El cuerpo lleva la cuenta. Bessel van der Kolk
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Durante las rondas de la mañana, los médicos jóvenes presentaban sus casos a sus supervisores, un ritual que los auxiliares de la unidad podían observar en silencio. Raramente mencionaban historias como las que yo había escuchado. Sin embargo, muchos estudios posteriores han confirmado la relevancia de esas confesiones de medianoche: ahora sabemos que más de la mitad de las personas que necesitan asistencia psiquiátrica ha sido asaltada, abandonada, maltratada o incluso violada en la infancia, o ha sido testigo de violencia en el hogar.1 Pero estas experiencias parecían dejarse de lado durante las rondas. A menudo me sorprendía la frialdad con la que hablaban de los síntomas de los pacientes y cuánto tiempo pasaban intentando manejar sus ideas suicidas y sus conductas autodestructivas, en lugar de intentando comprender las posibles causas de su desesperación e impotencia. También me sorprendía la poca atención que se prestaba a sus logros y a sus aspiraciones; a las personas que les importaban, que amaban u odiaban; qué los motivaba y los ocupaba, qué los mantenía bloqueados, y qué les hacía sentirse en paz: la ecología de su vida.
Años después, como médico recién licenciado, me vi confrontado a un ejemplo especialmente duro del modelo médico imperante. En esa época, estaba pluriempleado y trabajaba en un hospital católico realizando exploraciones físicas a mujeres que habían ingresado para recibir un tratamiento electroconvulsivo para la depresión. Dado mi ser curioso, yo consultaba sus historias médicas y les preguntaba sobre sus vidas. Muchas de ellas me contaban historias sobre matrimonios dolorosos, hijos difíciles y culpabilidad por haber abortado. Al hablar, brillaban visiblemente, y a menudo me agradecían efusivamente que las hubiera escuchado. Algunas de ellas se preguntaban si seguían necesitando los electroshocks después de haberse quitado tanto peso de encima. Yo siempre me sentía triste al final de esas reuniones, al saber que los tratamientos que les administrarían a la mañana siguiente borrarían todos los recuerdos de nuestra conversación. No duré mucho en ese trabajo.
Los días que libraba en el MMHC, solía ir a la biblioteca de medicina Countway para aprender más sobre los pacientes que se suponía que debía ayudar. Un sábado por la tarde, me topé con un tratado que sigue siendo venerado en la actualidad: el manual Dementia Praecox de Eugen Bleuler, escrito en 1911. Las observaciones de Bleuler eran fascinantes:
Entre las alucinaciones corporales en la esquizofrenia, las sexuales son de lejos las más frecuentes y las más importantes. Estos pacientes sienten los arrebatos y las alegrías de la satisfacción sexual normal y anormal, pero con mayor frecuencia pueden conjurar prácticas obscenas y repugnantes con las fantasías más extravagantes. A los pacientes masculinos se les extrae el semen; se les estimulan erecciones dolorosas. Las pacientes femeninas son violadas y lesionadas del modo más diabólico… A pesar del significado simbólico de muchas de estas alucinaciones, la mayoría corresponden a sensaciones reales.2
Esto me hizo pensar. Nuestras pacientes tenían alucinaciones; los médicos les preguntaban rutinariamente sobre ellas y las anotaban como indicaciones de lo perturbadas que estaban. Pero si las historias que yo había escuchado a altas horas de la madrugada eran ciertas, ¿podía ser que esas «alucinaciones» fueran en realidad recuerdos fragmentados de experiencias reales? ¿Eran simplemente invenciones de un cerebro enfermo? ¿Existía una línea clara entre la creatividad y la imaginación patológica? ¿Entre el recuerdo y la imaginación? Ese día, estas preguntas todavía no tenían respuesta, pero la investigación ha demostrado que las personas que han sido maltratadas en la infancia suelen sentir sensaciones (como dolor abdominal) que carecen de una causa física, escuchan voces que les avisan de un peligro o les acusan de crímenes atroces.
No había duda de que muchos pacientes de la unidad incurrían en comportamientos violentos, extraños y autodestructivos especialmente cuando se sentían frustrados, confundidos o incomprendidos. Tenían rabietas, arrojaban platos, rompían las ventanas y se cortaban con vidrios rotos. En esa época, yo no tenía ni idea de por qué alguien podía reaccionar a una petición simple («Déjame limpiarte eso que tienes en el pelo») con rabia o terror. Yo seguía las indicaciones de las enfermeras más experimentadas, que me indicaban cuándo dejarles solos o, si eso no funcionaba, contener a los pacientes. Me sorprendía y me alarmaba al mismo tiempo la satisfacción que sentía a veces después de lograr sujetar a un paciente en el suelo para que una enfermera pudiera suministrarle una inyección, y poco a poco me fui dando cuenta de que gran parte de nuestra formación profesional estaba orientada a ayudarnos a mantener el control ante realidades aterradoras o confusas.
Sylvia era una hermosa estudiante de la Universidad de Boston de diecinueve años que solía sentarse sola en la esquina de la unidad, mirando muerta de miedo y prácticamente muda, pero cuya reputación como novia de un importante mafioso de Boston la dotaba de un aura de misterio. Después de negarse a comer durante más de una semana y de empezar rápidamente a perder peso, los médicos decidieron alimentarla a la fuerza. Fueron necesarias tres personas para sujetarla, otra para colocarle la sonda de goma en la garganta y una enfermera para introducirle los alimentos líquidos en el estómago. Más tarde, durante una confesión de medianoche, Sylvia habló tímida y vacilantemente sobre sus abusos sexuales de niña por parte de su hermano y de su tío. Entonces me di cuenta de que nuestra muestra de «atención» seguramente para ella era más parecida a una violación en grupo. Esta experiencia, y otras como esta, me ayudaron a formular esta regla para mis estudiantes: si le haces algo a un paciente que no harías a tus amigos o a tus hijos, considera que quizás inconscientemente puedes estar reproduciendo un trauma de su pasado.
En mi función como responsable recreativo observé otras cosas: como grupo, los pacientes eran sorprendentemente patosos y físicamente descoordinados. Cuando íbamos de acampada, la mayoría permanecía sin hacer nada a medida que yo iba montando las tiendas. En una ocasión, casi volcamos durante una tormenta en el río Charles porque todos se apiñaron bajo el sotavento, incapaces de comprender que debían cambiar de posición para equilibrar el barco. En los partidos de voleibol, los miembros del personal siempre estaban mucho mejor coordinados que los pacientes. Otra característica que compartían era que incluso sus conversaciones más relajadas parecían poco naturales, carecían del flujo natural de gestos y de expresiones faciales típicas entre amigos. La importancia de estas observaciones no me pareció evidente hasta que conocí a los terapeutas corporales Peter Levine y Pat Ogden. En capítulos posteriores comentaré extensamente cómo se mantiene el trauma en el cuerpo de la gente.
COMPRENDER EL SUFRIMIENTO
Después de ese año en la unidad de investigación, volví a la facultad de medicina y luego, como médico recién licenciado, volví al MMHC para formarme como psiquiatra, una especialidad en la que esperaba ser aceptado. Muchos psiquiatras famosos habían estudiado allí, como Eric Kandel, que más tarde ganó el Premio Nobel de Fisiología y Medicina. Allan Hobson descubrió las células cerebrales responsables de la generación de sueños en un laboratorio del sótano del hospital mientras yo estudiaba allí, y los primeros estudios sobre las bases químicas de la depresión también se realizaron en el MMHC. Pero para muchos de los residentes, la principal atracción eran los pacientes. Pasábamos seis horas al día con ellos y luego nos reuníamos en grupo con los psiquiatras más experimentados para compartir nuestras observaciones, plantear preguntas y competir para hacer las observaciones más ocurrentes.
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