El cuerpo lleva la cuenta. Bessel van der Kolk

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El cuerpo lleva la cuenta - Bessel van der Kolk

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En línea con la tradición familiar de servicio militar, se enroló en el cuerpo de los Marines inmediatamente después de graduarse. Su padre había servido en la II Guerra Mundial, en el ejército del general Patton, y Tom nunca cuestionó las expectativas de su padre. Atlético, inteligente y líder evidente, Tom se sentía poderoso y efectivo tras realizar la formación básica, un miembro del equipo que se sentía preparado para casi todo. En Vietnam, enseguida se convirtió en el líder del pelotón, al cargo de otros ocho marines. Sobrevivir abriéndose paso por el barro bajo los disparos de ametralladoras puede dejar a la gente con una percepción sobre sí misma y sobre sus compañeros bastante positiva. Al final de su misión militar, Tom se licenció con honores, y todo lo que quería era dejar Vietnam atrás. Aparentemente, eso es lo que hizo. Fue a la universidad gracias a la ley de ayuda para veteranos (la G.I. Bill) y se licenció en la Facultad de Derecho, se casó con su novia del instituto y tuvo dos hijos. A Tom le preocupaba lo mucho que le costaba sentir un cariño real hacia su mujer, aunque sus cartas le habían mantenido en vida en la locura de la selva. Tom vivía maquinalmente una vida normal, esperando que fingirla le permitiría aprender a volver a ser el de antes. Ahora tenía un despacho de abogado y una perfecta familia de postal, pero no se sentía normal; se sentía muerto por dentro.

      Aunque Tom fue el primer veterano que conocí a nivel profesional, muchos aspectos de su historia me resultaban familiares. Yo crecí en la Holanda de la posguerra, jugando en edificios bombardeados, con un padre que se había opuesto con tanto fervor a los nazis que fue enviado a un campo de internamiento. Mi padre nunca habló de su experiencia en la guerra, pero de vez en cuando sufría unos ataques de rabia explosiva que, como niño pequeño, me sorprendían. ¿Cómo podía ser que el hombre que cada día escuchaba bajar sigilosamente las escaleras para rezar y leer la Biblia mientras el resto de la familia dormía podía tener ese temperamento tan aterrador? ¿Cómo podía alguien cuya mujer estaba dedicada a la búsqueda de la justicia social estar tan lleno de rabia? Fui testigo del mismo comportamiento desconcertante con mi tío, que fue capturado por los japoneses en las Indias Orientales holandesas (la actual Indonesia) y enviado como mano de obra esclava a Birmania, donde trabajó en el famoso puente sobre el río Kwai. Tampoco mencionó casi nunca la guerra, y él también sufría ataques incontrolables de ira.

      Mientras escuchaba a Tom, me preguntaba si mi tío y mi padre habían sufrido pesadillas y flashbacks; si ellos también se sentían desconectados de sus seres queridos e incapaces de experimentar el verdadero placer en la vida. En alguna parte en el fondo de mi mente, también debo de tener recuerdos de mi aterrada –y a menudo aterradora– madre, a cuyo trauma infantil en ocasiones se hacía alusión y que, según creo ahora, ella recreaba con frecuencia. Tenía la inquietante costumbre de desmayarse cuando le preguntaba cómo era su vida de pequeña y luego culparme a mí por hacerla sentir tan mal.

      Tranquilizado por mi interés evidente, Tom se calmó y me contó lo asustado y confundido que estaba. Tenía miedo de volverse como su padre, que siempre estaba enfadado y casi nunca hablaba con sus hijos, salvo para compararlos desfavorablemente con sus compañeros que habían perdido la vida en las Navidades de 1944, durante la batalla de las Ardenas.

      A medida que la sesión se iba acercando a su fin, hice lo que suelen hacer los médicos: me centré en la parte de la historia de Tom que creía haber comprendido: sus pesadillas. Cuando estudiaba Medicina, trabajé en un laboratorio del sueño, observando los ciclos de sueño de los pacientes, y colaboré en la redacción de algunos artículos sobre pesadillas. También participé en algunos estudios tempranos sobre los efectos beneficiosos de los fármacos psicoactivos que se estaban empezando a utilizar en los años setenta. Así pues, aunque no comprendía del todo el alcance de los problemas de Tom, las pesadillas eran algo que conocía mejor y, como ferviente creyente en que la química puede proporcionarnos una vida mejor, le receté un fármaco que sabía que era efectivo para reducir la incidencia y la gravedad de las pesadillas. Programé una visita de seguimiento para Tom al cabo de dos semanas.

      Cuando volvió para la siguiente visita, le pregunté ansiosamente cómo le había ido el fármaco. Me dijo que no se había tomado ninguna pastilla. Intentando ocultar mi irritación, le pregunté por qué. «Me di cuenta de que si me tomaba las pastillas y las pesadillas desaparecían –me dijo–, estaría abandonando a mis amigos y su muerte habría sido en vano. Debo ser el homenaje vivo de mis amigos que murieron en Vietnam».

      Me quedé perplejo. La lealtad de Tom hacia los muertos le estaba impidiendo vivir su propia vida, igual que la devoción de su padre hacia sus amigos le había impedido vivir la suya. Las experiencias del padre y del hijo en el campo de batalla habían convertido el resto de su vida en irrelevante. ¿Cómo había sucedido, y qué podíamos hacer al respecto? Esa mañana me di cuenta de que probablemente dedicaría el resto de mi vida profesional a intentar desvelar los misterios del trauma. ¿Cómo hacen las experiencias horribles que la gente permanezca irremediablemente atascada en el pasado? ¿Qué sucede en la mente y en el cerebro de la gente que la mantiene paralizada, atrapada en un lugar del que desean escapar desesperadamente? ¿Por qué la guerra de ese hombre no llegó a su fin en febrero de 1969, con el abrazo de sus padres en el aeropuerto internacional Logan de Boston tras su largo vuelo desde Da Nang?

      La necesidad de Tom de vivir su vida como un homenaje a sus compañeros me hizo entender que estaba sufriendo una patología mucho más compleja que simplemente tener malos recuerdos o una química cerebral alterada, o unos circuitos del miedo alterados en el cerebro. Antes de la emboscada en el arrozal, Tom había sido un amigo entregado y leal, una persona que disfrutaba de la vida, con muchos intereses y placeres. En un momento aterrador, el trauma lo había transformado todo.

      Durante mi época en la Administración para Asuntos de los Veteranos (VA), conocí a muchos hombres que respondían de un modo similar. Al enfrentarse a frustraciones incluso menores, nuestros veteranos solían mostrar de forma instantánea una rabia extrema. Las zonas públicas de la clínica estaban marcadas con los impactos de sus puños en el panel de yeso, y los agentes de seguridad estaban muy ocupados protegiendo a agentes y recepcionistas de la rabia de los veteranos. Obviamente, su comportamiento nos asustaba, pero a mí también me intrigaba.

      En casa, mi esposa y yo nos enfrentábamos a problemas similares con nuestros hijos pequeños, que a menudo tenían rabietas cuando les pedíamos que se comieran las espinacas o que se pusieran unos calcetines. Entonces, ¿por qué el comportamiento inmaduro de mis hijos no me inquietaba en absoluto, pero me preocupaba profundamente lo que sucedía con los veteranos (dejando de lado su tamaño, obviamente, con el potencial de hacer mucho más daño que mis dos pequeños en casa)? La razón era que confiaba plenamente en que, con los cuidados adecuados, mis hijos aprenderían gradualmente a manejar las frustraciones y las decepciones. Sin embargo, era bastante escéptico sobre mi capacidad de ayudar a mis veteranos a readquirir las capacidades de autocontrol y de autorregulación que habían perdido en la guerra.

      Desgraciadamente, en mi formación psiquiátrica, nada me había preparado para manejar ninguno de los retos que presentaban Tom y sus compañeros. Bajé a la biblioteca médica para consultar libros sobre neurosis, neurosis de guerra, fatiga de batalla o cualquier otro término o diagnóstico que se me pudiera ocurrir que arrojara un poco de luz sobre mis pacientes. Para mi sorpresa, en la biblioteca de la VA no había ni un solo libro sobre ninguno de estos trastornos. Cinco años después de que el último soldado americano abandonara Vietnam, el problema del trauma de guerra todavía no estaba en la agenda de nadie. Finalmente, en la biblioteca Countway de la Facultad de Medicina de Harvard descubrí el libro The Traumatic Neuroses of War, publicado en 1941 por un psiquiatra llamado Abram Kardiner. En él, el autor describía sus observaciones sobre los veteranos de la I Guerra Mundial y se publicó como anticipo a la marea de soldados con neurosis de guerra que se esperaba que causaran baja en la II Guerra Mundial.1

      Kardiner describía el mismo fenómeno que yo estaba viendo: después de la guerra, estos pacientes se veían invadidos por una sensación de inutilidad; se volvían insociables y desapegados, aunque antes hubieran tenido

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