro polar y una chaqueta y me vuelvo hacia la prisionera. Ya se ha incorporado. Me mira. Arrojo la chaqueta y el polar a sus pies, me agacho frente a ella y le arranco la mordaza.

      —Gracias. Pensaba… pensaba que iban a matarme.

      Suelto las llaves a sus pies.

      —Desata tus tobillos —le digo.

      —Sí, sí. Gracias —comienza a hacerlo y luego se detiene, mientras dice—: ¿puedes cortar el amarre?

      —Abre la cadena. Nos vamos.

      Mientras lo hace, pienso en algo más que debo hacer. Reviso todos los cuerpos para ver si llevan tatuajes. Hace unos meses la Alianza vio por primera vez que los Cazadores también los tenían, justo antes de la BB. Parece que es lo que les permite volverse invisibles. Es una magia perversa diseñada por Wallend. Y así es, estas Cazadoras están tatuadas: pequeños círculos negros en sus pechos, por encima de sus corazones.

      Cuando regreso al lado de la prisionera, ella está en pie, dando fuertes pisotones. Corto la brida que rodea sus muñecas. Las tiene en carne viva. Parece que sólo lleva un suéter delgado. Debe estarse congelando.

      —Gracias —dice.

      —¿Tienes alguno de esos tatuajes? —le pregunto, apuntando hacia el pecho de la Cazadora más cercana.

      —No.

      Le clavo la mirada.

      —¿Quieres comprobarlo?

      Espero.

      Maldice en voz baja, pero luego se levanta el suéter hasta el cuello.

      Está delgada, musculosa y pálida. Pero no lleva tatuajes.

      —No soy una de ellas. Trataba de unirme a la Alianza —dice, tirándose la ropa hacia abajo.

      —Tenemos que partir. Ponte esto —le indico la chaqueta y el forro polar que están en el suelo—. Abrígate.

      Obedece mis órdenes. La chaqueta le queda enorme.

      Cojo una nueva brida de plástico de la mochila y la ato alrededor de sus muñecas, detrás de su espalda. Tiene las manos frías como el hielo.

      No dice nada al principio, pero luego se gira para mirarme y murmura:

      —¿Por qué haces esto? Estoy de tu lado. Era su prisionera.

      —Eso parece.

      —Está bien, está bien, entiendo que no sabes quién soy, pero mírame. No sería capaz de hacerte daño —replica mientras da un paso alejándose de mí.

      —Eso dices ahora.

      Me pregunto cuál es su Don. Como última idea, agarro la cuerda, la mordaza y la capucha y las meto en el bolsillo de su chaqueta.

      —No vas a necesitar eso —dice aterrada.

      Reviso el campamento una vez más. Ya está amaneciendo, pero no hay nada más que ver. Me cuelgo la mochila en los hombros y vuelvo por la chica.

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