Tormenta de guerra. Victoria Aveyard
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En lo que debo ser.
Con la cabeza apoyada en el hombro de Gisa, es difícil no ver a Kilorn detrás. Su rostro es oscuro, como una nube de tormenta, y nos mira a ambas. Nuestros ojos se cruzan cuando siente los míos y veo determinación en él. Se afilió a la Guardia hace mucho y no incumplirá su compromiso, ni siquiera para quedarse aquí, a salvo, con la única familia que conoce.
—Ahora — Gisa se aparta—, vamos a prepararte para esa espantosa cena.
Varios meses de vivir en bases rebeldes no han hecho más que aguzar el buen ojo de mi hermana para el color, la tela y la moda. No sé cómo se agencia en el palacio de varios vestidos para que yo elija entre ellos, todos desenfadados pero formales y de gran variedad de estilos; nada semejante a los horrores con gemas que usan las Plateadas de Norta, por supuesto, aunque todos adecuados para una mesa de reyes y líderes. Debo admitir que me gusta vestir de este modo, pasar los dedos por el algodón o la seda, decidir cómo peinarme; es una distracción buena y necesaria.
No cabe duda de que Tiberias se sentará a la mesa conmigo, radiante en sus ropas carmesíes. Y que hará mohínes porque me atengo a mis principios mientras él escupe en ellos. Que vea a qué exactamente le volvió la espalda, y a quién. Esta idea me produce un placer satisfactorio pese a su carácter enfermizo.
Aunque Gisa está a favor de los atuendos complicados, al final nos quedamos con un vestido que nos gusta a ambas. Es sencillo, de un rojo ciruela profundo, mangas largas y falda con cola. Por toda joya me pongo mis pendientes, el rosa de Bree, el rojo de Tramy, el violeta de Shade, el verde de Kilorn. La piedra roja final, granate como la sangre fresca, está guardada entre mis cosas. A pesar de que no uso el pendiente que me regaló Tiberias, tampoco puedo desecharlo. Permanece sin tocar pero no olvidado.
Gisa cose a toda prisa un galón de oro, una intrincada pieza de encaje, en los puños de cada manga. Ignoro de dónde sacó un costurero o si el personal de Davidson se lo dejó a propósito. Sus dinámicos dedos son igual de hábiles para peinarme, hasta que da a mis rizos, de un castaño cenizo, la forma de una corona. Esconde bien mis abundantes puntas grises. Es un hecho que la tensión diaria me ha impuesto un precio muy elevado, que no paso por alto en el espejo. Luzco agotada, con las mejillas hundidas y los ojos rodeados por sombras similares a contusiones. Tengo toda clase de cicatrices: de la marca de Maven, de heridas que no se han curado del todo, de mi relámpago. Pero no soy una ruina. Todavía no.
Pese a la inmensidad del palacio del primer ministro, su distribución es muy simple y tardo poco en descender a la planta baja, donde están las salas públicas. Al final puedo confiar únicamente en el aroma de los platos, para que me lleve uno tras otro por suntuosos salones y galerías. Paso por un comedor del tamaño de un salón de baile con una mesa en la que cabrían cuarenta comensales y una enorme chimenea de piedra. La mesa está vacía y en el hogar no crepita llama alguna.
—Usted es la señorita Barrow, ¿verdad?
Cuando me doy la vuelta hacia esa amable voz, me encuentro con un rostro más amable todavía. Un hombre me hace señas desde uno de los muchos pasillos abovedados que comunican a otra terraza. Exhibe una calvicie completa, su piel oscura es de un matiz casi morado y su sonrisa destella como una media luna sobre un traje de seda más blanco aún.
—Sí —contesto llanamente.
Su sonrisa se ensancha.
—Cenaremos aquí, bajo las estrellas. Pensé que sería mejor hacerlo de ese modo en su primera visita.
Me hace señas y cruzo el grandioso comedor para alcanzarlo. Toma mi brazo con suavidad, entrechoca su codo con el mío y me saca al aire fresco de la noche. El aroma del menú es tan intenso ahora que se me hace la boca agua.
—¡Qué tensa está! —ríe y agita un brazo para contrastarlo con mis músculos contraídos. Su talante es tan desenfadado que querría desconfiar de él—. Soy Carmadon, yo preparé la cena, así que si tiene alguna queja, guárdesela.
Me muerdo el labio para disimular una sonrisa.
—Haré lo que pueda.
Se toca la nariz en respuesta.
Sus arañas vasculares son grises y se ramifican por el blanco de sus ojos. Es de sangre plateada. Siento en la garganta un súbito nudo.
—¿Qué habilidad posee, Carmadon?
Contesta con una fina sonrisa.
—¿No es obvio? —apunta hacia las incontables plantas y flores de la terraza que cuelgan de los innumerables balcones y ventanas—. No soy más que un humilde guardaflora, señorita Barrow.
Exhibo una sonrisa en pos de las apariencias. Humilde. He visto cadáveres de cuyos ojos y boca salen raíces retorcidas. No hay Plateados humildes ni inofensivos. Todos poseen la habilidad de matar. Aunque también nosotros, supongo: todos los seres humanos sobre la Tierra.
Atravesamos la terraza hacia el aroma, las débiles luces y el murmullo de una conversación forzada. Esta parte del palacio sobresale de la cumbre y ofrece una amplia vista de los pinos, el valle y los picos nevados en la distancia, que brillan bajo la luz de una luna en ascenso.
Trato de no parecer ansiosa ni interesada, y ni siquiera enojada, nada que dé un indicio de mis emociones. De todas formas, siento un vuelco en el corazón y una descarga de adrenalina cuando veo la conocida silueta de Tiberias. Contempla el paisaje de nuevo, incapaz de hacer frente a cualquiera a su alrededor. La boca se me tuerce de disgusto. ¿Desde cuándo eres un cobarde, Tiberias Calore?
A unos metros, Farley camina de un lado a otro, ataviada aún con el uniforme de la comandancia. Su cabello está recién lavado y fulgura a la luz de las lámparas que cuelgan sobre la mesa. Me dirige una leve inclinación antes de sentarse.
Evangeline y Anabel ocupan ya sus asientos, a cada lado de una de las cabeceras de la mesa. Seguro que se proponen flanquear a Cal y proclamar su importancia a su izquierda y derecha. Mientras que Anabel parece cómoda en su vestido de siempre, su pesado atuendo de seda roja y naranja, Evangeline se solaza bajo un cuello de negra y lisa piel de zorro. Me mira conforme me acerco a la mesa, con ojos refulgentes como estrellas errantes. Cuando me siento en diagonal a ella, lo más lejos posible del príncipe exiliado, sus labios se fruncen en un remedo de sonrisa.
Carmadon no parece notar o interesarse en que sus invitados se odien a muerte. Se sienta garboso en la silla frente a mí, a la derecha de donde imagino que estará Davidson. Una ayudante emerge de las sombras para llenar su copa de vino, decorada con intrincadas figuras.
Entrecierro los ojos. Es una ayudante de sangre roja, a juzgar por el rubor en sus mejillas. No es vieja ni joven, pero sonríe al mismo tiempo que trabaja. Nunca he visto a una asistente Roja sonreír así, a menos que se le ordene.
—Reciben un salario y se les paga bien —dice Farley, sentada junto a nuestro anfitrión—. Ya lo averigüé.
Carmadon hace girar el vino en su copa.
—Indague lo que guste, general Farley. Revise detrás de las cortinas si lo desea. No hay esclavos en mi casa —adopta un tono serio.
—No nos presentamos como se debe —me siento más ruda que de costumbre—. Usted se llama Carmadon pero…
—¡Desde