El cuerpo lleva la cuenta. Bessel van der Kolk

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El cuerpo lleva la cuenta - Bessel van der Kolk

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Richard Solomon de la Universidad de Pennsylvania ya demostró que el cuerpo aprende a adaptarse a todo tipo de estímulos. Podemos quedar enganchados a las drogas porque instantáneamente hacen que nos sintamos bien, pero actividades como los baños de vapor, correr maratones o saltar en paracaídas, que inicialmente pueden causar incomodidad e incluso terror, a la larga pueden resultar muy placenteras. Este ajuste gradual indica que se ha establecido un nuevo equilibrio químico en nuestro cuerpo, de manera que los corredores de maratones, por ejemplo, logran una sensación de bienestar y de euforia cuando llevan su cuerpo al límite.

      En este punto, igual que con la adicción a las drogas, empezamos a desear ansiosamente realizar la actividad y experimentamos el síndrome de abstinencia cuando no podemos realizarla. A la larga, a la gente le preocupa más el dolor de la abstinencia que la actividad en sí. Esta teoría podría explicar por qué algunas personas contratan a otras para que les peguen o se queman con cigarrillos, o por qué solo les atraen las personas que les hacen daño. El miedo y la aversión, de un modo perverso, pueden transformarse en placer.

      Solomon lanzó la hipótesis de que las endorfinas (las sustancias químicas tipo morfina que el cerebro secreta en respuesta al estrés) desempeñan un papel en las adicciones paradójicas descritas por él. Volví a pensar en su teoría cuando mi hábito de ir a la biblioteca me llevó a un artículo titulado «Pain in Men Wounded in Battle» (El dolor en los hombres heridos en combate), publicado en 1946. Después de observar que el 75 % de los soldados heridos gravemente en el frente italiano no pedían morfina, un cirujano llamado Henry K. Beecher especuló que «las emociones fuertes pueden bloquear el dolor».16

      ¿Eran aplicables las observaciones de Beecher a las personas con TEPT? Mark Greenberg, Roger Pitman, Scott Orr y yo decidimos preguntar a ocho veteranos que combatieron en Vietnam si estarían dispuestos a realizar una prueba estándar del dolor mientras veían escenas de diferentes películas. El primer vídeo que les mostramos era de la película Platoon (1986) de Oliver Stone, gráficamente violenta, y mientras se proyectaba medimos durante cuánto tiempo podían permanecer los veteranos con la mano derecha en un cubo de agua helada. Luego repetimos este proceso con una película tranquila (y olvidada). Siete de los ocho veteranos mantuvieron la mano en el agua helada un 30 % más tiempo durante Platoon. Posteriormente, calculamos que la cantidad de analgesia producida por el visionado durante quince minutos de una película bélica era equivalente a la provocada por la inyección de ocho miligramos de morfina, aproximadamente la misma dosis que recibiría alguien ingresado en urgencias por un intenso dolor torácico.

      Llegamos a la conclusión de que la especulación de Beecher de que «las emociones intensas pueden bloquear el dolor» era resultado de la liberación de sustancias tipo morfina fabricadas en el cerebro. Ello sugería que, para muchas personas traumatizadas, la reexposición al estrés puede proporcionar un alivio de la ansiedad similar.17 Fue un experimento interesante, pero no explicaba del todo por qué Julia seguía volviendo con su chulo violento.

      CALMAR EL CEREBRO

      El congreso de la ACNP de 1985 fue, si cabe, aún más inspirador que la edición del año anterior. El profesor Jeffrey Gray, del King’s College, dio una charla sobre la amígdala, el conjunto de células cerebrales que determinan si un sonido, una imagen o una sensación corporal se perciben como una amenaza. Los datos de Gray mostraban que la sensibilidad de la amígdala dependía, al menos en parte, de la cantidad de serotonina de los neurotransmisores de aquella parte del cerebro. Los animales con niveles de serotonina bajos eran hiperreactivos a los estímulos estresantes (como los sonidos altos), mientras que los niveles de serotonina superiores reducían su sistema de miedo, haciendo menos probable que se volvieran agresivos o quedaran paralizados en respuesta a amenazas potenciales.18

      Este importante hallazgo me sorprendió: mis pacientes siempre explotaban en respuesta a pequeñas provocaciones y se sentían devastados ante el menor rechazo. Me fascinaba el posible papel de la serotonina en el TEPT. Otros investigadores habían mostrado que los monos macho dominantes tenían niveles de serotonina en el cerebro mucho mayores que los animales de rango inferior, pero que sus niveles de serotonina caían cuando se les impedía mantener contacto visual con los monos con respecto a los cuales se sentían superiores. En cambio, los monos de rango inferior a los que se administraba suplementos de serotonina salían del montón para asumir el liderazgo.19 El entorno social interactúa con la química del cerebro. Manipular a un mono para que ocupe una posición inferior en la jerarquía de dominio hacía que su serotonina disminuyera, mientras que mejorar químicamente la serotonina elevaba en rango a los que antes eran subordinados.

      Las implicaciones para las personas traumatizadas eran obvias. Como los animales con niveles bajos de serotonina de Gray, eran hiperreactivas, y su capacidad de relacionarse socialmente se veía a menudo comprometida. Si podíamos encontrar la forma de aumentar los niveles de serotonina en el cerebro, quizás podríamos resolver ambos problemas simultáneamente. En el mismo congreso de 1985, me enteré de que algunas compañías farmacéuticas estaban desarrollando dos nuevos productos para hacer precisamente eso, pero como ninguno estaba todavía disponible, experimenté brevemente con el suplemento L-triptófano, que se vende en las tiendas dietéticas y que es un precursor químico de la serotonina corporal (los resultados fueron decepcionantes). Uno de los fármacos investigados nunca llegó al mercado. El otro era la fluoxetina, que bajo el nombre de Prozac se convirtió en uno de los fármacos psicoactivos de más éxito jamás creado.

      El lunes 8 de febrero de 1988, el Prozac fue lanzado por la compañía farmacéutica Eli Lilly. El primer paciente que vi ese día era una joven con una historia horrible de abuso infantil que estaba luchando contra la bulimia. Básicamente, se pasaba el día comiendo compulsivamente y purgándose. Le extendí una receta para este nuevo medicamento, y cuando volvió el jueves me dijo: «Estos últimos días han sido muy diferentes: he comido cuando he tenido hambre y el resto del día hacía los deberes». Fue una de las frases más impresionantes que he escuchado jamás en mi consulta.

      El viernes vi a otra paciente a la que receté Prozac el lunes anterior. Era una mujer con depresión crónica, madre de dos hijos en edad escolar, preocupada por sus defectos como madre y esposa y anulada por las exigencias de unos padres que la maltrataron mucho siendo niña. Al cabo de dos días de tomar Prozac me pidió si podía saltarse la visita del lunes siguiente, que era el Día del Presidente. «Al fin y al cabo –explicaba–, nunca he llevado a mis hijos a esquiar (siempre lo hace mi esposo) y ese día lo tienen libre. Sería estupendo que tuvieran buenos recuerdos de haberlo pasado bien todos juntos».

      Era una paciente a la que el simple hecho de llegar al final del día ya le costaba. Después de esa visita, llamé a una persona de Eli Lilly y le dije: «Tenéis una fármaco que ayuda a la gente a permanecer en el presente, en lugar de permanecer atrapada en el pasado». Posteriormente, Lilly me concedió una pequeña subvención para estudiar los efectos de Prozac en el TEPT en 64 personas (22 mujeres y 42 hombres), el primer estudio sobre los efectos de este nuevo tipo de fármacos sobre el TEPT. Nuestro equipo de la Trauma Clinic registró a 33 no veteranos, y mis colaboradores, antiguos compañeros de la clínica de la VA, registraron a 31 veteranos de guerra. Durante 8 semanas, la mitad de cada grupo tomó Prozac y la otra mitad tomó placebo. El estudio era doble ciego: ni nosotros ni los pacientes sabíamos qué sustancia estaban tomando, de modo que nuestras preconcepciones no podían sesgar nuestras valoraciones.

      Todos los participantes en el estudio mejoraron (incluidos lo que tomaron placebo), al menos hasta cierto grado. La mayoría de los estudios del TEPT detectan un efecto placebo significativo. Las personas que se arman de valor para participar en un estudio sin cobrar nada, en el que se les pincha constantemente con agujas, y en el que solo tienen el 50 % de posibilidades de tomar un fármaco activo, están intrínsecamente motivadas para resolver su problema. Quizás su recompensa sea solo la atención que se les presta, la oportunidad de responder a preguntas sobre cómo se sienten y qué piensan. Pero quizás los besos

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