El cuerpo lleva la cuenta. Bessel van der Kolk
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Lo único que ocasionalmente mitigaba esta sensación de falta de rumbo era la implicación intensa en un caso particular. Durante el transcurso de nuestro tratamiento, Tom tuvo que defender a un mafioso acusado de asesinato. Durante todo ese juicio, estuvo totalmente absorto en la ideación de una estrategia para ganar el caso, y hubo varias ocasiones en las que se levantaba por la noche para sumergirse en algo que realmente le apasionaba. Era como estar en un combate, dijo. Se sentía totalmente vivo, y nada más importaba. Tras ganar ese caso, sin embargo, Tom perdió toda la energía y el rumbo. Las pesadillas volvieron, igual que sus ataques de rabia, de forma tan intensa que tuvo que irse a un motel para asegurarse de no hacer daño a su mujer o a sus hijos. Pero estar solo también resultaba aterrador, porque los demonios de la guerra volvían con toda su fuerza. Tom intentaba permanecer ocupado, trabajando, bebiendo y drogándose; haciendo cualquier cosa para evitar enfrentarse a sus demonios.
Siguió mirando Soldier of Fortune, fantaseando en alistarse como mercenario en una de las muchas guerras regionales que arrasaban África. Esa primavera, cogió su Harley y se fue hacia la autopista Kancamagus en New Hampshire. Las vibraciones, la velocidad y el peligro de ir en moto le ayudaban a recomponerse, hasta el punto de poder dejar la habitación del motel y volver con su familia.
LA REORGANIZACIÓN DE LA PERCEPCIÓN
Otro estudio que realicé en la clínica de la VA empezó como una investigación sobre las pesadillas, pero terminó explorando cómo el trauma cambia la percepción y la imaginación de las personas. Bill, un antiguo médico que había vivido los duros combates de Vietnam una década antes, fue la primera persona apuntada en mi estudio sobre las pesadillas. Después de licenciarse, se matriculó en un seminario teológico y se le asignó su primera parroquia en una iglesia de la congregación en un suburbio de Boston. Estuvo bien hasta que él y su esposa tuvieron su primer hijo. Al poco tiempo de nacer el bebé, su esposa, enfermera, volvió al trabajo mientras que él se quedó en casa, trabajando en su sermón semanal y otros deberes de la parroquia y cuidando del recién nacido. El primer día que se quedó solo con el bebé, este empezó a llorar y, de repente, se encontró inundado por imágenes insoportables de niños muriendo en Vietnam.
Bill tuvo que llamar a su esposa para que se ocupara del bebé y vino en un estado de pánico a la clínica. Describió cómo no dejaba de escuchar el sonido de niños llorando ni de ver imágenes de rostros de niños quemados y ensangrentados. Mis compañeros médicos pensaban que seguramente estaba psicótico, porque los manuales de la época decían que las alucinaciones auditivas y visuales eran síntomas de esquizofrenia paranoide. Los mismos textos que daban este diagnóstico también indicaban la causa: la psicosis de Bill probablemente estaba desencadenada por su sensación de sentirse desplazado en los afectos de su esposa por su nuevo hijo.
Ese día, al llegar a la consulta de admisiones, vi a Bill rodeado por unos preocupados médicos dispuestos a administrarle un potente fármaco antipsicótico y a mandarle a una sala cerrada. Me describieron los síntomas y me pidieron mi opinión. Al haber trabajado anteriormente en una unidad especializada en el tratamiento de esquizofrénicos, estaba intrigado. Había algo en el diagnóstico que no me cuadraba. Le pregunté a Bill si podía hablar con él, y después de escuchar su historia, parafraseé inconscientemente algo que Sigmund Freud dijo sobre el trauma en 1895: «Creo que este hombre sufre por sus recuerdos». Le dije a Bill que intentaría ayudarle y, después de ofrecerle una medicación para controlarle el pánico, le pregunté si querría volver al cabo de unos días para participar en mi estudio sobre pesadillas.5 Aceptó.
Como parte del estudio, los participantes hacían un test de Rorschach.6 A diferencia de las pruebas que requieren respuestas a preguntas directas, las respuestas de la prueba Rorschach son casi imposibles de falsear. Esta prueba es una manera única de observar cómo la gente se construye una imagen mental a partir de un estímulo que no tiene ningún significado: una mancha de tinta. Como los seres humanos somos criaturas que siempre buscan significado en las cosas, tendemos a crear cierto tipo de imagen o de historia a partir de esas manchas de tinta, igual que cuando estamos en un prado en un día de verano y vemos imágenes en las nubes que flotan en el cielo. Lo que la gente construye con esas manchas puede decirnos mucho sobre cómo funciona su mente.
Al ver la segunda tarjeta de la prueba de Rorschach, Bill exclamó horrorizado: «Es ese niño que vi volando por los aires en Vietnam. En el medio, veo la carne quemada, las heridas y la sangre brotando por todas partes». Jadeando y con sudor en la frente, estaba en una situación de pánico similar a la que le trajo inicialmente a la clínica de la VA. Aunque había escuchado a veteranos describir sus flashbacks, esta fue la primera vez que fui testigo de uno. En ese momento, en mi consulta, Bill estaba evidentemente viendo las mismas imágenes, oliendo los mismos olores y sintiendo las mismas sensaciones físicas que sintió durante el acontecimiento original. Diez años después de sostener impotente en brazos a un niño moribundo, Bill estaba reviviendo el trauma en respuesta a la visión de una mancha de tinta.
Experimentar de primera mano el flashback de Bill en mi consulta me ayudó a ser consciente de la agonía que sufrían con frecuencia los veteranos que yo intentaba tratar, y me ayudó a valorar de nuevo lo importante que era encontrar una solución. El acontecimiento traumático en sí, aunque horrendo, tenía un inicio, una parte central y un final, pero los flashbacks, por lo que puede ver, podían ser incluso peores. Nunca sabes cuándo te van a asaltar de nuevo, y no tienes forma de saber cuándo acabarán. Tardé años en aprender cómo tratar con efectividad los flashbacks, y en este proceso Bill resultó ser uno de mis mentores más importantes.
Cuando pasamos la prueba de Rorschach a otros veintiún veteranos, la respuesta fue coherente: dieciséis de ellos, al ver la segunda carta, reaccionaron como si estuvieran experimentando un trauma bélico. La segunda tarjeta Rorschach es la primera que contiene color, y suele provocar como respuesta el llamado shock del color. Los veteranos interpretaron esta tarjeta con descripciones como «Son los intestinos de mi amigo Jim después de que un proyectil de mortero le destrozara», y «Es el cuello de mi amigo Danny después de que un proyectil le volara la cabeza mientras almorzábamos». Ninguno de ellos mencionó a monos bailando, o mariposas revoloteando, ni hombres en moto, ni ninguna de las imágenes ordinarias y en ocasiones extravagantes que la mayoría de la gente ve.
Mientras que la mayoría de los veteranos se alteró mucho con las imágenes, las reacciones de los cinco restantes fueron aún más alarmantes: simplemente se quedaron en blanco. «No es nada –dijo uno–, solo un montón de tinta». Tenían razón, evidentemente, pero la respuesta de un ser humano normal ante un estímulo ambiguo es usar la imaginación para leer algo a partir de él.
A través de estas pruebas de Rorschach, aprendimos que la gente traumatizada tiende a superponer su trauma a todo lo que le rodea y que le cuesta descifrar lo que sucede a su alrededor. Parecía que había poca ambigüedad. También aprendimos que el trauma afecta a la imaginación. Los cinco hombres que no veían nada en las manchas de tinta habían perdido la capacidad de jugar con la mente. Pero los otros dieciséis también, ya que al ver escenas del pasado en esas manchas no estaban mostrando la flexibilidad mental que es el sello de la imaginación. Simplemente, reprodujeron un carrete antiguo.
La imaginación es absolutamente crítica para nuestra calidad de vida. Nuestra imaginación nos permite evadirnos de nuestra existencia diaria rutinaria al fantasear con viajar, comer, el sexo, enamorarnos o tener