Movimientos y emancipaciones. Raúl Zibechi

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Movimientos y emancipaciones - Raúl Zibechi

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recuperadas hasta ferias de trueque y emprendimientos productivos. En general, fueron los grupos sociales locales los que más se destacaron por poner en marcha formas autónomas de economía solidaria, a través de la autoorganización.

      Las políticas sociales a través de la economía solidaria buscan justamente destruir la autoorganización que es un aspecto clave, determinante, para que formas económicas alternativas jueguen un papel en la emancipación a partir de la lucha por la sobrevivencia. Pero la autoorganización tiene algunas características que la diferencian de las organizaciones estadocéntricas como los sindicatos tradicionales: establece múltiples relaciones hacia todas las direcciones posibles; presenta formas de organización propias, autodeterminadas y no decididas fuera de esos espacios; son «des-ordenadas» para el observador exterior, lo que equivale a decir que tienen un orden propio, nacido en el interior de cada experiencia que no necesariamente se repite en otros espacios similares. En suma, la autoorganización es autonomía. Eso es precisamente lo que intentan vulnerar los planes sociales al pretender que se relacionen prioritariamente con el estado, en una sola dirección sustituyendo la multiplicidad de vínculos y al imponerles un orden decidido externamente. Este es, entre otros, el modo de someterlas a la voluntad estatal, que es la mejor manera de desfigurarlas. Cuando aceptan esas condiciones, dejan de ser organizaciones autónomas. Afortunadamente, unas cuantas se resisten.

      Este libro, que no tenía previsto escribir, nació de la indignación que me produjo comprobar cómo los gobiernos progresistas de la región ponen en marcha políticas sociales que son herederas del «combate a la pobreza» promovido por el Banco Mundial luego de la derrota de Estados Unidos en Vietnam para frenar, aislar y liquidar a los movimientos populares. Por un lado, siguen siendo políticas focalizadas y compensatorias que no introducen cambios estructurales. Por otro, buscan lubricar con esas políticas la gobernabilidad, que va de la mano de la institucionalización de los movimientos, un buen modo de limar sus aristas antisistémicas. La tercera pata de estas políticas es la seguridad ciudadana que militariza las periferias urbanas y criminaliza la protesta de los pobres y, en última instancia, a la pobreza misma.

      En Chiapas pude comprender las razones por las que el zapatismo es tan duro con la centroizquierda de Andrés Manuel López Obrador. El gobierno «progresista» de Chiapas ha ensayado nuevas formas de contrainsurgencia que buscan generar un escenario de confrontación entre bases de apoyo zapatistas y familias no zapatistas, como excusa para hacer intervenir a los paramilitares del lado de los segundos a fin de aislar y aniquilar a los primeros. En vez de repartir tierras de hacendados y caciques, entrega las tierras que los zapatistas conquistaron luchando luego del 1 de enero de 1994 a organizaciones «sociales» aliadas a los paramilitares. A este modo de operar debe sumarse el reparto discrecional y condicionado de alimentos en época de hambre, así como la negación de recursos a las comunidades zapatistas. En Colombia las políticas sociales son parte del Plan Colombia y están destinadas a consolidar los territorios «recuperados» de la guerrilla. En los asentamientos sin techo de Bahía pude comprobar que el célebre plan Bolsa Familia sólo llega al 10% de los asentados y alcanza apenas para pagar el transporte durante 15 días, mientras los jóvenes pobres de las favelas son perseguidos como criminales. Todo esto no es casualidad.

      Inicio este trabajo con un seguimiento de la «lucha contra la pobreza» desde su formulación original por parte de McNamara, presidente del Banco Mundial, observando cómo se ha ido adaptando a las nuevas coyunturas y a la emergencia de movimientos sociales de nuevo tipo. El Banco, convertido en el principal referente intelectual de quienes planifican las políticas sociales, ha venido incorporando en sus discursos conceptos muy similares a los que formulan los movimientos antisistémicos. Con la deslegitimación del modelo neoliberal, los gobiernos progresistas aseguran que quieren ir más allá de las políticas focalizadas y compensatorias. La incorporación de la economía solidaria es uno de los desarrollos más recientes de estas políticas, generando nuevas problemáticas para los movimientos.

      Luego abordo el tránsito de los movimientos hacia organizaciones, en buena medida por el retroceso de la movilización pero en gran parte por la incidencia de las políticas sociales que buscan convertir a los movimientos de base en estructuras similares a las ONGs. Para los gobiernos es fundamental «construir organización social», que será la encargada de aterrizar las políticas sociales en el territorio y de ese modo lubricar la gobernabilidad. Este proceso de «normalización» (o institucionalización) de los movimientos, debe hacernos reflexionar sobre qué entendemos por movimiento, un debate que recién está comenzando.

      En sintonía con el Banco Mundial y la cooperación internacional, los gobiernos progresistas promueven conceptos como «sociedad civil» con el objetivo de cooptar y neutralizar a las organizaciones del abajo; al mismo tiempo, dan prioridad a mecanismos de cooperación entre estados, ONGs y empresas privadas como forma de superar la pobreza sin conflictos ni colisión entre sujetos. En cada territorio, la gobernabilidad a escala micro se convierte en una trama de organizaciones diversas que fortalecen el control de los pobres bajo la excusa de las «contraprestaciones».

      La última parte recoge las experiencias obreras de la década de 1960 porque creo que son fuente de inspiración ineludible frente a las dificultades del momento actual. Finalmente, propongo que no hay una táctica ya diseñada para desbordar las políticas sociales. No se puede estar fuera de ellas; o sea, partiendo del grado actual de conciencia y organización no podemos eludir la relación estado-movimientos, pero éstos no pueden relacionarse con las instituciones de forma pasiva ni instrumental, ni someterse a los intereses del Estado y del capital. Tampoco había una táctica ya diseñada en las décadas de 1960 y 1970 para desbordar el control patronal en las fábricas. Sin embargo, se hizo a tientas, aprendiendo de los fracasos, buscando cada vez nuevos caminos. La lucha obrera de ese período puede servirnos de inspiración ante los nuevos desafíos.

      Puede parecer extraño que en un trabajo sobre las políticas sociales de los gobiernos progresistas aparezca un largo capítulo dedicado a las luchas obreras de las décadas de 1960 y 1970. Estoy firmemente convencido que es imprescindible hacer dialogar las más diversas experiencias de resistencias y luchas de los diversos abajos que existen en el mundo; de los abajos del hoy y del ayer, y también del anteayer. Dos razones están en la base de esta convicción. La memoria juega un papel decisivo en las luchas sociales. En ocasiones, porque el nuevo ciclo de protesta suele ser -en sus primeros pasos– prisionero de los modos heredados hasta que cuenta con la fuerza suficiente para desembarazarse de ellos; o de colocarlos en su lugar. Por otro lado, porque las clases dominantes no cuentan con un abanico ilimitado de opciones para derrotar a los rebeldes, a tal punto que una y otra vez acuden a los mismos lugares comunes: esa mezcla de negociación, con concesiones, y represión, o genocidio, para ablandar y desorientar a sus enemigos de clase hasta asestarles la estocada final. Desde el fondo de los tiempos, los de arriba han acudido a formas diversas de esas dos tácticas complementarias, con resultados ventajosos para sus intereses.

      En segundo lugar, no me canso de repetir que el ciclo de luchas obreras de la década de 1960 fue un parteaguas en la historia de los de abajo, tan importante, tan radical, que aún no hemos aprendido todas sus lecciones y la enorme cantidad de cambios que supuso. Sólo recordar que la potencia de las mujeres y de los jóvenes agrietó el patriarcado sobre el que se apoyó siempre la dominación de clase, es suficiente para comprender que ya nada volverá a ser como antes. Ni arriba, ni abajo. Comprender las relaciones entre el protagonismo femenino y las crisis de la forma partido, de la forma sindicato y de la forma Estado, supone una investigación y reflexión que exceden mis fuerzas y capacidades, pero que resulta imprescindible para encarar una verdadera política emancipatoria. Nada de esto sería posible sin mirar, aprender y dialogar con el mayor y más profundo ciclo de luchas que conocieron jamás los de abajo.

      Por último, habría que preguntarse sin en Uruguay será posible disminuir el sufrimiento y a la vez fortalecer la organización autónoma de los de abajo. La historia reciente no permite alentar el optimismo. Las políticas implementadas por el MIDES se han mostrado relativamente exitosas a la hora de disminuir los índices de pobreza, pero el precio ha sido el aislamiento y la neutralización

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