Movimientos y emancipaciones. Raúl Zibechi

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Movimientos y emancipaciones - Raúl Zibechi

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      De ese modo van apareciendo un conjunto de definiciones encadenadas, que definen primero lo que es pobreza absoluta, luego la localizan en espacios muy concretos (primero en las áreas rurales y hacia mediados de los setenta en las periferias urbanas), a partir de lo cual se definen políticas, que son necesariamente «focalizadas», tendientes a resolver el problema. Los conceptos de focalización, necesidades básicas y productividad van de la mano; pero además, se busca aprovechar la mano de obra no remunerada de los pobres para abaratar los costos de remontar la pobreza, como sucedió con el programa de urbanización de las favelas. «Elogiar la praxis de los pobres se convirtió en una cortina de humo para revocar compromisos históricos de los estados de reducir la pobreza y el déficit habitacional» (Davis, 2006: 81).

      El paso siguiente, casi natural, de este encadenamiento conceptual y político, es la aparición de organizaciones especializadas en el trabajo focalizado con pobres para «ayudarlos» a elevar su renta a través de una mejora de su productividad. Se expanden así las ONGs, o «imperialismo blando» para usar la terminología de Mike Davis. El crecimiento exponencial de las ONGs en el mundo pobre llegó de la mano de las sanciones impuestas por el Banco Mundial, y de otros organismos y estados del primer mundo, a aquellos gobiernos que promovían políticas redistributivas. Así le sucedió al gobierno de Salvador Allende: desde que fue electo presidente en 1970 los desembolsos multilaterales cayeron en picada, para despegar notablemente el mismo año 1973 tras ser derrocado por Augusto Pinochet (Toussaint, 2007: 104). También sufrieron castigos Perú, Argelia, Guinea y la Nicaragua sandinista. El Banco, y con él la cooperación internacional, sólo aceptaba combatir la pobreza con políticas focalizadas con base en las «necesidades básicas» y mediante préstamos que endeudaban a los países. Poco después, con el gobierno Carter (1977-1981), el enfoque del combate a la pobreza se combinó con la política de «derechos humanos», la cual termina por imponerse sobre la ley internacional que contemplaba, entre otras, la no intervención como regla básica para regular las relaciones entre estados (Bartholomew y Breakspear, 2004).

      Vale consignar que, de este modo, queda completado el tríptico político-ideológico sobre el que cabalga el nuevo imperialismo: combate a la pobreza con base en créditos a fin de enfrentar las necesidades básicas, y ya no apoyándose en reformas estructurales; derechos humanos que vulneran la ley internacional basada en la no intervención y democracia electoral como medio de legitimación de gobiernos. Todo aquel país que se salga de ese libreto es pasible de ser sancionado, en el mejor de los casos; en el peor, sus instituciones serán desestabilizadas y, si no abdica de su autonomía, sufrirá una invasión militar.

      Domesticar el campo popular

      A comienzos de la década de 1980 se produjo un importante viraje en la política de los Estados Unidos y del Banco Mundial que lanzaron los programas de ajuste estructural que abrirían el camino al modelo neoliberal. Ya en su retirada de la presidencia del Banco, McNamara –que apoyaba el ajuste estructural a través de cuantiosos préstamos a los países que lo implementaron– insistió en su preocupación por la «equidad», en tanto una gran desigualdad podía ser «socialmente desestabilizadora», señalando que «es muy poco prudente desde el punto de vista de la economía permitir que en el seno de una nación se llegue a crear una cultura de pobreza que comience a infectar y solapar todo el tejido social y político» (Mendes, 2009: 160).

      Durante más de una década, la política del combate a la pobreza fue abandonada como parte de la ofensiva neoliberal de los gobiernos de Ronald Reagan y George Bush (padre). La relatoría sobre Desarrollo Mundial de 1990 del Banco establece el binomio ajuste/compensación focalizada de la pobreza como dos caras de un mismo proceso de implantación del neoliberalismo, buscando abordar los «costos sociales» del ajuste para evitar cualquier inestabilidad política. La insurrección popular en Venezuela, conocida como Caracazo, en febrero de 1989 en reacción a un paquete de ajuste, tiene que haber llamado la atención en ese sentido. En tal período las políticas sociales buscaron operar «manteniendo la gobernabilidad del ajuste» (Mendes, 2009, 195).

      En todo caso, parece importante destacar que en el período neoliberal se aplican los mismos criterios que se habían adoptado ya durante el período de McNamara, con pequeñas adaptaciones y desarrollos para enfrentar los nuevos desafíos. La expansión de las ONGs fue una de esas nuevas incorporaciones a las que se agregarían otras hacia mediados de la década de 1990 para afrontar las sucesivas rebeliones populares.

      La Relatoría de 1991 propone entre las siete acciones prioritarias para cumplir el programa neoliberal, la «transferencia de la prestación de funciones y servicios públicos diversos a organizaciones no gubernamentales (ONGs), como vehículos más eficaces en la promoción de la participación popular en el alivio a la pobreza» (Mendes, 2009: 197). En paralelo, se propone el concepto de «gobernanza» (definido como ejercicio del poder político para administrar los asuntos de la nación) como categoría de análisis para encuadrar las relaciones entre gobiernos, organizaciones sociales e instituciones internacionales. El criterio de la «gobernanza» facilitó la incorporación masiva de las ONGs en el alivio a la pobreza. Según datos del propio Banco, en América Latina se pasó de un 15% de proyectos en colaboración con ONGs en el período 1974-1989, al 50% en 1994. Y en cuanto a los montos manejados, las ONGs pasaron de controlar 9 millones de dólares para el desarrollo en países de la periferia a 6.400 millones de dólares en 1989. «Algunos cálculos sostienen que las ONGs utilizaron más recursos para fines de desarrollo en los países periféricos que el Banco Mundial con sus préstamos y créditos» (Mendes, 2009: 203). Este hecho avala la posición de quienes consideran que el principal papel del Banco ha sido el de referente intelectual más que financiero.

      En Bolivia, uno de los países definidos como prioritarios para la cooperación internacional, en ese período hubo una explosión de ONGs: pasaron de 100 en 1980 a 530 en 1992 (Arellano-Petras, 1994: 81). A medida que avanzaba la década, el peso de las ONGs en los proyectos del Banco seguía creciendo, hasta alcanzar el 59% de los proyectos para América Latina en 1999, casi cuatro veces más en una década (Mendes, 2009: 238). Sin embargo, el problema no son tanto las ONGs en sí mismas, aunque es evidente que son parte del problema, sino los modos de trabajo inspirados en las políticas diseñadas por el Banco Mundial. Más que por la cantidad de ONGs incorporadas a la cooperación, el cambio se produjo al interior de ellas. En ese período se produce una fuerte competencia por obtener financiación y por conseguir espacios de actuación, lo que las lleva a una mayor institucionalización y profesionalización, de modo que «pasaron a ser cada vez más parecidas a las organizaciones internacionales empresariales y multilaterales en su lógica de funcionamiento, su estructura, organizacional y su modo de operar, aunque muchas compartieran los mismos objetivos» (Mendes, 2009: 205; Rodríguez-Carmona, 2009).

      Otros factores que contribuyeron en ese proceso de profesionalización, fueron la necesidad de contar con equipos con formación universitaria (camadas de antropólogos, sociólogos y cientistas políticos), dominar el inglés, la necesidad de viajar y adquirir experiencia de trabajo transnacional, aceptar las reglas del juego en el terreno de la cooperación y, sobre todo, dominar los saberes necesarios para elaborar proyectos capaces de obtener financiación y ser eficientes en el cumplimiento de las metas. Ironía de la vida, este «imperialismo blando» se expande en el mismo momento en que el imperio intensifica sus intervenciones militares, «el imperialismo duro»: en la era Clinton (1993-2001) se produjeron 48 intervenciones militares frente a las 16 que se sucedieron durante toda la guerra fría (1945-1991).

      Según Davis, la «revolución de las ONGs» fue tan importante como el «combate a la pobreza» de los años sesenta a la hora de remodelar las relaciones entre Estados Unidos y los países de la periferia. Este proceso se aceleró, como vimos arriba, en la década de 1990 bajo la presidencia de James Wolfensohn, quien tenía especial empatía con la gestión de McNamara. El resultado de esa masiva «participación» de la «sociedad civil» (términos que se generalizaron en esos años) en la gestión del combate a

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